El abuelo
Estaba sentado en el sofá, tomando un café mientras yo jugaba, cuando de repente me miró y su mirada tomó un matiz duro, inmóvil: La cara se le había vuelto de madera. El cuello se le fue alargando, alargando. Estábamos los dos solos en casa y yo estaba estremecido de miedo, no imaginaba que se estaba convirtiendo si no que se estaba muriendo. Corrí a llamar a mis padres, pero ¿Adónde? Agarré el teléfono, pero no sabía muy bien que hacer con él.
Cuando volví al salón ya el cuello era un rectángulo barnizado y las manos se le habían pegado a la cintura.
-¡Abuelo, Abuelo! ¡Levantáte!
Pero era inútil. La boca se abrió, pero para despedir unas cuentas cuerdas al aire. Quiso levantarse, pero calló sobre la mesa. Las patas se iban encogiendo, secando, parecían dos espaguetis de trapo. Con las manos, que tenía a la altura del vientre, se abrió la camisa: El ombligo se estaba agrandando como el ojo de un remolino, hasta que tomó una forma circular perfecta. Las cuerdas que habían salido de la boca se pegaron a la bragueta, los brazos se abrieron un poco y dibujaron dos oleajes simétricos y en pocos minutos mi abuelo estaba perfectamente guitarra. Sin embargo, yo no me había dado cuenta. ¿Dónde está mi abuelo? Me preguntaba, creyendo que había desaparecido. Me puse a llorar hasta que llegaron mis padres.
Mi mama me abrazó y trató de consolarme, mientras que yo intentaba explicar que el abuelo había muerto y que su cuerpo había desaparecido, aunque instintivamente había permanecido cerca del instrumento musical. Ahora lo señalaba, pero sin saber bien por qué. Mi mamá miró con cierto enojo a mi papá, pero éste se encogió de hombros y dijo:
-¿Qué querés que le haga?
Ella me llevó a la habitación y me dijo que el abuelo estaba bien, que no me preocupara. No recuerdo si esa noche pude dormir. Tampoco recuerdo como el abuelo volvió a su forma original.
Años después pude hablar con él en forma directa. Dice que lo hace cuando quiere, al menos la mayoría de las veces, pero admite que otras no puede controlarlo.
De joven se ganaba la vida de eso: se convertía en guitarra en teatros y circos y la gente pagaba para verlo. A veces agregaban algunos números para que el espectáculo fuera más atrayente. Por ejemplo una vez que mi abuelo se había transformado, se subía un guitarrista y ejecutaba una canción. Mi abuelo estaba siempre afinado y su calidad era comparable a los instrumentos de los mejores luthiers de Europa. Los años no habían cambiado en nada esta excelencia.
Yo a veces siento una dureza en la espalda, y mi lengua se deshilacha, y me pregunto cuánto tiempo va a pasar hasta que termine como mi abuelo.
(c) Guillermo Bravo
Guillermo Bravo es un escritor y artista argentino. Actualmente vive en París, Francia
publicado 4-12-2008 |