En la ciudad de Buenos
Aires, en una de las cuatro esquinas que forman las calles Viamonte y Libertad,
hay un árbol enorme. Un gomero. Su copa es tan frondosa, que en el invierno le
da abrigo a cientos de gorriones y en verano, hombres, mujeres, chicos, perros
y gatos se sientan en círculo a descansar bajo su sombra.
Como no podía ser de otra
manera, para soportar el peso de tantas ramas y hojas, el gomero posee un
tronco muy grueso y una poderosa raíz, dividida en miles de “sogas” marrones y
verdes que se atan a la tierra una y otra vez para que el árbol no se tambalee
ni con los vientos más fuertes. El tamaño de la raíz entera es tan grande como
el de la copa, pero nadie lo nota, porque está (¡qué novedad!) toda debajo del
suelo. Apenas una parte sobresale allí, donde se une con el tronco y forma una
maraña de nudos y huecos oscuros como pequeñas cavernas.
En uno de esos huecos
vivía Macedonio.
Macedonio era un mantis,
es decir, uno de esos bichitos verdes, largos, flacos, feísimos, de andar lento
y misterioso, que al menor ruido parecen juntar sus manos como para rezar.
Pero éste no era un
mantis cualquiera. No, señor. Macedonio era músico.
Es cierto: él no sabía
nada de pentagramas, ni de fusas ni de corcheas; sin embargo, algo en su alma
se transformaba cada vez que escuchaba una melodía que le agradaba. Lo había
descubierto aquella mañana en que dos jóvenes se sentaron cerca de su cueva y
desenfundaron unos instrumentos que él jamás había visto; algo así como
guitarras muy grandes que colocaban entre las piernas y en vez de tocar con una
mano, lo hacían pasando sobre las cuerdas un palito de madera.
Gracias a la muchacha
–que era la que más hablaba-, Macedonio se enteró de que los que sonaban tan
deliciosamente eran violonchelos, que los músicos estaban practicando
para un concierto y que la melodía que ensayaban era de un señor llamado Bach.
Hasta ese momento,
Macedonio sólo había oído la radio, algún casette, alguna persona que pasaba
silbando o tarareando, e ignoraba que una música así pudiera existir; esa
vibración que abrazaba todo su cuerpo era algo nuevo que no podía entender. Y
lo más maravilloso fue que por primera vez en su vida, Macedonio supo lo que
era llorar: sin saber qué estaba sucediendo, sintió que dos lágrimas iban
empujando hacia afuera desde sus ojos, hasta salir, caer y hacer ¡plop! sobre
el polvillo que cubría la entrada a su gruta. ¡Ah, eso era la música!
¡Cómo deseaba aprender a tocar así!
Asombrado, sorprendido,
intrigado, Macedonio se acercó a los músicos y se acomodó detrás de un trébol.
Desde allí, con sus manos en posición de oración, disfrutó de media hora de la
más delicada armonía que hubiera podido imaginar hasta que, finalmente, los
jóvenes se pusieron de pie, guardaron con mucho cuidado sus relucientes
instrumentos y, de la mano, cruzaron la calle y entraron en un gigantesco y
antiguo edificio.
Esa noche, Macedonio
apenas pudo tratar de descansar, pensando en todo lo que había ocurrido y soñó
–entre despierto y dormido- que él daba un concierto de violoncheloante
un numeroso público que lo escuchaba en respetuoso y emocionado silencio.
Al día siguiente, apenas
vio que el cielo comenzaba a ponerse anaranjado con el amanecer, trepó
unos metros por el tronco del gomero, para ver mejor si aparecía nuevamente la
pareja.
- ¡Buen día, Mace! ¿Qué estás haciendo por
estas alturas? –lo saludó Anita, la langosta, mientras aserraba con la pata un
trozo de hoja para el desayuno.
- ¿Eh...? ¡Ah, hola, Anita! Me asustaste.
Estoy buscando a dos personas que estuvieron aquí ayer, haciendo música.
- ¿Los de los guitarrones?
- ¡Sí, sí, esos mismos!
- No los conozco. Es la primera vez que los
veo.
- Yo no. Yo los veo todos los días –gritó,
desde más arriba, Nuria la araña.
- ¿De verdad?
–levantó la vista Macedonio, esperanzado.
- Por supuesto.
Tocan en el teatro que está aquí enfrente, el Colón. Pero falta
mucho para
que vengan.
- ¿Y cómo sabés a
qué hora van a llegar?
- Es fácil. Cuando
el resplandor del sol dé en el octavo hilo de mi telaraña, será
el
momento. Nunca
fallan.
Anita invitó a su mesa a los vecinos y, luego de comer algo, los tres se
dedicaron un largo rato a mirar el reloj de sol de Nuria.
Por fin, el instante llegó y –tal como la dueña del reloj lo anunciara- los
concertistas aparecieron.
La araña, la langosta y el mantis, sentados en la misma rama, escucharon la
hermosa melodía del día anterior, la cual ya comenzaba a grabarse en los oídos
de Macedonio, que tenía excelente memoria.
De ese modo, diariamente, Nuria y Anita -desde las alturas del gomero- fueron
testigos de cuánto amaba la música su amigo y, a la vez, cuánto sufría por no
poder hacer música él también.
Pasó el tiempo. Y una noche fría, muy tarde, Anita voló frente a la casa de
Macedonio y vio a éste dar vueltas y sollozar alrededor de una cáscara de maní
con forma de número ocho, para luego alzarla con muchísima dificultad y
colocarla entre sus patas, como hacían los músicos con sus violonchelos.
- ¡Eh, Mace! ¿Qué
estás haciendo?
El mantis, descubierto, soltó enseguida su “instrumento”, que cayó y quedó
dando vueltas en el suelo, como un trompo.
- No... nada...
¿Qué necesitás?
- ¿No tenés
alguna maderita que te sobre? Se me está apagando el brasero y no me queda leña
seca.
Macedonio miró de reojo la cáscara y contestó amargamente.
- Llevate eso...
A mí no me sirve.
Anita
cargó el maní sobre su espalda y se fue lentamente, preocupada por su vecino.
- ¡Gracias, Mace!
¡Sos muy bueno!
A los pocos minutos, en otra parte del árbol, Nuria sintió una vibración sobre
su tela: alguien estaba caminando sobre ella.
- ¿Quién es?
- ¡Soy yo! –dijo
Anita en voz baja, para no despertar al vecindario.
- ¿Qué pasa?
- Vine a verte,
porque se me ocurrió que le podríamos dar una sorpresa a Mace para que
vuelva a estar alegre como antes.
- ¡Uy, pero yo no
tengo qué regalarle! –se lamentó la araña.
- ¡Estás
equivocada! Solamente vos me podés ayudar. Acompañame a casa.
Y allí se fueron. Anita entró primero y enseguida salió empujando la media
cáscara de maní.
- ¿Qué te parece?
–preguntó.
- ¿Qué me parece qué?
–preguntó a su vez Nuria, sin entender.
- Ah, sí. Me
olvidé de algo –se corrigió la langosta y volvió a meterse en su casa para
salir esta vez con dos fósforos de madera-. Ahora sí está todo... ¿qué tal?
- ¿Qué tal... qué?
- ¿Cómo qué?
¡El violonchelo! ¡Le vamos a fabricar un violonchelo a Mace!. Aquí está la
caja, el palo grande para sostenerla, el palo chico para tocar...
- ¡Sí, qué fácil!
¿Y cómo lo encolamos? ¿Y la cerda para el arco? ¿Y de dónde sacamos las
cuerd...?
Y antes de terminar de decir cuerdas, Nuria se dio cuenta de que su
amiga había tenido una idea genial.
- ¿Ahora entendés
por qué sos la única que me puede ayudar? –preguntó Anita, con una sonrisa de
antena a antena.
Y esa misma noche, aprovechando que había luna llena y se veía bien, Nuria
pegó las partes
del violonchelo de la manera como unía la tela en que vivía y, con igual
cuidado, hizo cuatro cuerdas reforzadas y las colocó –bien tirantes- a lo largo
del instrumento, mientras Anita afinaba el fósforo chico para armar el arco al
que (ya con el sol sobre el horizonte) le soldaron entre las dos un manojo de
hilos delgadísimos y plateados. Y antes de que el mantis despertara, ambas
dejaron el regalo en la entrada de su cueva, con un ramillete de manzanillas y
una tarjeta de alelí.
Después de varios días, los dos concertistas siguen sentándose bajo la sombra
del gomero, pero ahora todos los animalitos del árbol bajan apurados a ocupar
los huecos libres del tronco y las raíces, porque los violonchelos que
ensayan son… ¡ tres!
. . .
Nota:
Si alguna vez vas
al Teatro Colón, fijate en el programa. Al final de la formación de la orquesta
estable, en letra chiquita, dice: