Nenia del álamo plateado
También este árbol (como su primo, el álamo carolina de Haroldo Conti) había nacido de una semilla arrastrada por el viento hasta aquel descampado, lejos de los bosquecitos en que proliferaban sus congéneres. En mala hora germinó el pobre, pues al comienzo, mientras fue una plantita de débil tallo, no hubo día en que no lo quebrara la pata de alguna vaca o algún caballo. Amén de las hormigas, que lo pelaron varias veces. Creció de milagro, pero las deformaciones de su tronco eran una prueba palpable de sus desventuras. Más bien retacón, desgarbado, desangelado, sólo cubierto de hojas se disimulaban sus defectos.
Sin embargo, como él no se veía – emplazado sobre una lomada, ni siquiera tenía ocasión de reflejarse en efímeros charcos – nunca se hubiera dado cuenta de lo poco agraciado que era de no ser por los pájaros, esos charlatanes que vivían cantándole loas al álamo carolina: que su altura, que la fuerza de sus ramas, que lo tupido de su follaje... era de no acabar. Para colmo nuestro feúcho podía ver, a escasa distancia, la gallarda estampa del otro y – admitámoslo – un poco le envidiaba la facha. Pero lo que más despertaba sus celos era la buena suerte que siempre había acompañado al primo.
Ambos se comunicaban a través de sus raíces. Por haber recibido menos agresiones del medio, las del plateado se habían extendido mucho y eran sorprendentemente vivaces y robustas. Si están lo suficientemente cerca, las raíces de los árboles pueden enviarse mensajes, una especie de mail subterráneo.
El carolina evocaba por lo general experiencias tiernas y gratificantes; narraba cómo anidaban en él las palomas de monte, cómo lo adormecían con sus arrullos; hablaba del primer vuelo de los pichones y de las melodías que el viento solía tocar en sus ramas.
En la copa del plateado, en cambio, habían aposentado sus penates unos pajarracos llamados caraos, que se pasaban horas enteras graznando sin cesar. Un carpintero le martillaba el tronco en busca de repugnantes gusanos. Y si lo visitaban las mariposas, era para dejarle sus huevos que darían paso a un batallón de orugas más devoradoras que las hormigas. Furiosas y frecuentes tormentas lo sacudían despiadadamente y en una ocasión había estado a punto de perecer, fulminado por un rayo.
Los chicos del puestero se trepaban a veces al carolina para columpiarse, colgados de alguna rama. La más gruesa del plateado había sido elegida por un desesperado para ahorcarse; el cadáver se columpió allí durante varios días, hasta que la rama se quebró.
A pesar de todo, nuestro árbol trataba de ser buena onda, de no caer en la depresión y la paranoia. Pero no era fácil. ¿Por qué los pocos perros que pasaban por el paraje levantaban invariablemente la pata al llegar a él y parecían ignorar a su primo...?
Un día las raíces del afortunado le contaron que había trabado conocimiento con el puestero, quien había dormido una siesta a su sombra y recostado en su tronco. El plateado, cansado de tanta mala compañía, sintió una punzada de envidia: a él nunca le ocurriría ese tipo de cosas. Por eso, cuando vio acercarse el carro del hombre, se regocijó sobremanera. ¡Por fin! Para que no se creyera ese engrupido del carolina que sólo él tenía buenas relaciones.
El puestero bajó del carro llevando un objeto en la mano: un palo terminado en algo plateado como el reverso de las hojas del álamo. Éste aprendió para qué servía al sentir el dolor del primer hachazo.
(c) Paulina Juszko
PAULINA JUSZKO
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