El timbre resonó
desagradable en la escalera. Al abrir la puerta, se topó con su vecino
Alcaraz.
Éste, un hombre
alto que jamás te miraba a los ojos, le encaró con la audacia de los
tímidos:
-si usted pudiera
ocuparse un minuto de la niña…
Se lanzó a
una explicación confusa y minuciosa de lo que quería. Pero Virgilio
poco a poco se fue haciendo cargo y, por supuesto, se prestó como buen
vecino a hacerle el favor.
Alcaraz se
metió la mano en el bolsillo profundo del pantalón y le tendió la
llave de su casa, perdiéndose en disculpas y recomendaciones:
-no se preocupe,
váyase tranquilo.
Aún no había
cruzado el rellano de la escalera cuando se volvió e insistió de nuevo:
-la niña duerme
bien, no le dará problemas.
-no se preocupe.
Se despidieron.
En cuanto desapareció al fin, Virgilio echó un vistazo a su casa,
comprobó que fuegos, luces, y estufa estaban apagados, se cercioró
de que llevaba sus llaves, y cerró la puerta.
Conforme ascendía
al piso del vecino iba recordando las pocas ocasiones en que habían
cruzado una palabra: monosílabos corteses para saludarse en el ascensor
o cederse la mano en la escalera. Y su figura escurridiza y desgarbada
cruzó de nuevo su imaginación, arrancándole una sonrisa indulgente.
De estos recuerdos,
apenas fragmentos deshilachados, saltó a consideraciones más generales:
como el anonimato y la soledad de la vida moderna. Se detuvo ante la
puerta y leyó, deletreó: D. Ramón Alcaraz y Alcaraz, entomólogo.
Para tal hombre,
tal oficio.
A continuación,
antes de introducir la llave, pegó el oído a la hoja desportillada.
Del interior ignoto no salía ningún ruido, como si la casa estuviera
desierta.
“¿Qué diablos
es un entomólogo?”, se dijo, y reuniendo valor, giró la llave, empujó
la puerta y penetró en el vestíbulo.
Allí se detuvo
prudentemente, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Un
olor rancio, a cerrado y mugre, lo asaltó al punto.
Y no es que
él, soltero vocacional, fuese un dechado de limpieza. Por cierto que
intentó recordar a la niña en vano. Nunca se había cruzado con ella.
Aquel caserón apenas se sobresaltaba con carreras y gritos infantiles.
La mayoría
de los vecinos eran mayores: inquilinos antiguos, con hijos y yernos
cuarentones a su cargo. El inmueble, incómodo y deteriorado, era barato
y estaba a un paso de la Estación.
Ya buscaba
el interruptor en lo que debía ser el comedor, tan oscuro como una
tumba, cuando cayó en la cuenta de que su vecino llevaba algo en la
mano. ¿Pero qué?
Es mejor que
busques la persiana. La luz podía despertar a la niña.
Mientras trataba
de pasar entre la mesa y el sofá, armatostes que apenas dejaban espacio
para moverse, le pareció oír su respiración, un resoplido en la oscuridad.
Contuvo el aliento. Al fin encontró la cuerda, tiró con suavidad y
logró entreabrir la persiana, que estaba atascada.
Un chorro de
luz bañó entonces la mesa ocupada con los restos del desayuno.
De la cocina,
que debía estar a su izquierda, llegaba el goteo de un grifo roto o
mal cerrado. De pronto vio la cuna, justo bajo el televisor.
Era una cuna
de viaje, profunda, pegada a un mueble repleto de libros y álbumes,
en cuya repisa inferior se alineaban los biberones, muñecos, cochecitos,
y frascos de medicamentos.
Al fondo, entre
un lío de trapos, había una criatura dormida.
Virgilio dudó
entre ir a cerrar el grifo; arreglar la mesa y la cuna; o echar un vistazo
al pasillo y al resto de la casa.
Trató de ver
la cara de la niña, tapada hasta las orejas por una manta de viaje
de aspecto dudoso, entre la que asomaba una cabecita de mechones castaños,
pero era imposible.
Su vista se
detuvo entonces en dos o tres fotos que representaban a su vecino con
la niña en un parque; un reloj; un teléfono; y un vaso lapicero.
Al fin, se
decidió por echar un vistazo a la casa.
La exploración
fue breve: el apartamento, con otra distribución, era tan pequeño
como el suyo. Y como el suyo, estaba desordenado.
Avanzó a tientas
por el pasillo hasta dar con el interruptor. Ahí estaba el baño de
ducha simple; un cuarto más pequeño; otra habitación mayor, con ventana;
una cama de matrimonio, y una cuna grande pegada a la ventana.
Virgilio se
asomó a ésta: daba a un patio minúsculo que no se veía desde su
piso.
Entró en el
cuarto más pequeño: cajas a medio llenar mostraban revistas científicas,
folletos deformados, y cajas más pequeñas, cuidadosamente apiladas
en los fondos. Abrió una y, tal como esperaba, se topó con un escarabajo.
Alcaraz lo
había dispuesto con esmero, como el resto de su tesoro entomológico,
clavándolo por el caparazón sobre un tafilete de terciopelo claro.
Al pie rezaba
el nombre impronunciable en latín.
Había mariposas;
ciempiés; hormigas; arañas; alacranes; abejas; grillos…
Un ruido procedente
del comedor le hizo levantar la cabeza. Fue a ver qué pasaba.
La niña acababa
de despertarse y trataba de erguirse entre las mantas revueltas. Junto
a ella pitaba el teléfono.
Su vecino empezó
una larga explicación sobre las medicinas de la niña; la leche; la
ropa; los pañales; los juguetes; el agua caliente; el humidificador;
la música, por si lloraba.
¡Pero oiga!
La niña, de
pie, lo examinaba, atenta al escarabajo que tenía en la mano que no sujetaba el teléfono.
(c) Carlos Almira Picazo
sobre el autor:
Carlos Almira Picazo (Castellón de la Plana, España, 1965) es
Doctor en Historia por
la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed.
Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El
nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial
Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche,
Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados
en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio
de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI,
El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals,
Literae Internacional, Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.
----------- imagen: Rómulo Macció, Cárcel=Hombre, Ver galería de imágenes: Antonio Berni y sus contemporáneos |