Carlos Almira Picazo Nació el 31 de mayo de 1965 en Castellón de la Plana, España.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva ...
EUROPA
Querida madre: no te preocupes, estoy bien y sabré cuidarme. En cuanto pueda
volveré a verte, y tal vez estarás orgullosa de tu hijo.
Supongo que os habrán llegado rumores sobre mi locura. No hay tal. Yo he
descubierto un cuerpo celeste, que de momento, por mis cálculos y
observaciones, considero un planeta, y al que he llamado “Europa”, en honor a
nuestro siglo y a las esperanzas que hoy los sabios y los estadistas dicen
depositar en la Razón.
No os preocupéis por enviarme dinero. Si lo necesito, ya os escribiré. De
momento, aun guardo casi toda la asignación que tan generosamente me
proveísteis para Edimburgo. Llevo una vida austera, y sólo pienso en los
libros, los manuscritos (algunos raros y caros), y dos o tres aparatos
sencillos que necesitaré para proseguir mis investigaciones.
En cuanto esté en París buscaré un hotel sencillo y modesto, y os enviaré mi
dirección. No sé cuánto tiempo me quedaré allí. Todo depende de cómo reciban
mis ideas.
He oído que en Francia están, hoy por hoy, las mentes más lúcidas de Europa
y los mejores sabios. Ya veremos. De momento, no me hago ilusiones ni me
desespero. Si no es aquí, será en otra parte. Hasta hace unos años Francia ha
sido nuestra principal rival y enemiga en el continente y en las colonias. Si
entráramos de nuevo en una de nuestras absurdas e interminables guerras, tal
vez no será el mejor lugar para albergar a un escocés fiel a la Corona. ¿O sí? París es
tan grande que uno puede perderse en él como un botón en un costurero.
Os escribo desde una taberna del puerto de Cardif. Londres sigue siendo un
lugar abominable, espantoso, donde no me quedaría ni una semana aunque me
invitaran a explicar mi descubrimiento en un ciclo de conferencias. No me
explico cómo nadie sano, necesitado de aire puro y comunicación, puede vivir
entre estas paredes renegridas, por donde se deslizan ratas grandes como
caballos, e incluso el cielo, rara vez despejado, resulta negro y hostil.
Espero no marearme en el barco. Si hace buen tiempo, tal vez tome algunas notas
sobre Europa desde la cubierta.
No hagáis caso de las habladurías (la más absurda de todas mis
elucubraciones es más cierta que el supuesto y tan cacareado sentido común de
esos sabios). Es verdad que mi nuevo planeta es invisible, pero sólo para el
ojo humano. Yo también soy humano, pero he percibido su presencia con tanta
claridad como la gente percibe la presencia del sol a mediodía, sol que, como
saben hasta los niños, nunca debe mirarse. Nadie mira el sol, lo que es lo
mismo que decir que para el ojo humano éste es invisible, pero nadie cuestiona
su existencia. ¿Por qué entonces cuestionan la de mi planeta? Sólo se me
ocurren dos razones posibles, también muy humanas: la envidia y la
incomprensión de lo nuevo.
Estoy dispuesto a arrostrar todas las burlas y dificultades que esos señores
y otros me pongan en el camino. Al final la verdad prevalecerá, y veremos quién
tiene razón, aunque tenga que dedicarme el resto de la vida que Dios me tenga
preparada a defenderme de las burlas y las mofas.
Un hallazgo de esta índole (me imagino a Colón, incrédulo, a punto de
descubrir América, al borde de un mundo nuevo y desconocido, cuando vio el
primer pájaro, la primera tortuga, el primer trozo de madera tallada flotando
en el agua del Caribe todavía invisible, como una visión sepultada por la
bruma), un descubrimiento así, implica necesariamente una cierta dosis de
locura. Ni yo mismo sabría explicar por qué aquella mañana, en los Jardines
Reales de Edimburgo, levanté la cabeza y miré al cielo. Por supuesto, fue una
premonición, ¿pero qué es una premonición, una intuición, un anticipo del
Futuro? Como cuando alguien nos mira de espaldas y sentimos que nos golpea con
su atención, casual o furtiva, y nos volvemos con un ansia irreprimible como si
nos hubiesen violado con los ojos, unos ojos desconocidos. Padre y madre,
entonces yo vi el cielo puro, azul y desierto sobre mí: cualquier astrónomo
aficionado sabe que en pleno día es poco menos que imposible ver cuerpos
celestes, porque la claridad del sol los oculta, los disimula, los vuelve
invisibles. Pero yo tenía, tengo la ventaja de que mi planeta es ya invisible,
por lo que nada lo puede ocultar porque no hay nada que ocultar: o mejor dicho,
sí que hay, pero no para el ojo humano.
Con todo, distinguí su vibración como una burbuja de jabón que flotara en
medio del éter, como si el éter se hubiese adentrado, intruso del Universo, en
nuestra atmósfera. ¡Y allí estaba Europa! Al principio, como es natural, pensé
que se trataba de una alucinación, un espejismo, tuve que sentarme y frotarme
los ojos, y dudé bastante antes de volver a levantar la cabeza: intuí, tal vez
temí, que ese gesto encerraba mi destino.
¡El clíper! Queridos padres, debo embarcar ahora: terminaré esta carta en
París, y espero que podré daros buenas nuevas. Hasta entonces, un abrazo, y
paciencia.
El viaje fue desastroso. Con mal tiempo, oscuro y helado, no pude siquiera
asomarme a cubierta. Pasé las tres horas largas que duró tumbado en mi cabina,
deseando perder el sentido. ¡Pero al fin he llegado!
El viaje por Normandía me ha devuelto el optimismo. La gente es recelosa,
dura, avara, pero el bosque, los acantilados, los ramilletes de caminos entre
granjas y alquerías, lo compensan sobradamente. Luego París. Comprendo que haya
jóvenes (y no tan jóvenes), que se arruinen, que se pierdan en sus delicias. Yo
no he venido a eso, pero no puedo ser indiferente a su clima, su especie de
felicidad, de ligereza; el Sena, los paseos, las terrazas y los bailes públicos
que aquí se celebran con cualquier motivo. Hay, además, el halo de Versalles,
que se desparrama si se me permite la expresión, aquí como una canción frívola,
con frufrú de seda.
El mismo cochero me indicó una pensión aceptable. Un hombre de Ciencia como
milord, dijo, querrá un sitio tranquilo, cerca de la Sorbona. La Sorbona,
le iba a responder, no me importa nada pero la tranquilidad sí, pero no hubiera
sido verdad: ¿no fue aquí donde la
Teología floreció, entre goliardos y estudiosos alemanes,
italianos, y españoles, e incluso irlandeses? Yo no hubiera sufrido en aquella
época bárbara, en que se buscaba destilar el oro y el elixir de la
inmortalidad, la sabiduría alquímica del cosmos. Un escocés que ha descubierto un
planeta invisible hubiera merecido más respeto y comprensión en aquellos siglos
de hierro que en nuestra edad de la
Razón.
Por cierto, desde que me instalé no he oído hablar de otra cosa que de las
amantes de Luis XV, las maravillas y encantos de Versalles, espejo del Mundo; y
de las guerras contra nosotros amparadas en esos horribles Pactos de Familia.
Me he visto empujado a disimular más indiferencia de la que siento por estos
asuntos; y, como suele hacerse, me acomodo a la imagen inocente y un poco simple
de sabio, o sea, de trasterrado, que se han fabricado de mí para tratarme
mejor: salgo apenas de mi cuarto, limpio y modesto, con una ventana cuadrada
abierta a una callecita desierta, y doy largos paseos con el pretexto de
pensar: las manos engarfiadas a la espalda; la peluca, obligada, descolocada al
albur de ramas y cocheros; el reloj relumbrando su cadena pomposa en el
vientre; la espalda curva sobre la luna del empedrado (llueve desde que llegué,
día y noche, con una persistencia sobrenatural); hasta el Sena, por el puente
nuevo, Pont Neuf, desempolvo mi francés; hasta el Bosque de Bolonia donde se
exhibe lo mejor y lo peor, pavos reales y zorros; celoso de lo único que poseo,
mis impresiones, bajo una pátina de exiliado de las nubes. Ordeno mis datos y
mis notas, Europa, tal vez soy el único ser humano que posee un planeta,
preparo con mimo nuevas observaciones, mientras engullo sin mirar lo que como
ni a mis compañeros, en cualquier figón cuanto peor mejor, donde el tufo a
fritorio y a vómito y las groserías me echarían para atrás desde el principio
de la calle, si no fuera porque en realidad me importan poco. Es un mito que en
París se coma bien, padres, pero es la ciudad más feliz que he visto hasta
ahora. Si Mazarino supiera que he venido a robarles un planeta.
No puedo librarme desde que llegué, desde que crucé los restos desmoronados
de murallas que se encabalgan sobre el Sena, entre castillos y arboledas, de la
dispersión de espíritu propia de los enamorados: mis cinco sentidos se han
vuelto literalmente autónomos desde entonces, y no hay color, ruido, perfume ni
superficie que no me reclame con éxito: desde un pobre caballo que resbaló
arrastrando un carro de verduras, a mi entrada, y que el conductor sacrificó
maldiciendo, golpeándole la cabeza (¡qué grande, maciza, pesada, noble, digna
de un bronce de la Guerra
de Troya!),con un vulgar adoquín; hasta el simple puesto marchito, nauseabundo,
de una florista buscona; o el agua encenagada verde veneciano, casi
sobrenatural; y las mansardas lúgubres de los poetas y las lavanderas; las
estatuas ecuestres de reyes gordos, felizmente olvidados y confundidos,
embutidos a duras penas en feas corazas, entre castaños desdeñosos, a merced de
niños y palomas incontinentes. ¡Perdonadme si soy prolijo, yo que he venido a
observar, un mero pelele de mis sentidos! Y acabo: una señora vestida como para
pasear por los jardines del Luxemburgo, gorda y etérea como un interminable
minué, armada con un quitapolvos y un cesto atiborrado de ropa, inclinada
peligrosamente sobre un patio infestado de gatos y perros, (ojo ciego que me ha
recordado por primera vez Londres), un saltimbanqui sobre un tendedero.
Ayer al fin, me decidí a visitar al mejor astrónomo de Francia. No en la Academia que supongo nido
de víboras, sino en su propia casa, semejante a un hojaldre, en medio un
arrabal arbolado y tranquilo. Era domingo. El criado me hizo esperar en una
silla incomodísima, rodeado de espejos y relojes y cuadros incomprensibles,
mientras Monsieur Dupresnay se desayunaba interminablemente en algún cuartito
recóndito ante el muro cerrado de algún jardincillo, halagado y molesto por
tener que disimular con malos modos su alegría. Al fin me hizo pasar y fue
hasta mí rodeando su macizo escritorio, la mano tendida, con una fría cortesía
desdeñosa, propia de quien flota en los Empíreos. No recordaba mi nombre,
recogió mis cartapacios y me despidió pronto prometiendo estudiarlos, ¡en qué
cajón o desván habrán acabado como golosina de los ratones! Todas mis
ulteriores tentativas de entrevistarme con él se han estrellado con misteriosos
viajes por Polonia, por Rusia, por la luna. El resto de eminencias ha cerrado
filas con Dupresnay, como era previsible.
Querida madre: ayer, en otro ayer, miraba las estrellas calculando las
dimensiones y la trayectoria de Europa por enésima vez (que aquí se percibe
mejor ciertas noches claras), cuando presentí a alguien a mis espaldas. Una
criadita risueña, menuda como un maniquí, escapó riendo escaleras abajo. Pero
al cabo volvió, ha vuelto cada noche, con una bandeja de galletas y té (¡té a
las doce de la noche!), y al fin, se ha quedado. Se llama Paulete. Ya planeaba
irme a Alemania. ¿Pero no es igual el mundo en todas partes?
No vine a París a por amor, ni siquiera diversión. Uno encuentra lo que no
busca y resulta que es lo que necesitaba, o había perdido. Yo os he perdido a
vosotros, mi país, mi mundo, y he encontrado a Paulette. ¡No estoy comparando
nada! Lo único que permanece es mi necesidad. Y, en todo caso (es como si
necesitara justificarme, por algún temor futuro que me acechara), no os he
cambiado por nada. Sólo el Destino.
Paulette es de Alsacia, de las montañas. ¿La ha hecho París, donde sirve
desde su niñez, frágil, menuda, delicada pero rápida y dura? Me he enamorado en
primer lugar de sus pasitos rápidos, de pájaro, de gorrión; luego la he visto,
la he descubierto, el amor es un descubrimiento inesperado, repentino: su cara
pequeña, sus ojos redondos, negros, y el pelo recogido en una cofia que, al
desplegarse, semeja trigo, me recuerda el centeno de mi Inglaterra. ¡No penséis
que la he tomado como concubina! Si aún no nos casamos es porque antes espero
vuestro conocimiento y aprobación. Ella no sabe de sus padres desde que llegó a
París, con una tía vieja que ya ha muerto, a la que visita a veces en el
cementerio (llena de orgullo porque está enterrada a cincuenta pasos exactos
¡los ha contado! de Rabelais). Así que nos une también la soledad de los
trasterrados.
Paulette no entiende nada de planetas ni de Física, pero me anima y se burla
conmigo, balanceando los pies en un embarcadero o un puente sobre el Sena,
mordisqueando una brizna de trigo loco entre los dientes minúsculos, perfectos,
de los profesores, académicos y sabios de Francia y de Europa, que corren
empolvados, gotosos o escuálidos, detrás de las princesas, con sus caras de
coliflor y sus esperanzas puestas en una cátedra en París o al menos, en
Lovaina. ¡No ha cambiado nada desde la Edad Media!
Ayer fuimos a Versalles. Un guardia imponente nos cerró el paso a los
jardines porque estaban preparando fuegos a artificiales para esa noche. Pasó
una carroza de ensueño con la flor de lis estampada en la portezuela,
herméticamente cerrada. Los parterres de rosas y aciano perfuman el aire
encantado por el rumor de las fuentes, que, por cierto, he visto pintado en el
Palacio del Luxemburgo por un tal Watteau. ¡También el arte le interesa ahora!,
pensaréis. ¿Pero qué no es arte aquí? Lo que más me ha indignado, entristecido,
es que esta noche el cielo estará manchado, emborronado de pólvora, para
diversión de esos ociosos que jamás cejan en su cháchara, y que se embelesarán
con esos otros jardines, espejismos, y no podremos ver Europa. Paulette se
sienta junto a mí en la ventana amansardada de la buhardilla por la que he
cambiado hace días mi antigua habitación, y que además de salirme más barata
(¡como si nos importaran a estas alturas un ratón o una escalera más o menos!),
nos sitúa de golpe sobre los tejados, ante una página inédita del firmamento de
París. Mientras yo hago mis cálculos, compruebo la trayectoria y la distancia
que ha seguido Europa las últimas veinticuatro horas, Paulette permanece en
reverente (hilarante) silencio, se levanta y vuelve a sentarse, trajina a mis
espaldas procurando no hacer ruido, vuelve junto a mí con pasos de gato, con
una felicidad contenida tal que es imposible ignorarla, como las salvas de
cañonazos de Versalles. En represalia decidimos cerrar la ventana cuando
lanzaron aquel castillo de artificios y, riéndonos de nuestra travesura, nos
tapamos los oídos persiguiéndonos como dos granujas callejeros.
Padres, ya habréis leído entre líneas que tanta dicha no puede existir sin
una hebra negra: el dinero comenzó a acabárseme poco después de conocer a
Paulette. Para mí (y ella no lo entiende, ¡ella que jamás ha dudado de la
existencia de mi planeta invisible!), el dinero es tiempo: tiempo
imprescindible para pasear y reflexionar sobre mis observaciones; para dedicar
las mañanas a las colecciones de manuscritos e impresos de ciertos señores de
París y alrededores, que aún me abren sus puertas (¿Por qué son diletantes y
quisieran ser mecenas a destiempo?); y las tardes, que aquí se alargan lo
indecible a partir de la primavera, enhebradas por las primeras golondrinas, a
rebuscar por los libreros reputados o ambulantes, y en ciertos locales de
difícil denominación, todos los materiales y artilugios imprescindibles para
continuar mis investigaciones; ¡el dinero es el tiempo de los señores ociosos
que se pasan la vida enfundados en carrozas de caoba con escudos de armas estampados
en las puertas, lámparas en los postillones, cocheros borrachos adormilados
sobre los estrechos pescantes temblequeantes, atravesando jardines que no ven
ni huelen, ensueños, contemplando fuegos artificiales, y asistiendo a bailes y
conciertos, sin aportar una brizna de belleza o saber a la humanidad que les
regala, de la que toman por fuerza o consentimiento, todo lo que no necesitan!
¡oh, no creáis por estas palabras exaltadas que he abrazado las ideas
subversivas que empiezan a cundir aquí, los nombres nuevos que fulguran en las
tertulias de los cafés, de Montesquieu, Voltaire y últimamente un tal Rousseau,
el peor de todos, no me interesa la política, estoy convencido de que el orden
del mundo está condenado, corrompido, y la Naturaleza es una vasta
cárcel, una cámara fría, oscura y desolada! Pero la amenaza de tener que
venderme como un esclavo, aunque sea para dar clases (¡clases de inglés, de
historia, de aritmética, a niños impertinentes emperifollados como jueces, o
barrer descansillos o plazas, o afinar clavicordios, o tocar el violín en bodas
y misas de difuntos, o podar rosales y madroños, es en el fondo lo mismo!).
Pienso: ¡adiós Europa, nadie te va a prestar atención a partir de ahora, el
único ser humano que te estudiaba se ha hecho criado, preceptor, limpia calles
o jardinero o todas las cosas a la vez! Y, con todo, ¿es orgullo, pero se puede
ser algo sin orgullo?, me niego a pediros un céntimo: ¡poseo más que el Rey de
Francia, más que cualquier rey o príncipe de este mundo, más que el Papa, poseo
en exclusiva un planeta, pues sólo yo (y ahora también Paulette, a su modo),
creemos en él! Ahora será abandonado por falta de dinero, dejado a su suerte
flotando en el éter, invisible para siempre, como se suelta una bolla o se
corta una amarra con amargura, con rencor y con pena!
Paulette me asegura (pero no lo cree) que puede mantenernos un año, mientras
se me reconoce. Seré profesor, quién sabe si académico. Tal vez debiéramos
irnos a Alemania, ¡o mejor a Suecia! Arranques absurdos de desesperación me
arrojan a los parques donde las niñeras huyen asustadas y los guardias me miran
con recelo ¡pero me importa un bledo toda esa gente! ¡Paulette, cómo viajar sin
dinero, sin él somos troncos plomizos, pedruscos, fantasmas atados al suelo por
la gravedad, anticipos de cadáveres que el viento se niega, con razón, a
acarrear sin objeto de un lado a otro! Por otra parte, la necedad es la misma
en París, Edimburgo, Munich, Cracovia o Estocolmo. Quien se ha perdido en un
punto, en un palmo cualquiera de este mundo, se ha perdido en todos, para
siempre. Además, ¿qué sería yo si aceptara tu dinero? ¿Qué se es sin orgullo?
Mi Paulette, ahora fingirá que reconoce mis razones, que cede, y sin que yo me
dé cuenta, engrosará mi bolsa con sus monedas de cobre ganadas soportando
groserías y fregando escaleras mugrientas, ¡y yo tendré que fingir que no lo
veo y no lo sé aunque lo sé de sobra, y que no me asombro de nada! ¿Pero qué se
es sin humildad? Tal vez después de todo no esté todo perdido aún.
Para consolarme Paulette me ha regalado un gato. Por divertimento (sin
rencor) lo he llamado Rousseau. Me acompaña en mis expediciones sin objeto.
Duerme o finge que duerme, mientras yo miro las estrellas. ¿Qué espero
encontrar aún? Padres, ahora sé que no volveré. La muchedumbre será un día la
dueña (o mejor dicho, vivirá en esa ilusión), pero ese día aún está lejos. Lo
suficiente para mí. ¡Qué engañoso es todo! Una mañana desperté con una pierna
dormida. A duras penas conseguí ponerme los pantalones y los zapatos tan absurdos,
con esas hebillas cuadradas que se clavan en el empeine, y brillan como espejos
sin objeto. Paulette ya no estaba. Rousseau dormía y tal vez, soñaba. Al fin,
como os digo, conseguí arrastrarme a la puerta y bajé las escaleras, casi
colgándome de la barandilla, qué empinadas, qué retorcidas, qué interminables,
hasta la calle. Era la misma calle que cruzo, que emprendo todos los días, pero
ahora de pronto se había convertido en una avenida interminable, más larga que
la que recorrería de París a Bruselas la posta del Correo. Al cabo de una hora
larga alcancé al fin, tras mucho detenerme, avergonzado como un tullido que
usurpa un hueco en el mundo que ya no le corresponde, el figón donde suelo
desayunar; y cuando ya me faltaban pocos metros para llegar, veía la puerta
basta, grotesca, con su cartelón para analfabetos, a una distancia
inconmensurable, como la tortuga de Zenón, sentí entre mis piernas el
cosquilleo infantil y burlón de Rousseau. Me senté, rendido, y el gato se
encaramó en mis muslos como un escalofrío. Entonces experimenté por primera vez
el miedo a la inmovilidad de la muerte (otros la temen por el frío, la soledad,
la oscuridad, pero todas esas cosas ya las tenemos aquí y nos son tan
familiares, por más que las neguemos, en cambio podemos movernos o hacernos la
ilusión de que estamos vivos, es decir, que vamos de un sitio a otro). Me
entretengo en describiros prolijamente este episodio pasajero, a las pocas
horas recobré completamente el movimiento de la pierna, por esta razón: a raíz
de él se me ocurrió que mi planeta invisible se estaba acercando a nosotros y
que iba a estrellarse inexorablemente contra nuestro mundo, con la misma
naturalidad, fatigosamente, como yo había empujado la puerta de la taberna; tal
vez, conjeturé aquellos días, cuando irrumpa en nuestra atmósfera se haga
visible por un instante, (he calculado que su tamaño es aproximadamente dos
veces el nuestro); tal vez el calor de nuestra atmósfera, tras la vastedad
helada lo haga reverberar un instante, como un fósforo en el momento definitivo
de encenderse o apagarse. Suponiendo entonces que su mera proximidad no nos
haya aniquilado ya, alguien verá por última vez un extraño punto negro
reverberar en el cielo, surgido de la nada, como el sueño de un loco, de un
obrero de delirios y alucinaciones.
Me he abstenido de confesarle a Paulette mis temores, que ya son casi una
certidumbre. Cada noche ahora, al calcular su diámetro y su distancia,
compruebo que es más grande que la víspera, apenas unas milésimas de milímetro;
que crece y no gira ya alrededor del sol ni en la órbita de ninguna otra
estrella, sino que sigue una trayectoria rectilínea, se dirige directamente
hacia nosotros, tal vez desde el comienzo del mundo, desde el otro extremo del
Cosmos; hasta tal punto estoy convencido de ello, que he dejado de tomar notas
y de rebuscar, de hacer cálculos y anotaciones fatigosas, de escudriñar en
libros y manuscritos felizmente olvidados: lo inevitable ha vuelto
repentinamente absurdo y superfluo todo saber; el juego de un niño, el ir y
venir de Rousseau, el balanceo de un árbol en un ventarrón, el estrépito de un
cacharro, la voz destemplada de un borracho, el grito de una verdulera, el
fogonazo de un carruaje en el adoquinado, ¿qué es el mundo?
Ahora me paso el día tumbado. He colocado mi cama bajo la ventana, justo en
el ángulo donde cada noche aparece Europa, y me paso el día tendido, inerte,
perdido en pensamientos vacíos, ejercitando mis sentidos y mi atención para la Nada.
Padres, ya no nos veremos: quizás los enciclopedistas tengan razón y Dios,
el de las brumas de nuestra infancia, no sea más que un pobre relojero
desbordado por la complejidad de su artefacto, diabólico.
Mi único consuelo ahora (Europa ha multiplicado su tamaño por diez desde que
empecé esta carta), es la despreocupación de Rousseau, su inconsciente
felicidad, su alegría de vivir; la indiferencia divina con que vuelve de los
tejados, se encarama al alféizar y salta sobre el suelo disparejo, como si
fuera el primero y el último gato del mundo; su hambre voraz, inmemorial.
¡Pobre Paulette!
Últimamente se oyen canciones extrañas. Corren rumores. Los panaderos y los
aristócratas huyen o se esconden en los sótanos. Los sabios, por supuesto, han
sido los más sorprendidos. Ayer encontré una hebra blanca en mi barba y quemé
todos mis papeles menos esta carta. Le di un beso a Paulette en la frente y me
volví contra la pared. ¿Estás enfermo? No te preocupes. He acariciado a
Rousseau donde más le gusta, entre las orejas, y por primera vez, he dudado de
mí mismo.
En la calle resuenan los acordes de la Marsellesa.
Carlos Almira Picazo Nació el 31 de mayo de 1965 en Castellón de la Plana, España.
Doctor en Historia
por la Universidad
de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005;
de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de
Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato
digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos
y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos,
El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI,
El Fantasma de la Glorieta,
Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional,Ariadna,
Las Voces de la Cometa,
etcétera.