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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  El ángel de las piernas torcidas - Reinaldo E. Marchant
 
El ángel de las piernas torcidas - Reinaldo E. Marchant
 

cuento del libro El ángel de las piernas torcidas publicado por Ediciones Mar del Plata en Santiago de Chile


 

EL ÁNGEL DE LAS PIERNAS TORCIDAS



Antes de que él pisara el césped de una cancha, el

fútbol era un espectáculo que carecía de genios. Todavía

antes, no existía un ser que emprendiera regates,

brincos, amagos, cabriolas y movimientos imperceptibles

con el cuerpo. Hasta que llegó Garrincha y nació la

alegría en el pueblo. Surgió un fútbol diferente. El balón,

tratado en zigzag por un encantador de serpientes,

nunca fue acariciado más plácidamente que en los

empeines de aquel astro que perseguía pájaros en la selva

de Mato Grosso. Sus virtudes aún permanecen invictas.

A los genios no se les imita. En el césped, fue el máximo

inventor que ha existido: estampó una nueva manera

de jugar al balompié.

Manoel dos Santos no tenía huesos ni cartílagos.

Adolecía de voracidad palaciega. Era un patizambo

descendiente de indios, que vino al mundo para que le

pegaran; tocaba música con los pies; enseñó a encarar

y, alrededor de sus zapatos, había un plumaje que dibujaban

geografías que regalaban risas. La tierra le

prestó inocencia de ángel. Desde entonces fue un maravilloso

espectro que se vestía de persona. Para el niño no

existían las canchas de fútbol, sino terrenos con hálitos

de paraísos donde era permitido saltar, hacer acrobacias,

picar en curvas, llevar vinculada una estrella, volar rompiendo

las cúspides, los ojos abiertos y a trancos de animalitos

escurridizos que descienden en picada los cerros

lineales.

 

 

El mundo lo conoció con el nombre de un pájaro

incauto y veloz, garrincha. En pesquisas cándidas por

matorrales y arboledas desarrolló habilidades únicas,

serpenteos y giros de bailes, taconeos y frenadas fortuitas,

que lo llevarían a superar a temibles cancerberos.

Casi de rodillas o con la cintura en extremo quebrada,

desafiando la gravedad científica y al orden abúlico de

las cosas. Era el verbo y la exageración juntos.

Tímido de verdad, aborrecía la adulación. Lo suyo

era hacer la tarea en el campo de juego y luego volver a

casa. Pocos saben que ganó dos Copas Mundiales. Y

que Brasil, ocupado en ensalzar sólo a La Perla Negra

—institución global y símbolo de marca ganadora—, le

debe al obrero de fábrica de telas de Pau Grande el Campeonato

de 1962, que ganó solo y con diversión incluida.

Los zapateos, pantomimas, danzas, la samba y

música de carnaval, eran conciertos de ríos y cascadas

de Pau Grande. En Sudamérica florecía este

“Cantinflas” que divertía con su distrofia física y esa

pierna izquierda seis centímetros más corta que la derecha.

Su instrumento de trabajo, un balón.

El genio rápidamente se hizo popular. La gente

pagaba para distraer las nostalgias. Había que ver a ese

prestidigitador de músculos torcidos que hipnotizaba a

los adversarios con habilidad inimitable, y que los únicos

engaños en vida los hizo con las extremidades ante

muchedumbres delirantes. Entraba a la cancha porque

la torcida lo pedía.

Jugaba al fútbol pero no mostraba la pelota. Ésta

se perdía en el resplandor que encandilaba la vista. “¡Mí

renle el cuerpo, no el balón!”, gritaban a los custodios.

Tampoco resultaba. Corría sin el esférico. Lo dejaba en

descanso sobre el césped, mientras toda la retaguardia

en desfile circense buscaba indicios del malabarismo.

Un hecho milagroso succionaba la de cuero, la perdía

en segundos de oro, y enseguida reaparecía cuando la

gacela morena se abría paso con zancadas armoniosas,

traspasando sombras de nacionalidades ignotas.

Contar con una pierna más corta que la otra y proyectar

piruetas de estilista consumado, sólo los pájaros

de Mato Grosso pueden esclarecer. Garrincha siempre

volaba por la banda derecha, pasaba la misma marcha

veloz, se detenía matemáticamente con magnífico freno,

y nadie pudo detenerlo. Nunca antes otro futbolista

entregó tanto amor en una cancha. No necesitó a Pelé

para consagrarse de genio —la ciencia confirmaba que

era “débil mental” — y brillar como un llameante astro

perpetuo.

El legendario artista Vincent van Gogh, necesitó

menos de diez años para crear más de ochocientos óleos

inolvidables; los pintó en medio de penurias y enfermedades.

Garrincha, con un cuerpo contrahecho y esa solitaria

miseria que quedó murmurando en los parlantes

de los estadios, precisó el mismo tiempo para escribir

las mejores páginas del balompié que el hombre ha conocido:

cuando surge un prodigio de la Naturaleza, sólo

precisa un pasajero instante vital para dejar una herencia

imperecedera, demasiado tiempo es obsceno.

Pudo convertir mil goles. Lo suyo era la festividad

del driblen, lanzar un sombrero, un caño, inventar una

jugada no escrita en manuales, regresar donde los de

fensas, dar una nueva oportunidad y repetir las maniobras

y entregar a malla descubierta pases para que terceros

se quedaran con la estadística del gol. Su morada

era el cosmos bendito de una cancha. Ahí guardaba los

botines y la ropa. No tenía otro cielo. Cuando salía a la

calle llegaba la tristeza de las circunstancias. En los arranques

por los bordes sobraban las ideas; sumido en laberintos

cotidianos, pocas veces sorteaba el abismo. En

Mato Grosso, sus amigos, los pajarracos silvestres, hasta

estos días pían Mané…

Llevaba en la sangre la ingenuidad del chiquillo que

perseguía por riachuelos, bosques y florestas, pequeñas

aves electrizantes. Manoel Francisco dos Santos ejecutó

sus primeras fintas y gambetas a los pájaros, en cerros

y parajes selváticos. En esa comarca sostuvo sus primeras

prácticas del balompié. Después fue cosa de entrar a

un estadio y no cambiar jamás el modo de jugar con la

cabeza erguida —cual rey sin corona—, sin observar la

pelotilla, dando pasos de danzarín, balanceando el cuerpo

en grados no descubiertos por sabios, paralizando a

rivales ocasionales que nunca calculaban la velocidad

de la proeza nativa. Soberanía espiritual, pionero en repeler

el fin de mercaderes.

A las puntas de los estadios sembró de belleza. Por

esa zona el pasto crece distinto. Las pisadas son más

hondas y los brincos, un disparo de resorte aceitado.

Antaño aquellos espacios eran inútiles, escasamente visitados,

hasta el jardinero olvidaba los riegos de

sobrevivencia. Cincuenta años más tarde el público cree

ver a un espectro mareando caderas y riéndose de las

leyes de la física, cruzando sin jactancia a los rivales. Es

la figura de Garrincha, marcada a fuego, cimbreando

geografías imposibles. La que fue alegría verdadera,

nunca muere.

El mal hábito de aprender lo que enseñan personajes

serios, eruditos y letrados, lastima la espontaneidad.

Mané dictó muchos manuales de fútbol. El ejemplo de

sus jugadas, forma elegante de caminar y flexiones en

un campo de juego, ilustró a generaciones que no han

seguido las huellas de la diversión. Sin hablar, dijo muchas

veces que el fútbol es puramente un convite a un

masivo festejo. Que más allá de una fabulosa maniobra,

se tenía que desdeñar del poder y de empresas

cometalentos. El acierto en la red, ese producto millonario,

era asunto de negociantes. A él le importaba la música

y que la gente saltara en las gradas. Si las raíces se

encuentran en un bar, en la cerveza con cachaça, esto

olía bien. A fin de cuentas, el prodigio lo otorga la Naturaleza,

y ese instinto no se debe alterar por las prosaicas

normas de lo establecido.

Hoy me marca Joao, decía antes de los pleitos. A las

fieras vigilantes, por igual, llamaba Joao. Cuando llegó

a prueba a Botafogo, a modo de advertencia y pánico le

indicaron que lo tomaría a resguardo La Enciclopedia,

el inmenso Nilton Santos; él, astuto, dijo: “en Pau Grande

también me marca Joao…”. Lo llenó de caños y

gambetas. El sabio defensa, que sintió brillar la perla,

recomendó su contratación, “mejor con nosotros que

contra nosotros” fundamentó. Nunca le preocupó la

cantidad y el renombre de quienes lo custodiaban. Para

qué. En la cancha de fútbol no existía diferencia social

ni de ninguna calaña. Los ricos no entran a ese ruedo

porque es la única vez que pierden con los carasucias.

Su seguridad residía en el instinto espiritual que venía

de las entrañas de la tierra. Frente al adversario jugaba

“a lo que saliera”, y sorteó los túneles y pendientes más

montaraces.

En silencio le sonreía a los pizarrones y equipos técnicos.

¿Ellos habrán sentido el aire de una cancha? ¿Sabrán

lo que significa ir a tomar un balón que desciende,

detenerlo pegado al cuero y luego continuar con la jugada

hasta llegar a un final feliz?

Para volar a Estocolmo, Mundial de Suecia de 1958,

la ciencia le pedía un test psicofísico mínimo de 123 puntos.

Sacó a gatas 38. El infierno de los expertos lo condenaba

a un regreso a Mato Grosso. Nilton Santos, el excelente

capitán, junto a Didí y Vavá, convencieron a los

especialistas que las leyes de gravedad no podrían con

La Alegría del Pueblo. Y subió al avión. Más tarde el

periodismo haría su parte: “hay que dársela a

Garrincha”. Fue, jugó y ganaron la competencia. El

mundo vio que, junto al crepúsculo naciente, por los

costados titilaban destellos diáfanos, levantando centros

de hazañas y pañuelos de gratitud.

Por primera vez los aficionados encontraron a un

jugador que detenía el balón frente al marcador y luego

de un infinitesimal quiebre de cintura, partía raudo por

el flanco derecho, imprimiendo un reflejo irreverente,

grandioso, torcido a la manera de un hierro de carne,

que quedaría grabado en plata en la memoria humana.

El entrenador, Vicente Feola, diría, honesto: “esa

vez comprendí que había que escuchar a los jugadores,

ellos ven mejor los partidos dentro de la cancha…”.

 

Habían nacido dos seres: Garrincha y el driblin. Él

lo inventó.

El ángel negro de Pau Grande, obrero de una fábrica

de telas, pobre, que bailaba con la pelota en la

suela, con sus piernas arqueadas y las rodillas inclinadas

igual que un esquiador, que giraba como un taladro

sin mover la pelota —un “rico espiritualmente, rico

sentimentalmente”, como se autodefinía—, detestaba

convertirse en una institución mundial, en esa mercancía

escandalosa; le importaba sólo la sonrisa que brota

natural en las comisuras; tenía inteligencia genuina para

moverse en un campo de juego, no para negocios petroleros,

vínculos con poderosos y el afrodisíaco dinero:

cuando renuevan su contrato en Botafogo y le consultan

cuánto aspiraba ganar, respondió: “de lo mínimo, a

lo máximo…”.

Mané añoraba su pequeño pueblo rodeado de cerros,

casas modestas y habitantes auténticos; los ríos,

las cascadas y las aves. Ese lugar donde en solitario

aprendió “a ser humilde, coser y jugar al fútbol”. No

entendía de grandeza, comunicaciones y exposición

mediática. Lo suyo era iluminar de belleza los minúsculos

senderos del paraje derecho, imaginando que se

entretenía con “garrinchas” en los arroyuelos y montes

de su comarca natal.

Desde entonces y hasta el fin de las épocas, en las

canchas del planeta, por el asombro de una causa inexplicable,

se encienden siete velas pegadas a una camisa

que planea. Es la herencia perenne de aquel prodigioso

hechicero de rodillas curvadas, que continúa concediendo

jolgorios cuando las reminiscencias colman de episo-

dios imborrables las mentes de los apasionados.

En la arena blanca de la playa brasileña, en dulces

potreros de infancia, hacia el atardecer, un balón imaginario

inyecta luz en las orillas rumorosas de sus habitantes.

Por ahí remonta placer Garrincha, elude al montaraz

olvido, al abandono, y a esa mala patria, la miseria.

¡La felicidad no ha muerto!

 

(c) Reinaldo E. Marchant


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