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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  En el muelle - Araceli Otamendi
 
En el muelle - Araceli Otamendi
 

El relato En el muelle de Araceli Otamendi integra el Suplemento dedicado al Día de la madre.
imagen:Quinquela Martín, La Despedida, muestra Quinquela entre Fader y Berni, UNTREF

En el muelle

Hace frío y sin embargo es una tarde espléndida, aquí en el muelle, en el medio del río y están pescando. Como siempre he traído un libro para alternar la lectura con esa especie de meditación que es mirar el río y escuchar el rumor del agua. Hay algo aquí que no se me olvida cuando camino por la madera del muelle: mirar hacia uno de los pilotes que ha renacido de sus cenizas. La madera tiene brotes a pesar de haberse convertido en uno de los pilotes que sostiene el muelle. Y en verdad crece, se está transformando en un árbol. Ahora por qué esa madera justamente y no otra ha crecido ahí, en medio del agua, del río marrón, sujeta a crecientes, inundaciones, al oleaje de los alíscafos y los barcos que van y vienen entre Buenos Aires y el Uruguay, eso sí que no tengo la menor idea. Esa es una de las tantas cosas que ocupan mi mente cada vez que voy ahí y por supuesto, también la gente, la gente que está ahí, que pesca o que circunstancialmente habla conmigo. Entonces hoy aparece un matrimonio, una mujer primero, cercana a los setenta años. Es una mujer gorda, el pelo lleno de canas, la piel arrugada y usa lentes. Me pregunta por qué estoy ahí. Para tomar aire, le digo.

—Hace frío —dice la mujer.

—No importa, este aire me hace bien, también me hace bien mirar el río, estar aquí, salir de la jaula de cemento de la ciudad aunque sea por un tiempo nada más.

—A mí también me hace bien salir de mi casa —dice.

Entonces me cuenta, inevitablemente, que tiene dos hijos. Una hija y un hijo y varios nietos. Pero mi hija está lejos dice. Yo también tengo dos hijos, digo, pero son adolescentes, viven conmigo. Ella me dice entonces que ha visto a su hija por última vez hace un año. Fue en Miami, dice y se le ilumina la cara. Recuerda que fue a la playa con la hija y las nietas. Ellas se metían al agua, también navegaban, con mi yerno, aclara. Ahí la expresión de la mujer cambia. Mi hija se casó grande, dice, ya tenía más de treinta años y mi yerno le llevaba veinte. Era un viejo para ella, dice y me mira. Indaga mi expresión pero permanezco impasible. Me sigue contando. Mi hija rompió un noviazgo de muchos años para casarse con él. Y ahora están tan lejos...

La mujer se queda callada, mirando el vacío. La miro. Está pálida. ¿Qué pasó? pregunto. Están en Francia ahora, mi yerno trabaja en Suiza, va y viene todos los días porque vivir en Francia es más barato. Mis nietas se afrancesaron, van a la panadería y hablan en francés. Están grandes.... Otra vez se produce el silencio, temo que en cualquier momento la mujer se largue a llorar. ¿Y su hijo? Le pregunto. Entonces la expresión le cambia. Mi hijo está cerca, tiene tres nenas, ellos están muy bien. Mi nuera es maestra y es psicopedagoga. Ella cría a las nenas muy bien, les hace títeres, las entretiene. No quiere que nadie las cuide porque ella se encarga de todo. A mis nietas les gusta venir a casa y quedarse a dormir dice. Me mira, mira el libro que tengo en las manos y al que he podido dedicarle muy poco tiempo durante esa tarde. El rumor del agua crece cuando las olas golpean contra los pilotes. Pasa un barco rumbo al Uruguay y todo tiembla en ese muelle que en ese momento parece frágil.

—Así es la vida, dice la mujer. Mi hija se fue porque a mi yerno le pagaban mejor en Miami.

—¿Por qué se fueron a Europa entonces? —le pregunto.

—Porque mi yerno ya es grande y otra oportunidad no iba a tener, en Suiza le pagan mejor.

—¿A qué se dedica?

—Es economista. Yo le decía a mi hija que no se casara con un hombre grande, mayor que ella, que un hombre de esa edad tenía sus manías, que iba a sufrir. Pero no me hizo caso, dejó al novio que tenía y se casó con él. Y él como era grande quiso tener hijos enseguida. Así que las nenas nacieron una detrás de la otra, deben estar grandes.

—¿Cuándo las va a ver de nuevo?

—No sé, iba a viajar a Francia, mi hija me manda el pasaje pero el último viaje fue terrible, me dolía la columna en el avión, eran demasiadas horas de viaje. Cuando el avión llegó a Brasil quería quedarme en el aeropuerto y no viajar más. Pero lo hice por ver a mi hija y a mis nietas.

Ahora hace cada vez más frío, ha comenzado a soplar un viento fuerte con tal intensidad que parece una sudestada. Al fondo se ven los edificios de Buenos Aires. Desde el lugar donde estamos vemos la ciudad en forma distinta, los edificios son sólo siluetas recortadas entre el cielo y una escasa franja de tierra. El resto por un lado es el agua del río y por el otro una especie de selva llamada reserva ecológica.

—¿Y usted, me dice?

—Vengo aquí a descansar, a leer. Cuando mis hijos eran chicos pescaban, ahora ya no les gusta, prefieren otros deportes.

—Pero si Dios quiere, dice, voy a ir otra vez a ver a mi hija y a mis nietas. El otro día mi hija me escribió una carta. Dice que viven en una casa muy linda, de dos plantas. Que las nenas están contentas porque el pueblo es muy tranquilo y pueden salir solas. Mi hija las manda a hacer algunas compras para que se acostumbren al lugar. Con mi marido les dimos una carrera a cada uno, a mi hija y a mi hijo. Mi hijo se quedó y mi hija se fue. Muchas veces, a la tarde me quedo pensando, callada. Entonces llega mi marido y se enoja, me dice ¿otra vez pensado? Ya sé en qué estás pensando. Y sí, estoy pensando en mi hija, en mis nietas.

—Por suerte las puede ir a ver —digo.

—Sí por suerte, dice la mujer y se queda mirando el vacío.

Pero la conversación se interrumpe cuando llega el marido. Es un hombre gastado, camina derecho, pero tiene la piel arrugada y signos de desgaste en las manos, en la expresión cansada, un tanto dura. ¿Qué tal pregunta?

—Bien —dice ella—, bien.

—Estábamos hablando de los hijos —digo.

—Ah, seguro que le estaba contando de las nietas —dice el hombre.

—Sí, de las nietas —digo.

—Las vamos a ir a ver. A todas, a las de allá, porque a las de acá las vemos siempre. Uno no le puede impedir a los hijos que se vayan, que hagan su vida, porque si lo hubiéramos hecho ahora estaríamos arrepentidos, aclara el hombre. La vida es una sola y hay que aprovechar las oportunidades, insiste.

— Claro, pero igual las extraño —dice la mujer.

Hace cada vez más frío y la mujer y el hombre se despiden casi enseguida. Los dos se van del brazo caminando por el muelle.

(c) Araceli Otamendi

Buenos Aires

publicado el 18-10-2008

   
             
           
                         
 
 
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