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La rueca
Ester estaba descalza y la desnudez le subía hasta
los muslos donde se abría la campana de su pollera. Desde lejos, el doctor
Cafure le acariciaba el cuerpo con las manos incorpóreas de la mirada y
abrigaba en sus entrañas la ácida ingesta de la carne cruda. Ester colgaba los
trapos de la miseria en la línea alambre que cruzaba su terraza con la sutil
destreza que regala el hábito. Desde lejos, el doctor Cafure le subía la falda
con su indetenible deseo transformado en viento. Ester pendía las prendas más
secretas al paso de un aire secretísimo, prensaba los broches en las zonas más
finas y no sentía el roce de los ojos traviesos del doctor Cafure, que se
saturaba el seso con la sensación de la sed. Ester sospechó de la ventana que
apenas se abría a la luz y se quitó la blusa frente a los impávidos ojos
porcinos del espía. Encendió la radio, buscó la cadencia y tramó la danza que
enfermó al fisgón. Ester bailaba, y los duendes bailaban y entraban a la pieza
del doctor Cafure con los vaporosos enigmas que rebasan la esperanza, con la incertidumbre
impiadosa de los impulsos, con la impúdica impresión de la impureza. Ester dejó
que la campana de su pollera cayera, que su intimidad de raso rojo trazara un
suspiro de asombro en la garganta del doctor Cafure, que el contorno de su piel
flameara como una lenta víbora escondida en un manzano y contagiara la célula
ardiente del hombre irresoluto que no negaba el fuego de aquel juego. A medio
camino de la demencia, el doctor Cafure entreabrió un poco más las celosías del
deseo con los poros enfermos de su instinto rancio. Creyó sonreír cuando ella
lo vio con la epidemia caliente que abrigaba el desquicio. Ester recordó el
fraude funesto de su familia, su sangre repleta de infortunio, el virus
cuántico de su desgracia y el largo vaivén de la melancolía. El doctor Cafure
traspuso la ventana, cruzó la terraza y llegó hasta ella hastiado de enhebrar
pedazos descosidos. Entró en su cuerpo como si fuera suyo y salió de él como si
fuera otro. Al día siguiente, Ester, que estaba descalza y la desnudez le subía
hasta los muslos donde se abría la campana de su pollera, pensaba que la muerte
del doctor Cafure le dejaría el camino libre hacia el más chico de los Cervera
que entreabría su ventana para verla bailar. Aún más lejos, los gatos dormían,
las aves cantaban y la providencia mantenía su eterna ebriedad.
(c) Ricardo Rubio La Matanza Provincia de Buenos Aires
imagen: Ernesto Deira, Desde Adán y Eva, ver Galería de imágenes: Antonio Berni y sus contemporáneos
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