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Vecinos - Carlos Almira Picazo
 

Desde España


imagen: Rómulo Macció

El timbre resonó desagradable en la escalera. Al abrir la puerta, se topó con su vecino Alcaraz.

Éste, un hombre alto que jamás te miraba a los ojos, le encaró con la audacia de los tímidos:

-si usted pudiera ocuparse un minuto de la niña…

Se lanzó a una explicación confusa y minuciosa de lo que quería. Pero Virgilio poco a poco se fue haciendo cargo y, por supuesto, se prestó como buen vecino a hacerle el favor.

Alcaraz se metió la mano en el bolsillo profundo del pantalón y le tendió la llave de su casa, perdiéndose en disculpas y recomendaciones:

-no se preocupe, váyase tranquilo.

Aún no había cruzado el rellano de la escalera cuando se volvió e insistió de nuevo:

-la niña duerme bien, no le dará problemas.

-no se preocupe.

Se despidieron. En cuanto desapareció al fin, Virgilio echó un vistazo a su casa, comprobó que fuegos, luces, y estufa estaban apagados, se cercioró de que llevaba sus llaves, y cerró la puerta.

Conforme ascendía al piso del vecino iba recordando las pocas ocasiones en que habían cruzado una palabra: monosílabos corteses para saludarse en el ascensor o cederse la mano en la escalera. Y su figura escurridiza y desgarbada cruzó de nuevo su imaginación, arrancándole una sonrisa indulgente.

De estos recuerdos, apenas fragmentos deshilachados, saltó a consideraciones más generales: como el anonimato y la soledad de la vida moderna. Se detuvo ante la puerta y leyó, deletreó: D. Ramón Alcaraz y Alcaraz, entomólogo.

Para tal hombre, tal oficio.

A continuación, antes de introducir la llave, pegó el oído a la hoja desportillada. Del interior ignoto no salía ningún ruido, como si la casa estuviera desierta.

“¿Qué diablos es un entomólogo?”, se dijo, y reuniendo valor, giró la llave, empujó la puerta y penetró en el vestíbulo.

Allí se detuvo prudentemente, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Un olor rancio, a cerrado y mugre, lo asaltó al punto.

Y no es que él, soltero vocacional, fuese un dechado de limpieza. Por cierto que intentó recordar a la niña en vano. Nunca se había cruzado con ella. Aquel caserón apenas se sobresaltaba con carreras y gritos infantiles.

La mayoría de los vecinos eran mayores: inquilinos antiguos, con hijos y yernos cuarentones a su cargo. El inmueble, incómodo y deteriorado, era barato y estaba a un paso de la Estación.

Ya buscaba el interruptor en lo que debía ser el comedor, tan oscuro como una tumba, cuando cayó en la cuenta de que su vecino llevaba algo en la mano. ¿Pero qué?

Es mejor que busques la persiana. La luz podía despertar a la niña.

Mientras trataba de pasar entre la mesa y el sofá, armatostes que apenas dejaban espacio para moverse, le pareció oír su respiración, un resoplido en la oscuridad. Contuvo el aliento. Al fin encontró la cuerda, tiró con suavidad y logró entreabrir la persiana, que estaba atascada.

Un chorro de luz bañó entonces la mesa ocupada con los restos del desayuno.

De la cocina, que debía estar a su izquierda, llegaba el goteo de un grifo roto o mal cerrado. De pronto vio la cuna, justo bajo el televisor.

Era una cuna de viaje, profunda, pegada a un mueble repleto de libros y álbumes, en cuya repisa inferior se alineaban los biberones, muñecos, cochecitos, y frascos de medicamentos.

Al fondo, entre un lío de trapos, había una criatura dormida.

Virgilio dudó entre ir a cerrar el grifo; arreglar la mesa y la cuna; o echar un vistazo al pasillo y al resto de la casa.

Trató de ver la cara de la niña, tapada hasta las orejas por una manta de viaje de aspecto dudoso, entre la que asomaba una cabecita de mechones castaños, pero era imposible.

Su vista se detuvo entonces en dos o tres fotos que representaban a su vecino con la niña en un parque; un reloj; un teléfono; y un vaso lapicero.

Al fin, se decidió por echar un vistazo a la casa.

La exploración fue breve: el apartamento, con otra distribución, era tan pequeño como el suyo. Y como el suyo, estaba desordenado.

Avanzó a tientas por el pasillo hasta dar con el interruptor. Ahí estaba el baño de ducha simple; un cuarto más pequeño; otra habitación mayor, con ventana; una cama de matrimonio, y una cuna grande pegada a la ventana.

Virgilio se asomó a ésta: daba a un patio minúsculo que no se veía desde su piso.

Entró en el cuarto más pequeño: cajas a medio llenar mostraban revistas científicas, folletos deformados, y cajas más pequeñas, cuidadosamente apiladas en los fondos. Abrió una y, tal como esperaba, se topó con un escarabajo.

Alcaraz lo había dispuesto con esmero, como el resto de su tesoro entomológico, clavándolo por el caparazón sobre un tafilete de terciopelo claro.

Al pie rezaba el nombre impronunciable en latín.

Había mariposas; ciempiés; hormigas; arañas; alacranes; abejas; grillos…

Un ruido procedente del comedor le hizo levantar la cabeza. Fue a ver qué pasaba.

La niña acababa de despertarse y trataba de erguirse entre las mantas revueltas. Junto a ella pitaba el teléfono.

Su vecino empezó una larga explicación sobre las medicinas de la niña; la leche; la ropa; los pañales; los juguetes; el agua caliente; el humidificador; la música, por si lloraba.

¡Pero oiga!

La niña, de pie, lo examinaba, atenta al escarabajo que tenía en la mano que no sujetaba el teléfono.

(c) Carlos Almira Picazo

sobre el autor:


Carlos Almira Picazo (Castellón de la Plana, España, 1965) es

Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional, Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.


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imagen: Rómulo Macció, Cárcel=Hombre, Ver galería de imágenes: Antonio Berni y sus contemporáneos

 
 
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