El muro
Los
castores de Tierracalma jamás habían tenido peleas entre sí.
Cultivaban
sus tierras, recorrían a pie los caminos que iban de sus hogares a
sus trabajos, o se saludaban de una bicicleta a otra; enviaban sus crías
a la misma escuela y hasta tenían un pequeño estadio de fútbol.
El
fútbol era lo que más unía a la aldea, porque cada domingo la selección
del Este jugaba un partido contra los representantes del Oeste. Cuando
eso sucedía, se daban tres posibilidades:
a) Si el Este ganaba,
sus habitantes le hacían bromas a sus vecinos durante un par de días
o más, según lo abultado del tanteador.
b) Si el Este perdía,
sus simpatizantes recibían las burlas del otro lado de la colina.
c) Si el final del encuentro
era un empate, se hablaba más del tiempo y de la cosecha y, luego,
de quiénes habían estado más cerca del triunfo.
Pero
en cualquiera de los tres casos, lo que reinaba en la aldea era la simpatía
de los pobladores, que sabían que la “rivalidad” entre Este y Oeste
era una parte más de la diversión; un juego con que los adultos descansaban
de las labores, así como una ronda o una carrera era el modo en que
las crías se distraían después de una semana escolar.
De
un modo extraño, justamente el fútbol fue lo que comenzó a dividir
al pueblo. El fútbol, combinado con una gran tormenta.
Ocurrió
que un lunes por la mañana llovió más de lo habitual. Suavemente,
pero con firmeza. Una. Dos. Diez horas.
En
la noche explotaron truenos espantosos y en la madrugada del martes,
la radio anunció un alerta meteorológico, es decir, una aviso para
tener cuidado y saber qué hacer si el mal tiempo continuaba.
Durante la jornada, el agua cubrió las calles, llegó a la puerta de
muchas casas y a los dormitorios de algunas.
El
miércoles faltaron a sus empleos casi todos los castores que vivían
en el Este y llegaron a la escuela sólo los pequeños del Oeste, que
era el lado más alto de la colina. Por suerte para el pueblo, además
de la escuela, la mayor parte de los sembrados estaban en esa zona.
Aun el mismo estadio se había construido allí, en la única superficie
perfectamente horizontal de toda la aldea.
El
jueves ya había familias enteras que esperaban auxilio en el techo
de sus viviendas. Pobladores del Oeste hospedaron a familiares o amigos,
hasta que el tiempo mejorara. Para muchos, la escuela se convirtió
en un nuevo hogar.
Parecía
que todo sería cuestión de resistir unos días, pero la inundación
se prolongó por más de un mes. El desastre era tan grande, que hasta
el pueblo vecino hizo llegar, en botes, la ropa seca, colchones y alimentos
reunidos para ayudar a aquéllos que habían perdido hasta lo más mínimo.
Y a tanto llegó la desgracia, que se dispuso que hubiera un gobernador
para cada lado de la colina.
Finalmente,
cuando el agua bajó, los aldeanos volvieron a sus campos. Pero nada
fue igual que antes: techos volados, paredes derrumbadas, cosechas arruinadas
y la tierra convertida en un pantano estéril. Todavía después de
meses enteros de trabajo duro, las cosas no mejoraron.
Entonces,
algunos decidieron abandonar el hogar y mudarse al otro lado de la colina,
para que nunca más los sorprendiera otra catástrofe.
El
Oeste había continuado adelante y no sólo había salvado la cosecha,
sino que ya estaba sembrando para el resto del año.
En
la evacuación de la zona inundada, a una familia le siguió otra. Y
otra. Y otra más.
Como
del otro lado de la colina ya nadie se acordaba de que alguna vez había
llovido tanto, la vida allí seguía con normalidad. Y por lo tanto,
también los partidos de fútbol.
Entonces
sucedió algo que nadie quería: el Este comenzó a escuchar de otro
modo las burlas del Oeste. Lo que en un principio había sido una broma
por alguna mala jugada o un penal errado, se mezcló con la mala suerte
en las cosechas y lo inútiles que habían quedado los campos del rival.
Cada domingo, al final del partido, los campesinos se trenzaban a puñetazos
en las calles. Poco a poco, las cosas se fueron confundiendo hasta llegarse
a pensar que el equipo que ganaba un juego (y los campesinos simpatizantes
de ese equipo) eran los mejores en todo: en el fútbol, el trabajo,
el estudio, el hogar… Así, el Este quedó enfrentado con el Oeste
por una tontería.
Mientras
esto ocurría, los pobladores de Tierracalma inundada seguían cruzando
al otro lado para llegar a sus labores, su escuela, seguir visitando
a sus familiares y amigos. Sin embargo, cada vez era mayor la cantidad
de castores que se quedaban en el lado alto, para tratar de hacer allí
un nuevo hogar y comenzar una nueva vida.
Por
lo tanto, el gobernador del Este pensó que si todo el pueblo se iba,
no habría a quién cobrarle los impuestos. Y, por su parte, el gobernador
el Oeste comenzó a temer que su lado de la colina fuera invadido y
la cosecha no alcanzara para alimentar a tantas bocas.
Un
día, de la noche a la mañana –nadie supo cómo apareció- toda Tierracalma
amaneció dividida por un muro altísimo, vigilado de ambos lados por
topos armados.
A
medida que se repetían los intentos de cruzar en cualquier dirección,
el muro fue rodeado con gruesos alambrados de púa y profundas zanjas
de agua sucia.
Y
tanto tiempo se mantuvo esta situación, que llegaron a nacer castores
que no pudieron vivir con sus hermanos, y abuelos que no conocieron
a sus nietos.
Al
cabo de unos años, los aldeanos debieron resignarse a no volver a ver
a los familiares y amigos que habían quedado al otro lado.
Hasta
que una noche, el gobernador del pueblo vecino se enteró de lo que
pasaba e invitó a todos los habitantes de Tierracalma a pasar por un
costado del muro, a través de su territorio.
Así
fue que, sin que los guardianes pudieran impedirlo, las grandes familias
volvieron a reunirse; padres, hijos, nietos, primos, amigos…
Y
para celebrarlo, el Este y el Oeste jugaron un partido de fútbol. Lo
empataron a propósito, para que nadie hiciera bromas. Después se abrazaron
y, seguidos por todo el pueblo, cada uno provisto de martillo, pico
o pala, se dirigieron hacia el muro hasta quedar de frente a la vigilancia.
Los
topos se miraron entre sí, pensando que su hora había llegado y cerraron
los ojos, dispuestos a morir. Esperaron en silencio. Un minuto. Dos
minutos. Tres minutos… Cuando alzaron los párpados nuevamente, se
encontraron con los castores más pequeños de la aldea, que les estaban
ofreciendo una flor.
Carlos Marianidis
Nota del
autor:
Un muro
como el de este cuento existió realmente, hace mucho, en Alemania.
Se construyó en 1961, dividía a toda la ciudad de Berlín y estaba
vigilado por soldados que le disparaban a quienes intentaran cruzar
de un lado a otro. Finalmente, el muro
fue destruido a martillazos –como el de esta historia- por los habitantes
de la ciudad, en 1989… ¡veintiocho años después!
© Carlos Marianidis sobre el autor: ver espacio de autor
imagen: mural punk, Hamburgo, 1986-crédito: Araceli Otamendi
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