|
Principio y Final
Hoy enterramos a Alberto. Fuimos a decirle el último adiós y todos coincidimos en que su muerte había sido terriblemente prematura e injusta. Él era sin duda un alma buena, un ser muy querible… Allí estuve, como homenaje al amigo que se fue, pero debo aclarar que para sorpresa mía, mirando alrededor entre los conocidos que permanecían de pie ante su tumba, sólo vislumbré cabezas canas, rostros arrugados y pieles resecas o manchadas, con miradas vidriosas de pena. Y muchos, muchos jóvenes, a los cuales no conocía. Seguramente amigos de sus hijos. Una nueva generación que nos empuja, pensé. Entonces me sentí en minoría y por primera vez temí a la parca, al descubrirme aún vital pero encerrado en una carcasa que envejece rápidamente. Como si mis ojos mirasen con vivacidad hacia afuera a través de dos huecos de un envoltorio que les alberga y al cual no reconozco como mío.
La muerte de Alberto no fue súbita pero tampoco creíamos que sucedería tan pronto. ¡Desgraciado cangrejo! maldije con desánimo. Él era, según nuestros cálculos interesados, aún tan joven... Apenas entrado en los sesenta… Con muchos años por delante para vivir… ¿O quizá no? Entonces me pregunto: ¿No estaremos engañándonos, negando de forma terca la validez de las leyes de la naturaleza, por ser esta una ocasión en que la muerte pega a nuestro lado, llevándose a uno de nosotros? Hasta ahora, siempre habían sido nuestros mayores a los cuales velábamos y dábamos sepultura. Aquéllos a los cuales esperábamos con resignación que les llegara el final.
La defunción de Alberto removió todo mi pasado y me hizo cruelmente consciente del inexorable paso del tiempo. Al retirarme cabizbajo del cementerio, sentí en el corazón que esa tarde acababa de enterrar un trocito de mi adolescencia. De ahora en adelante, parece que sólo me queda esperar a que comience el nefasto e inevitable desfile. Y tal vez vea como uno a uno se van yendo mis viejos y queridos compañeros, y también los parientes más cercanos. ¿Acaso tendré que acostumbrarme a velar muertos y portar ataúdes? Tiemblo de cobardía pensando en el día que se apague mi voz, y al final todo se apaga, cuando pueda ser yo el último de mi generación en partir y no quede ninguno de los míos para cargar con mis huesos en ese viaje postrero. ¿Será este un castigo ejemplarizante que me depara el destino?
¡Maldición! Acabo de descubrir que siento auténtico pavor a quedarme solo y sin dios.
(c) Roberto Bennett
Roberto Bennett es uruguayo, vive en Montevideo, Uruguay
imagen: Antonio Berni, La muerte acecha en cada esquina, ver galería de imágenes |
|