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Obras:
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ODA I VIDA RETIRADA
¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido;
Que no le enturbia el pecho de los soberbios grandes el estado, ni del dorado techo se admira, fabricado del sabio Moro, en jaspe sustentado!
No cura si la fama canta con voz su nombre pregonera, ni cura si encarama la lengua lisonjera lo que condena la verdad sincera.
¿Qué presta a mi contento si soy del vano dedo señalado; si, en busca deste viento, ando desalentado con ansias vivas, con mortal cuidado?
¡Oh monte, oh fuente, oh río,! ¡Oh secreto seguro, deleitoso! Roto casi el navío, a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestuoso.
Un no rompido sueño, un día puro, alegre, libre quiero; no quiero ver el ceño vanamente severo de a quien la sangre ensalza o el dinero.
Despiértenme las aves con su cantar sabroso no aprendido; no los cuidados graves de que es siempre seguido el que al ajeno arbitrio está atenido.
Vivir quiero conmigo, gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas, sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo.
Del monte en la ladera, por mi mano plantado tengo un huerto, que con la primavera de bella flor cubierto ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa por ver y acrecentar su hermosura, desde la cumbre airosa una fontana pura hasta llegar corriendo se apresura.
Y luego, sosegada, el paso entre los árboles torciendo, el suelo de pasada de verdura vistiendo y con diversas flores va esparciendo.
El aire del huerto orea y ofrece mil olores al sentido; los árboles menea con un manso ruïdo que del oro y del cetro pone olvido.
Téngase su tesoro los que de un falso leño se confían; no es mío ver el lloro de los que desconfían cuando el cierzo y el ábrego porfían.
La combatida antena cruje, y en ciega noche el claro día se torna, al cielo suena confusa vocería, y la mar enriquecen a porfía.
A mí una pobrecilla mesa de amable paz bien abastada me basta, y la vajilla, de fino oro labrada sea de quien la mar no teme airada.
Y mientras miserable- mente se están los otros abrazando con sed insacïable del peligroso mando, tendido yo a la sombra esté cantando.
A la sombra tendido, de hiedra y lauro eterno coronado, puesto el atento oído al son dulce, acordado, del plectro sabiamente meneado.
ODA VIII NOCHE SERENA
A Don Loarte
Cuando contemplo el cielo de innumerables luces adornado, y miro hacia el suelo de noche rodeado, en sueño y en olvido sepultado,
el amor y la pena despiertan en mi pecho un ansia ardiente; despiden larga vena los ojos hechos fuente; Loarte y digo al fin con voz doliente:
«Morada de grandeza, templo de claridad y hermosura, el alma, que a tu alteza nació, ¿qué desventura la tiene en esta cárcel baja, escura?
¿Qué mortal desatino de la verdad aleja así el sentido, que, de tu bien divino olvidado, perdido sigue la vana sombra, el bien fingido?
El hombre está entregado al sueño, de su suerte no cuidando; y, con paso callado, el cielo, vueltas dando, las horas del vivir le va hurtando.
¡Oh, despertad, mortales! Mirad con atención en vuestro daño. Las almas inmortales, hechas a bien tamaño, ¿podrán vivir de sombra y de engaño?
¡Ay, levantad los ojos aquesta celestial eterna esfera! burlaréis los antojos de aquesa lisonjera vida, con cuanto teme y cuanto espera.
¿Es más que un breve punto el bajo y torpe suelo, comparado con ese gran trasunto, do vive mejorado lo que es, lo que será, lo que ha pasado?
Quien mira el gran concierto de aquestos resplandores eternales, su movimiento cierto sus pasos desiguales y en proporción concorde tan iguales;
la luna cómo mueve la plateada rueda, y va en pos della la luz do el saber llueve, y la graciosa estrella de amor la sigue reluciente y bella;
y cómo otro camino prosigue el sanguinoso Marte airado, y el Júpiter benino, de bienes mil cercado, serena el cielo con su rayo amado;
—rodéase en la cumbre Saturno, padre de los siglos de oro; tras él la muchedumbre del reluciente coro su luz va repartiendo y su tesoro—:
¿quién es el que esto mira y precia la bajeza de la tierra, y no gime y suspira y rompe lo que encierra el alma y destos bienes la destierra?
Aquí vive el contento, aquí reina la paz; aquí, asentado en rico y alto asiento, está el Amor sagrado, de glorias y deleites rodeado.
Inmensa hermosura aquí se muestra toda, y resplandece clarísima luz pura, que jamás anochece; eterna primavera aquí florece.
¡Oh campos verdaderos! ¡Oh prados con verdad frescos y amenos! ¡Riquísimos mineros! ¡Oh deleitosos senos! ¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!»
ODA XVIII EN LA ASCENSIÓN
¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, escuro, con soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, ¿te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados, y los agora tristes y afligidos, a tus pechos criados, de ti desposeídos, ¿a dó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos que vieron de tu rostro la hermosura, que no les sea enojos? Quien oyó tu dulzura, ¿qué no tendrá por sordo y desventura?
Aqueste mar turbado, ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto al viento fiero, airado? Estando tú encubierto, ¿qué norte guiará la nave al puerto?
¡Ay!, nube, envidiosa aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas? ¿Dó vuelas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas! ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!
ODA II A DON PEDRO PORTOCARRERO
Virtud, hija del cielo, la más ilustre empresa de la vida, en el escuro suelo luz tarde conocida, senda que guía al bien, poco seguida;
tú dende la hoguera al cielo levantaste al fuerte Alcides, tú en la más alta esfera con las estrellas mides al Cid, clara victoria de mil lides.
Por ti el paso desvía de la profunda noche, y resplandece muy más que el claro día de Leda el parto, y crece el Córdoba a las nubes, y florece;
y por su senda agora traspasa luengo espacio con ligero pie y ala voladora el gran Portocarrero, osado de ocupar el bien primero.
Del vulgo se descuesta, hollando sobre el oro; firme aspira a lo alto de la cuesta; ni violencia de ira, ni blando y dulce engaño le retira.
Ni mueve más ligera, ni más igual divide por derecha el aire, y fiel carrera, o la traciana flecha o la bola tudesca un fuego hecha.
En pueblo inculto y duro induce poderoso igual costumbre y, do se muestra escuro el cielo, enciende lumbre, valiente a ilustrar más alta cumbre.
Dichosos los que baña el Miño, los que el mar monstruoso cierra, dende la fiel montaña hasta el fin de la tierra, los que desprecia de Eume la alta sierra.
A Francisco Salinas.
El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada, Salinas, cuando suena la música estremada, por vuestra sabia mano gobernada.
A cuyo son divino el alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino y memoria perdida de su origen primera esclarecida.
Y como se conoce, en suerte y pensamientos se mejora; el oro desconoce, que el vulgo vil adora, la belleza caduca, engañadora.
Traspasa el aire todo hasta llegar a la más alta esfera, y oye allí otro modo de no perecedera música, que es la fuente y la primera.
Ve cómo el gran maestro, aquesta inmensa cítara aplicado, con movimiento diestro produce el son sagrado, con que este eterno templo es sustentado.
Y como está compuesta de números concordes, luego envía consonante respuesta; y entrambas a porfía se mezcla una dulcísima armonía.
Aquí la alma navega por un mar de dulzura, y finalmente en él ansí se anega que ningún accidente estraño y peregrino oye o siente.
¡Oh, desmayo dichoso! ¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido! ¡Durase en tu reposo, sin ser restituido jamás a aqueste bajo y vil sentido!
A este bien os llamo, gloria del apolíneo sacro coro, amigos a quien amo sobre todo tesoro; que todo lo visible es triste lloro.
¡Oh, suene de contino, Salinas, vuestro son en mis oídos, por quien al bien divino despiertan los sentidos quedando a lo demás amortecidos! |
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