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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  La calle del jardinero - Ada Inés Lerner
 
La calle del jardinero - Ada Inés Lerner
 

cuento finalista en el concurso Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente
La calle del jardinero


En mi calle las noches calurosas de enero traen los cantos de las chicharras y los destellos de los bichitos de luz acompañan el beso furtivo de los amantes. Bordean las veredas jacarandaes de flores celestes, eternas siemprevivas, tallos lechosos de palo borracho y laureles fucsias y blancos.

Alternan las mañanitas de mi calle espíritus de hombres ajenos que ofrecen un ámbito distinto a las vidas de las mujeres solas en la madrugada se oyen los gritos rudos de los recolectores. Más tarde repiquetean en el asfalto los cascos del jamelgo triste del botellero. A media mañana llegan los soderos. Son los que dejan los verdes botellones plenos de agua en ebullición. Para los ojos nostálgicos de las viudas, también estos varones jóvenes tienen alegres burbujas en su mirada brillante.

Más tarde cruza Ezequiel José María, el canillita, puntual distribuidor de noticias y revistas del corazón que alegran a las niñas y también a las viudas en ejercicio, las que a no dudarlo, cumplen los ritos de una antigua religión. Ezequiel José María Fernández, es un habitué del bar de Doña Tomasa.

En las siestas de otoño un jardinero en bicicleta recorre la calle silbando una zamba. Es Félix Sileno, mi marido. Félix descubre como nadie, a primera vista con ojos de investigador experto las uñas de león en rebeldía, los rosales a podar, a veces detiene el paso para vigilar alguna lantana embichada; lo que resulta inapreciable para el paseante, es esencial preocupación para un profesional.

Comparten la geografía de esta calle algunos purretes que recrean la rayuela en la vereda y varios adolescentes musiqueros. También algunos vecinos ausentes que permanecen en el recuerdo colectivo. Como Félix Sileno, paisajista y jardinero.

Transmigran la cuadra, Don Ezequiel José María en el puesto de diarios y El Taba (siempre cae parado) desde el almacén, ambos pioneros; el bar de Doña Tomasa devenido inocente aguantadero de barrio, refugio de los desocupados, subocupados y jugadores de truco; la tradicional Mercería y Lencería de Doña Inés donde eventualmente despacha el Don Juan de turno. En la otra esquina, llegando a la avenida, esta el “ph” donde sobreviven Delia, Doña María y una pareja “tramposa” como le decía mi abuela a los que no se casoreaban.

Casa por medio con la peluquería coqueta de Rosita, la clienta preferida de Félix. Justo en ese momento, se acerca un colibrí a las flores que adornan el balconcito mientras el sol entibia las veredas mañaneras y una brisa fresca nos da los buenos días.

Pegadita nomás a la verja de madreselvas de Doña Inés sueña entre utopías sonoras, mi amiga Electra. Ahí nomás, después del florido paraíso, está la ventanita enrejada de Eleonora Sibila, patrona del almacén donde Don Aris, “el Taba”, atiende.

Aún cuando he llegado a la conclusión de que los maridos de mi calle son accidentes en las vidas femeninas, estas historias tienen que ver con nosotras, tanto como un percance, ventura, peripecia, eventualidad, azar o suerte inciden en el transcurrir de nuestra existencia mundana. Lo que le pasa a estas mujeres también me sucede a mí, Margarita Flurín. Ya que su historia es parte de mi calle

Como tal, he analizado esta realidad agobiante y culposa desde diferentes ángulos, uno de ellos me llevó a leer también sesudos discurrimientos médicos. Dicen que, por su conformación biológica, las mujeres viven más que los hombres. También afirman que las mujeres viven más al no estar expuestas al stress del trabajo diario fuera del hogar.

Creo que estos argumentos son falaces y están fuera de tiempo. Hay más mujeres en los puestos de trabajo. Los empleadores aprendieron rápidamente que pueden pagarle menos a una mujer y además, pocos “trompas” se tirarían un lance con un tipo.

¿Por qué hay más mujeres que hombres? ¿Nacen más mujeres? ¿Más hombres mueren por las guerras? Siempre hubo guerras, pero hace tiempo que las mujeres son involucradas directamente en las batallas. También son víctimas de los bombardeos y en los atentados de las guerrillas de uno y otro bando, sin dejar de mencionar que son las víctimas favoritas de los delincuentes comunes.

Y no corre más “las mujeres y los niños primero”

Entonces: ¿Por qué en mi calle hay más viudas que viudos?

Hay otras hipótesis , sostenida por antropólogos, sostiene que la antropofagia, conocida como la costumbre de comer carne humana, se ha encontrado en sociedades matriarcales y rurales, en especial; que es un ritual mágico que se cumple en épocas de cosecha o de festejo, a veces acompañado de máscaras. Está comprobado que no se practica por problemas fisiológicos o por hambruna, y que tiene estrecha relación con el mito y la magia de la fertilidad.

¿Una conclusión? En ciertas especies, después que el hombre ha cumplido su misión de fertilizar a la hembra, debe morir. No necesariamente lo que se dice morir. Simplemente ya no se lo necesita. Algunas mujeres piensan: después del apareamiento, ¿para qué?

¿Otra concusión? Después de cierto tiempo de convivencia, que varía notablemente entre los humanos, la mujer se come – de diferentes formas – al hombre. Si esto no ocurre, sospecho que pueden pasar dos cosas: el hombre se come a la mujer o definitivamente deciden ser felices y... comer perdices.

En esta ficción he esbozado algunas historias de mi calle donde los sauces llorones se inclinan sobre la cinta gris oscura por donde ya no pasa Félix Isleño, mi marido. La calle se pierde en dos ceibos sangrantes coronando el horizonte de la plaza. Dicen que a veces en las siestas de otoño un jardinero en bicicleta recorre mi calle silbando “Zamba por vos”. Por la hendija de una ventana o el suspiro de una zinia sabe si una viuda espera en el sueño siestero.

Mi calle tiene una vereda par que recibe el sol por la mañana y una vereda impar que lo despide por las tardes...

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

(c) Ada Inés Lerner

publicado el 9-1-2009

crédito de la fotografía y archivo: Revista Archivos del Sur

 
 
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