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A peso para ver el hombre invisible
Entre los recuerdos que tengo de mi infancia, de raíces necesariamente confundidas con mi pueblo, con mi escuela y con la felicidad, hay uno que es alegre y convalida ese viejo refrán que dice que “El vivo vive del bobo”. Sucedió un domingo en la mañana de un junio de algún año entre 1960 y 1965. En el parque del pueblo, sin que los vecinos lo notaran, alguien había instalado, probablemente durante la noche del sábado, una carpa muy grande, no tanto como un circo ni tan pequeña como un sombrero, y encima, al frente, había colocado un aviso de lentejuelas que decía: “A PESO PARA VER AL HOMBRE INVISIBLE”. Quienes ese día pasamos por el parque no dejamos de admirar ese portento, y cada uno, así lo siento pues yo procedí de esa manera, salimos como almas que lleva el diablo a conseguir un peso para entrar a verlo.
Mamá, mi banco, no comía cuento tan fácil, así que hube de comprometer a su servicio una gran parte de mi futuro, una semana era un tiempo tan largo como un rollo de papel higiénico, a cambio del peso que necesitaba para ir a verlo. Y fui.
La carpa era de un verde a punto de borrarse, lleno de cicatrices que habían remendado, unas sobre otras, a lo largo de un uso exagerado. No contenía asientos para los espectadores; pero al fondo, bañada por la luz cenital de un único foco que parecía a punto de iniciar un incendio, pues estaba pegado del techo que mostraba un amenazante color sepia y olor a chamusquina, había una silla vacía. Y nada más. Todos hicimos fila frente a la puerta cerrada hasta que un señor con voz de antioqueño salió y anunció que la primera función estaba por comenzar. Pagamos y entramos. Al interior, de pie y muy juntos, unos sesenta parroquianos, grandes y chicos, permanecimos despistados mirando la silla vacía e iluminada, mirándonos entre nosotros con cara de “Averígüelo Vargas”, como decían nuestros abuelos. Siguió un lapso infernal. El calor era tal que parecía que el aire podía cortarse como un queso, que todo iba a inundarse de sudor, que el olor a queso rancio iba a asfixiarnos; y para colmo: no pasaba nada...
Hasta que apareció detrás de la silla vacía el señor que nos había cobrado nuestro peso, y con un grito autoritario que aún recuerdo nos dijo: - Bueno, afuera, afuera que los de la próxima función está de apuro!
Entonces salimos. Los de fuera, todos conocidos, desde la fila nos miraban interesados y preguntaban: - ¿Qué tal, eh? A lo que contestábamos (nunca habíamos estado tan de acuerdo en un coro): - ¡Muy bueno, sí, muy bueno! Y nos fuimos cada uno a su casa con aire filosófico pensando que en efecto: ¡ahí estaba sentado!
(c) Amílcar Bernal Calderón
Amílcar Bernal Calderón nació en Ibagüé, Colombia. Actualmente vive en la ciudad de Bogotá.
publicado el 18-12-2008
imagen:
Thibon de Libian “Escena de circo” Oleo 1927
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