Así
me sentía, así estaba: sin palabras. El auto pasó a buscarme a las
seis. Sí, a las seis. Era un remise alquilado, dispuesto para mi a las
seis de la mañana. ¿Qué iba a hacer entre las seis y las once, cuando
llegara el avión? Llevar las revistas a las radios y a los canales
de televisión. En eso había quedado con él. Si salía bien,
festejaríamos con champagne. Si salía mal, tal vez comeríamos un
sándwich en algún lugar. El avión llegaría a las once, había que
ir a Ezeiza. Esperaría una hora, tal vez hora y media antes,
aburriéndome en el bar hasta tener la confirmación del horario. Mientras,
camino al aeropuerto el conductor me contaba su drama; su mujer y sus
hijos estaban lejos, de vacaciones, en la playa. Cuando ella llegara,
porque no la veía hacía dos meses se iba a separar. Para eso había
hablado ya con un abogado. Ella no sabía nada, los hijos tampoco. ¿Qué
disparate se le había ocurrido? No podìa estar lejos de ella tanto
tiempo. ¿Y por eso iba a destruir una familia? Le dije. Me miraba a
través del espejo retrovisor. Tal vez tuviera razón, dijo. Piénselo,
dije, no haga locuras. Entonces yo era una psicoanalista, lo estaba
asesorando, ¿tan fácil había sido escucharlo, decirle eso para que
cambiara de opinión? El hombre se quedó callado, seguramente pensando
en lo que habìa decidido apenas unas horas antes. Mis palabras lo
hacían pensar: no haga locuras, piénselo… ¿Cómo escribir lo que
ocurrió antes? Era de noche. El camino asfaltado nos llevaba por la
ruta y ahí empecé a ver todo: cada uno que salía de la casa y ataba el
caballo a la puerta del garage como si dos épocas transcurrieran
juntas; era de noche, y faltaba mucho para hacer el reportaje a ese
desconocido que llegaría en un avión, vestido de fama y de honores al
que no conocía, al que nunca había visto. Y para eso habíamos arreglado
todo: vestirse lo mejor posible, peinarse, estar antes en el aeropuerto
y lograr una nota, una buenísima nota porque había que festejar con
champagne el éxito de la revista. Y esto era algo que estaba
ocurriendo, íbamos de noche, por la ruta, había visto a varios hombres
en las puertas de su casa atando caballos en la puerta de los garajes,
seguramente estábamos en la provincia, y también había visto calles
inundadas, casas a las que les había subido el agua al techo y los
únicos que se salvaban eran los niños, tan niños, tan pequeños,
festejando en los techos, saludando y yo también saludaba porque ellos
se habían salvado del agua…
El visitante llegó una hora después,
el avión se había retrasado. Al verlo me pareció que tenía una actitud
de conquistador que llega a nuevas tierras: Francisco Pizarro pisaba
América. Lo saludé, me saludó, eso fue todo. Mis palabras fueron: le
voy a hacer una entrevista. Francisco Pizarro – lo llamaré así – no contestó. Nos dirigimos, yo pensaba, al remise que estaría esperando afuera. Pero
no, todo era tan raro que de golpe se había hecho de noche, afuera del
aeropuerto y alrededor todo estaba oscuro, apenas iluminado con algunas
estrellas. Un auto estaba esperando a Pizarro y el remise que
debía esperarnos se había ido. Tal vez el conductor iba a buscar a su
mujer y a las hijas a la playa lejana. Pizarro indicó el auto como
si yo supiera lo que me decía: dentro del auto estaba una mujer y otra
pareja, la radio a todo lo que da tocaba música de tango. La mujer y la
pareja comían trozos de sandía y el chofer esperaba que Pizarro y yo
nos acomodáramos. No tuve más remedio que pensar que todos eran
extranjeros: querían escuchar tangos en Buenos Aires y querían
hacérmelo notar, que yo supiera que a ellos les gustaba esa música y
que también comían una fruta como la sandía porque era verano y se
acomodarían a cualquier cosa que les ofreciera la gran ciudad. Ya
estaba en el baile y había que bailar. El auto disparó por la autopista
y me pregunté hacia dónde. Yo tenía otros planes en mente: hacer la
entrevista, editarla, llevarla a la revista y de ahí seguir y a otra
cosa. Pero después de unos diez minutos el auto se detuvo en una
especie de restaurant. Pizarro seguia mudo, y yo pensaba en las
preguntas que iba a hacer para que la entrevista saliera lo mejor
posible. En el lugar, todo se había dispuesto como un espectáculo.
Parecía más una pulpería antigua, hecha a propòsito para turistas. Nos
sentamos, pedimos un cafè, bebidas. Y entonces apareció el mago y se
dedicó a hacer sombras, animales en una pantalla. Eran sombras
chinescas y afuera, por la ventana se veía la noche azul, oscura, como
en un cuadro. Y yo me preguntaba qué estaba haciendo ahí, en ese lugar,
con una entrevista y mil preguntas en la mente, cómo explicaría lo
ocurrido, cómo explicarme a mí misma esa situación…
- ¿Otra vez
escribiendo? – preguntó él, varias horas después que Pizarro, la mujer
y la otra pareja llegaron a un hotel céntrico y yo me fui tan
desconcertada como lo había estado a partir de la llegada del
personaje.. - Sí – otra vez - Me imagino que habrás hecho una buena entrevista, el personaje daba para mucho. - Sí, tal vez - Lo decís dudando… - Es que … no sé, cómo decirlo… -¿Por qué? - Es un personaje que no habla. - ¿Y entonces? - Nada, entonces, nada. No dijo una sola palabra desde que pisó Buenos Aires. -¿Qué hizo? - Escuchó música de tango y comió sandía. - ¿Y no podés escribir algo sobre eso? - Lo estoy haciendo - Quiero leer la nota esta tarde, apuráte.
Era cierto. El personaje no había dicho una sola palabra y yo me había
olvidado de relatar algo: durante el viaje desde el aeropuerto hasta el
hotel, antes de llegar al restaurant nos encontramos con unas ovejas.
No eran ovejas comunes, eran azules, verdes, de color naranja. Algunas
estaban esquiladas y envueltas en lanas de colores brillantes,
fosforescentes. Pizarro y la mujer se empeñaron en tocarlas. Las
ovejas, muy contentas cruzaban el camino de un lado a otro. Y era
entonces que nadie tenía palabras para explicar lo que ocurría. Y por
eso escribo, por eso escribí esto, para dar testimonio. Porque hacer la
nota con ese personaje mudo fue imposible, no dijo una sola palabra. Y
tengo que cumplir, entregar la nota como sea, esta tarde es el cierre
de la edición, y seguramente no habrá champagne como habíamos planeado,
tal vez un sándwich, tal vez, quién sabe.