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La mujer de mi vida
Cómo olvidarla.
Nos conocimos un 9 de septiembre y bien pronto, con la primera excusa que encontró, rompió con el amante de entonces. Él, quizá sin saberlo, de algún modo había posibilitado nuestro encuentro aunque jamás quiso aceptar el hecho, se perdió como un polvo en la tormenta. De esa manera, ya sin interferencias ni remordimientos, nos enredamos en un intenso juego de risas y lágrimas, donde cada uno daba lo mejor, mezcla de candor y pasión.
Aquel primer encuentro sólo puedo evocarlo a través de sus palabras. Tantas veces me lo refirió que acabó impregnando mi conciencia con su relato. Ella contaba de su amor a primera vista, o en ocasiones decía presentirme y amarme desde antes, desde siempre. Exageraba tal vez, pero me gustaba oírla. Dale, sé buena, contame, le decía yo, y enseguida sellaba mi ruego con un beso.
Su cuerpo, que tan bien conocí, me dio a beber los jugos más sublimes y a su lado me hice hombre. En las primeras épocas, recuerdo, la despertaba a horas despóticas y ella se entregaba sin reparos para saciar mi hambre ingobernable.
En la casa, como una esclava, sometía su voluntad a mis caprichos. Y andando por las calles, tomados de la mano, ambos parecíamos chicos. La gente nos miraba jugar a querernos, dueños de las plazas y los parques.
Pero los años pasaron como un canto que apresura las notas. Todo tiene un final y yo, atraído por algunas fuerzas misteriosas, me fui alejando, me fui alejando, lentamente, inexorablemente. Aún recuerdo su gesto de cansancio en aquella tarde. Parecía una mujer muy vieja, el cuerpo apoyado en el marco de la puerta. Ella lloraba y yo partía, descreído de su llanto, confiado en sonrisas que prometían otros cuerpos, otros sabores, en fin, otros juegos.
A lo largo de mi huida conocí mujeres diferentes. Y a todas les mentí que las quería. A veces, un vago sentimiento de traición me recorría por completo y amenazaba disminuir mi empuje, pero de alguna forma conseguía seguir adelante y las otras me creían o fingían creerme, me gritaban su fe en la cara o la confirmaban de espaldas. Hasta que el día menos pensado la mentira era descubierta y yo aferraba mi decepción a su figura. Entonces la imaginaba en la puerta, como una novia que esperara en un altar hecho de mármol y paciencia.
En algunas ocasiones volvía a verla, mas todo había cambiado entre nosotros. Ella hacía preguntas y yo me refugiaba en mi disfraz de señor preocupado en asuntos importantes. Separados por la mesa, la miraba envejecer y dejaba correr las horas. La última vez me pareció notar en su cara el signo de la enfermedad que no tardaría en matarla. Pero eso lo pensé después. En ese momento, indiferente y fatal, reincidí en la vanidad de suponerla eterna.
El teléfono sonó esa madrugada y yo corrí como si aún fuera aquel joven. Pero su tiempo había quedado atrás.
Desde entonces, dos veces al año visito la tumba. Dos citas para enfrentarme con su foto y los fantasmas. Una, en el día de su cumpleaños, cuando el gentío de enero se va a otros lugares y abandona las flores que se resecan al sol y entonces sólo los gatos buscan la sombra. Y otra vez, en días así como hoy, cuando escribo estas palabras y cuando las flores se encarecen y ya no caben y son tan bellas como inútiles pues no pueden expresar los silencios de antes.
Cómo olvidarla, repito.
Ya voy para allá. No sé muy bien para qué pero dentro de un rato estaré con ella, en el cementerio, preguntándole lo que ya sé o debería haber sabido. Así, los dos a solas entre la muchedumbre, como cada tercer domingo de octubre.
(c) Mario Capasso
Villa Martelli, Provincia de Buenos Aires
imagen: Eugenio Daneri, S/T
publicado el 18-10-2008
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