Durante una límpida mañana de primavera en perfecta armonía con los
rojos rosales y las mariposas azuladas se llevó a cabo mi unión con la hermosa
Iva Prekova en la Iglesia
ortodoxa de San Macario, el piadoso, en la zona aledaña a San Petersburgo.
Transcurrido el primer mes de tan encantada nupcias súbitamente mi
tierna mujer enfermó de un extraño mal, enfermedad a la que docenas de
experimentados doctores contratados de toda la faz de la tierra
imposibilitados, alzaban sus hombros sin saber de qué afección se trataba. Los
días y sus sombras trascurrían sin que el llanto consolara semejante desdicha.
Me mantuve sin dormir o comer por largas jornadas junto al cálido lecho de mi
moribunda felicidad observando cómo su dulce hálito se iba consumiendo.
Cortesanos preocupados por el estado taciturno que presentaba, me dieron a
beber un fuerte láudano que hizo dormitar parte del cuerpo.
Entre sueños, me pareció ver a un ser oscuro y tétrico. El cual, entre
sus manos sostenía un utensilio de labranza que lentamente se aproximaba al
tálamo de mi romance. Sobresaltado de inmediato supe de quién se traba aquel
invitado indeseable. Me incorporé con cierta torpeza y me le franqueé sin temor
alguno a su lado izquierdo.
Durante la entrevista se resistió a responder pregunta alguna, su cara
amarillenta y flaca ignoraba completamente mi presencia. Insistí con las
interrogaciones a lo que aquel ser encorvado quitándose la capucha respondió con
un tono sarcástico: “No me quites el tiempo importuno mortal, no ves que hay
alguien a quien tengo que llevar a mi reino.”
Me hinqué y le dije ser una persona adinerada que podía darle toda
riqueza si así lo deseaba, incluso le ofrecí mi vida a cambio de la de ella.
Sin responder, sólo se escuchaba junto a mis lamentos el balanceo de su filosa
guadaña con su enorme hoja larga y curvilínea que esperaba ser usada para sajar
el hilo de la vida de mi preciosa esposa. Sin poder hacer nada más, arrastrado
le imploré con humildad su misericordia.
El instrumento para segar interrumpió su péndulo repentinamente, y de la
mano derecha al abrirla, la peste sacó una hucha de oro a la cual vertió polvo
grisáceo que no logré saber de qué se trataba. Solo inferí que todo ya estaba
perdido.
El exánime ente sin soltar la pequeña caja metálica a grandes pasos se
dirigió a las puertas de salida de la casona. Dentro de su recorrido, la
cadavérica tomó una postura vacilante, cesó sus ávidos pasos y fijó su apagada
mirada en el tablero ruso del siglo XIV que se posaba sobre la pequeña mesa
hindú con sus delicadas unidades torneadas en colmillos de morsa, listas para
el combate permanecían formadas con una alineación perfecta representado de un
bando al ejército cosaco y por las negras a las hordas tártaras con sus trajes
tradicionales. La muerte, sin dudarlo, con sus huesudas y puntiagudas manos
alzó una figura sin ninguna dificultad como se pensaría. Mientras observaba los
detalles resaltados del Zar con los brazos cruzados con su cota de mallas
entrelazadas, escudo y espada preguntó sobre la propiedad del juego. Confuso le
respondí que era un regalo de bodas por parte de los abuelos de Prekova
perpetuando una añeja tradición que consistía en dar el ajedrez a la niña mayor
y primogénita de la familia a la hora de desposarse.
La parca rió pausadamente y dijo que existía una forma de rescatar al
ser amado de su poder. Aguardé en silencio estático sobre la incógnita de tal
posibilidad. Aquel marchito ente parecía meditar en lo que me observaba
detenidamente de pies a cabeza. Me impacienté y pregunté, bien ¿De qué se
trata? Ella sin interés respondió. Tengamos un frívolo pasatiempo. Un duelo de
ajedrez con consecuencias simples, si ganas te devolveré a tu adorada, pero si
pierdes, a ti también te llevaré. Perplejo y asustado acepté su propuesta sin
meditarlo demasiado, pues consideraba que agonizante mi vida ya estaba.
“Pero hay algunas condiciones que debo decirte,” replicó la pálida
calavera, la confrontación se desarrollará en el panteón de San Basilio, el
bienaventurado, sobre el féretro de mármol blanco que pertenece a la Duquesa Romanovna
Zajarin Yuriev al punto de las doce al sonar el campanario del día de mañana.
Un sólo juego, una sola noche, un solo lugar y un único triunfador.
La parca me posó sus ásperas falanges en mi hombro y me dijo con voz
hueca que no fuera a olvidar por ningún motivo el tablero de ajedrez en bajo
relieve con sus artísticas figurillas. Sin saber en qué momento mi contrincante
desapareció de la habitación en la que me encontraba con la misma
impavidez con la que había aparecido.
Al día siguiente por la noche anduve por los apartados caminos que
conducen al camposanto ciñendo con ambas manos el invaluable pasatiempo. Llegué
al cementerio y a la cripta indicada; su base estaba tan límpida que se
reflejaba la luz. Preparé el tablero encerado y coloqué de forma casi litúrgica
cada una de las piezas. Inicié con las torres de coloridas incrustaciones,
luego con los obispos de cuencas brillantes y así consecutivamente hasta
terminar con los valiosos peones con lanzas, banderas y pendones. Al punto de
las doce de la noche campanadas a lo lejos se escuchaban sonar, volteé a ver si
localizaba su procedencia pero no puede adivinar, al volver mi cara al tablero,
allí estaba ella, imponente, cubierto con su negro hábito y sosteniendo su
inseparable guadaña.
Esperé a que ella diera las indicaciones, movió su cráneo y con un gesto
lúgubre me cedió la apertura, lo cual internamente agradecí, ya que en mis
épocas de bachiller había logrado obtener el campeonato escolar con la
utilización de las fichas blancas.
Antes de iniciar la partida, de la tumba en donde estaba, salió un
espectro que con su violín una apasionada danza macabra ejecutaría hasta el fin
de la confrontación.
Me concentré antes de iniciar la apertura; hice algunos cálculos y traté
de recordar elementos conocidos que me produjeran alguna ventaja. Buscaba la
mejor jugada y continuar con un plan razonable. Inicié una partida
predominantemente agresiva. En el desenlace del enfrentamiento mis nervios me
traicionaban. Sudaba como nunca antes, adiviné que mi anfitrión sabía lo que me
pasaba pues de su boca se notaba una sonrisa fúnebre. “Apúrate humano, que el
alba está por llegar” me recordó aquel espanto con su profunda y grave voz.
En la tabla las fichas se encontraban distribuidas en la siguiente
posición: Rb a4, Tn b2, Tn b8, Ab c6, Pb f 6, Cn g3, Pb g6, Rn g8, Tb h1, Cb h3
y Tb h4. Todo fue tan lento pues aprendido antes la prudencia previne jugadas
demasiado deprisa. Así desembocó nuestro fatídico encuentro: el blanco mueve la Torre a h8, el Rey en jaque
captura, el Caballo va de h3 a f6 con jaque, el Rey regresa a g8, segunda
entrega de la Torre
en h8, el Rey la toma de nuevo, con lo que el Peón mueve de g6 a g7 logrando
dar jaque, el Rey una vez más regresa a g8, y ahora muevo el Alfil a d5
produciendo el anhelado jaque mate.
Entre sueños escuchaba voces desafinadas e incomprensibles, hasta que
después de un largo rato mientras mi mente dispersaba la confusión, abría
pausadamente los pesados parpados hasta lograr reconocer el cuarto. Miré hacia
toda dirección temeroso hasta encontrarme con el bello tablero de ajedrez que
se situaba a mi lado con sus treinta dos piezas regadas y junto al Rey blanco
una minúscula arca de esplendoroso brillo que permanecía abierta. A través de
mi puerta de cedro continuaban mis sirvientes con sus gritos: “¡Venga! ¡Venga
pronto señor! La dama Iva se ha recuperado, ¡la dama está viva!”.
(c) Iván Medina Castro
publicado el 15-3-2009
imagen: Antonio Berni, Robot (parte de instalación)