Pedir un deseo 
En
el barrio donde yo vivo pasa algo muy raro.
La
que empezó todo (sin darse cuenta) fue Liset. El día del cumpleaños la
encontramos en el pelotero. Apenas la vimos, nos colgamos de las redes para
asustarla y la perseguimos toda la tarde por unos túneles que tenían muchas
curvas con agujeros para salir y caer en tobogán arriba de un millón de
pelotitas de colores.
Cuando ya no podíamos más del cansancio, un payaso nos llamó a sentarnos
a la mesa larga, la de las botellas y los vasos blancos. Arriba de nosotros,
muy, muy arriba, el techo estaba repleto de globos. Liset no dejaba de
mirarlos. Después se apagaron las luces y nos asustamos un poco, pero los
grandes empezaron a cantar una canción que sabían y el miedo pasó. Enseguida,
la cara de mi amiga se iluminó, porque el padre prendió un encendedor y lo
acercó a una vela con forma de oso. Y a otra. Y a otra. En total, seis. Recién
entonces me di cuenta de que debajo de los osos había una torta enorme de
chocolate, alta como una montaña. La sombra de la torta se movía de aquí para
allá. Mamá me dijo que para pedir un deseo había que tener los ojos cerrados.
- ¿Qué es un deseo? –le pregunté.
- Es algo que te gustaría que te pasara, que
se cumpliera, que se hiciera realidad.
Liset infló los cachetes y le quedó la boca de conejito. Sopló las seis
velas juntas y cuando todo quedó oscuro otra vez, el salón se llenó de luz,
como si la señora que estaba sacando fotos hubiera usado un flash gigante. De
pronto, hubo un trueno y afuera empezó a llover.
Para colmo, del techo salió una música fea, una canción horrible.
Algunos nos miramos, pero los grandes la cantaron toda, moviendo las manos y
haciendo caras. Dijeron que no, que cómo iba a ser fea si esa era la música de
cuando ellos eran chicos. Igual nos escapamos y jugamos una guerra con los
pedazos de torta que encontrábamos en los platos cada vez que volvíamos del
pelotero para tomar algo, pedir pis o limpiarnos la sangre que nos salía de la
nariz cada vez que nos acertaban un golpe.
Al
final, nos divertimos hasta cuando salimos a la vereda, porque seguía lloviendo
y nos empujábamos fuera de los paraguas para ver quién se mojaba más.
Esa semana, en la escuela, a Liset y a mí nos empezaron a hacer bromas,
porque nos sentábamos juntos y en los recreos compartíamos las galletitas que
le daban en la casa y el alfajor mío. En
la hora de trabajo manual, a ella le gustaba probar sus sellos de papa en mi
guardapolvo y a mí, pegarle flores de plastilina en el pelo. Nuestro color
preferido era el violeta.
Cuando llegó mi cumpleaños, pedí un deseo que nunca va a saber nadie. De
cualquier manera, no se cumplió, porque los padres de Liset se mudaron a otro
país.
Lo
que sí se cumplió fue el deseo de ella.
El
último día que la vi le pregunté qué pensó antes de apagar las velas. Me dijo
que había pedido que bajaran todos los globos que estaban allá arriba, muy
alto; que se los quería llevar a la casa.
Lo
debe haber deseado con mucha fuerza, porque todavía hoy siguen apareciendo. En
la calle donde jugábamos. En el cordón de la vereda. En la fuente de la plaza.
Y en todos los charcos.
Mamá dicen que son burbujas. Pero yo sé que son los globitos de Liset,
que se caen de a miles cada vez que llueve y me acuerdo de ella.
©Carlos Marianidis Escritor
(Argentina)
Extraído de: Con los mapas II, Kapelusz, Buenos Aires, Argentina
Marianidis@yahoo.com.ar “
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