Alternan
las mañanitas de mi calle espíritus de hombres ajenos que ofrecen
un ámbito distinto a las vidas de las mujeres solas en la madrugada
se oyen los gritos rudos de los recolectores. Más tarde repiquetean
en el asfalto los cascos del jamelgo triste del botellero. A media mañana
llegan los soderos. Son los que dejan los verdes botellones plenos de
agua en ebullición. Para los ojos nostálgicos de las viudas, también
estos varones jóvenes tienen alegres burbujas en su mirada brillante.
Más
tarde cruza Ezequiel José María, el canillita, puntual distribuidor
de noticias y revistas del corazón que alegran a las niñas y también
a las viudas en ejercicio, las que a no dudarlo, cumplen los ritos de
una antigua religión. Ezequiel José María Fernández, es un habitué
del bar de Doña Tomasa.
En
las siestas de otoño un jardinero en bicicleta recorre la calle silbando
una zamba. Es Félix Sileno, mi marido. Félix descubre como nadie,
a primera vista con ojos de investigador experto las uñas de león
en rebeldía, los rosales a podar, a veces detiene el paso para vigilar
alguna lantana embichada; lo que resulta inapreciable para el paseante,
es esencial preocupación para un profesional.
Comparten
la geografía de esta calle algunos purretes que recrean la rayuela
en la vereda y varios adolescentes musiqueros. También algunos vecinos
ausentes que permanecen en el recuerdo colectivo. Como Félix Sileno,
paisajista y jardinero.
Transmigran
la cuadra, Don Ezequiel José María en el puesto de diarios y El Taba
(siempre cae parado) desde el almacén, ambos pioneros; el bar de Doña
Tomasa devenido inocente aguantadero de barrio, refugio de los desocupados,
subocupados y jugadores de truco; la tradicional Mercería y Lencería
de Doña Inés donde eventualmente despacha el Don Juan de turno. En
la otra esquina, llegando a la avenida, esta el “ph” donde sobreviven
Delia, Doña María y una pareja “tramposa” como le decía mi abuela
a los que no se casoreaban.
Casa
por medio con la peluquería coqueta de Rosita, la clienta preferida
de Félix. Justo en ese momento, se acerca un colibrí a las flores
que adornan el balconcito mientras el sol entibia las veredas mañaneras
y una brisa fresca nos da los buenos días.
Pegadita
nomás a la verja de madreselvas de Doña Inés sueña entre utopías
sonoras, mi amiga Electra. Ahí nomás, después del florido paraíso,
está la ventanita enrejada de Eleonora Sibila, patrona del almacén
donde Don Aris, “el Taba”, atiende.
Aún
cuando he llegado a la conclusión de que los maridos de mi calle son
accidentes en las vidas femeninas, estas historias tienen que ver con
nosotras, tanto como un percance, ventura, peripecia, eventualidad,
azar o suerte inciden en el transcurrir de nuestra existencia mundana.
Lo que le pasa a estas mujeres también me sucede a mí, Margarita Flurín.
Ya que su historia es parte de mi calle
Como
tal, he analizado esta realidad agobiante y culposa desde diferentes
ángulos, uno de ellos me llevó a leer también sesudos discurrimientos
médicos. Dicen que, por su conformación biológica, las mujeres viven
más que los hombres. También afirman que las mujeres viven más al
no estar expuestas al stress del trabajo diario fuera del hogar.
Creo
que estos argumentos son falaces y están fuera de tiempo. Hay más
mujeres en los puestos de trabajo. Los empleadores aprendieron rápidamente
que pueden pagarle menos a una mujer y además, pocos “trompas”
se tirarían un lance con un tipo.
¿Por
qué hay más mujeres que hombres? ¿Nacen más mujeres? ¿Más hombres
mueren por las guerras? Siempre hubo guerras, pero hace tiempo que las
mujeres son involucradas directamente en las batallas. También son
víctimas de los bombardeos y en los atentados de las guerrillas de
uno y otro bando, sin dejar de mencionar que son las víctimas favoritas
de los delincuentes comunes.
Y
no corre más “las mujeres y los niños primero”
Entonces:
¿Por qué en mi calle hay más viudas que viudos?
Hay
otras hipótesis , sostenida por antropólogos,
sostiene que la antropofagia, conocida como la costumbre de comer carne
humana, se ha encontrado en sociedades matriarcales y rurales, en especial;
que es un ritual mágico que se cumple en épocas de cosecha o de festejo,
a veces acompañado de máscaras. Está comprobado que no se practica
por problemas fisiológicos o por hambruna, y que tiene estrecha relación
con el mito y la magia de la fertilidad.
¿Una
conclusión? En ciertas especies, después que el hombre ha cumplido
su misión de fertilizar a la hembra, debe morir. No necesariamente
lo que se dice morir. Simplemente ya no se lo necesita. Algunas mujeres
piensan: después del apareamiento, ¿para qué?
¿Otra
concusión? Después de cierto tiempo de convivencia, que varía notablemente
entre los humanos, la mujer se come – de diferentes formas – al
hombre. Si esto no ocurre, sospecho que pueden pasar dos cosas: el hombre
se come a la mujer o definitivamente deciden ser felices y... comer
perdices.
En
esta ficción he esbozado algunas historias de mi calle donde los sauces
llorones se inclinan sobre la cinta gris oscura por donde ya no pasa
Félix Isleño, mi marido. La calle se pierde en dos ceibos sangrantes
coronando el horizonte de la plaza. Dicen que a veces en las siestas
de otoño un jardinero en bicicleta recorre mi calle silbando “Zamba
por vos”. Por la hendija de una ventana o el suspiro de una zinia
sabe si una viuda espera en el sueño siestero.
Mi
calle tiene una vereda par que recibe el sol por la mañana y una vereda
impar que lo despide por las tardes...
Cualquier
parecido con la realidad es pura coincidencia.
(c) Ada Inés Lerner
publicado el 9-1-2009
crédito de la fotografía y archivo: Revista Archivos del Sur