Terencio Pumdungún
Terencio Pumdungún era un muchacho musculoso. En realidad su nombre
era Terencio Vásquez Reyna, pero en su pueblo todos lo conocían como pumdungún.
Sus amigos de juventud y de correrías eran los autores de dicho rebautizo,
gracias a que era en excelente cazador y que poseía una puntería singular,
ellos juntaron el sonido de un disparo con la onomatopeya del ruido que hace
una presa al caer. Así nació pumdungún y como pumdungín se
quedó.
Terencio contaba con veintidós años y estaba enamorado. Se venía el cumpleaños
de su chica y deseaba hacerle un buen regalo.
El pueblo donde vivía era algo especial, mitad andino y mitad selvícola.
Felizmente aún no llegaba a el la modernidad, el mal entendido desarrollo,
debido a eso se podía oír el cantar de muchísimas avecillas, escuchar el rumor
del viento atravesando el follaje de árboles y arbustos y debido a ello, en su
mitad andina se situaba una lagunilla, lo suficientemente profunda como para
retener agua todo el año. Ese abrevadero era visitado por un sinnúmero de
animales que iban en procura de saciar su sed. Terencio Pumdungín sabía
que allí se dirigían nerviosos venados, bueno, eran las llamadas tarucas, de
exquisita carne; por ello solía ir a cazarlas de cuando en cuando.
Ya sabía qué le regalaría a su enamorada, era una regia taruca que llegaba a
beber muy temprano. Los animales también aprenden, porque su supervivencia
depende de asimilar los aciertos y evitar los errores, ellos supieron reconocer
que sonaba un disparo y alguien moría, por eso es que iban al abrevadero casi
de noche de tal modo que anunciándose el lucero del alba tomaban su agua y
salían como alma que se la lleva el diablo.
Terencio Pumdungún debía dormir muy cerca de aquella casi laguna y
amanecer justo cuando estaba bebiendo aquella taruca. Se calzó sus botas, llenó
su cantimplora con agua hervida fría y se la ajustó en la cintura, enrolló una
soga no muy larga y también se la ajustó en la cintura. Buscó su puñal de caza,
se puso su casaca de cuero, una bufanda abrigadora y se dirigió lentamente a su
destino calculando llegar antes de que el sol decidiera irse a dormir.
Apenas arribó al lugar limpió una orilla, con su cuchillo cortó una rama
pequeña de un árbol y con el lado de las hojas limpió cuidadosamente el piso
para no dejar huella de su estadía y se retiró a unos cien metros donde tenía
un escondite desde donde se podía ver cuando algún animal se apresta a beber en
la lagunilla. Se recostó a dormir un poco pero antes comprobó que su fusil
estaba en perfectas condiciones.
El cantar madrugador de una rabiblanca lo despertó, abrió los ojos
comprobando que acababa de aparecer el primer rayo de luz, algo pálida. Miró
hacia la orilla de la bendita lagunilla y para su sorpresa divisó una pequeña
anca con algo de pelos, no podía precisar
qué animal era entonces tomó su fusil, apuntó con calma, presionó un poco el
gatillo dejando sonar un ligero clic, pero en medio de un silencio total ese
clic era un anuncio fatal y por ello el animal salió disparado, como por un
acto reflejo apretó con fuerza el gatillo y sonó el disparo. Observó
detenidamente pero no vio ningún animal muerto.
- ¡Maldición! - dijo.
No era para menos, ese tiro retumbó repetidas veces en toda la
quebrada. Ahora solo le restaba esperar. Ojalá que el sonido del disparo
no espante a los posibles animales porque sino sería un día perdido.
- Calma, conserva la calma Terencio – se dijo.
Se puso a pensar en otras cosas y de pronto ya había amanecido, serían más o
menos las siete y media de la mañana. No llegó ningún otro animal a tomar
su agua. Se levantó con algo de pereza, avanzó con dirección a la lagunilla
para, por lo menos, lavarse la cara y regresar a casa. Llegó a la orilla, se
arrodilló para mojarse la cara y el pelo, cuando de repente notó una gota
de sangre. Ese hallazgo lo entonó de tal forma que su inicial pereza
desapareció como por encanto. Con mucha atención revisó el terreno para ver si
había más gotas de sangre, y si, unos metros más adelante estaba otra gotita,
igual que la anterior. Las dos eran muy recientes pues estaban aún frescas.
Recordó lo que alguna vez le dijo su padre:
Hijo, los animales heridos se vuelven muy fieros. El deber de todo
cazador es buscarlos y darles muerte.
Entonces no le quedó otra cosa que seguir las huellas de sangre para dar con
el animal. Caminó unos dos cientos metros hasta que se topó con un denso
matorral. Con toda seguridad tras de el tendría que estar oculto lo que
buscaba. Fue cortando con gran cuidado ese matorral hasta que... No podía creer
lo que veía. Se persignó tres veces seguidas y la visión no cambió. Se peñiscó
varias veces para saber que estaba despierto y no soñando, resulta que
efectivamente no estaba soñando y era real lo que veía.
Al frente suyo había algo, que de primera instancia, no podía precisar, qué
era. Taruca, lo que se llama taruca no era, aunque se parecía en algo. Su
tamaño era más bien pequeño, como de metro y medio de alto, la piel cubierta de
pelos color pajizo, las patas terminaban en cascos mientras que las
extremidades superiores mostraban manos con dedos un poco largos y largas uñas.
Su cara era algo ovalada, mas bien pequeña, que insinuaba la presencia de una
raleada y corta barba pero lo mas extraño de todo es que su cabeza mostraba dos
cachitos, pequeños Cejas abundantes, ojos grandes, negros, bigotes no tenía.
¿Era un animal? ¿Qué era eso que tenía adelante? En eso reparó en dos olores
que reconoció: uno era un fuerte olor a licor y otro era un olor que parecía
ser azufre. Se rascó la cabeza y preparó su fusil para darle muerte cuando
escuchó con toda claridad:
- No me mates.
¿Qué? ¿Era correcto lo que oyó? Entonces se decidió a preguntarle:
- ¿Quién eres?
- Si te lo digo ¿prometes no matarme?
- Primero quiero saber quién eres.
- Te lo diré pero no me mates.
- Bueno, dime ¿que animal eres que puedes hablar?
- No te rías ni tengas miedo, yo soy un diablo pequeño.
Su cuerpo sufrió un fuerte temblor, se persignó otra vez ¿Un diablo? ¡Dios
mío! Solo eso le faltaba, pero si era un diablo ¿por qué no desaparece de mi
vista? Seguro que estaba herido. Lo mejor sería amarrarlo a un palo y llevarlo
al pueblo. Miró a un árbol, buscó una rama más o menos derecha, la cortó con su
cuchillo de caza, le quitó las ramitas secundarias, lo libró de hojas, cuando
escucha:
- Mira mi defecto es que me gusta beber licor y me
emborracho con frecuencia.
Se dijo para si, es preferible no prestar oídos a ese extraño ser y
continuar con su deseo de amararlo. Saca el rollo de soga que pendía de su
cintura, lo desata y corta un pedazo pequeño. El animal vuelve a hablar:
- Tenía muchísima sed y quería aplacar una tremenda resaca,
por eso es que fui a beber tan temprano.
Le tomó las dos muñecas y las ató con fuerza. Volvió a cortar otro pedazo de
soga y algo igual hizo con las patas
- ¡Ayayai! Me duele bastante, desátame y déjame libre
que yo te doy lo que me pidas.
Luego lo ató a la rama que acababa de cortar, entonces por curiosidad le
revisó el cuerpo comprobando que la bala le rozó la pata, seguro le comprometió
algún nervio, por eso es que no caminaba. Como se acercó bastante para ver
dónde lo hirió, reconoció ese olor a azufre que despedía el cuerpo ¿sería
verdad que era un diablo pequeño? Al acercarse por su cara sintió el
claro tufo de el que bebe licor. Si eso era cierto, podría exhibirlo
cobrando algo por persona que lo viera. Se haría famoso con ese animal o
diablo. Además se lo enseñaría a su vecino, un borracho perdido, para que viera
las fatales consecuencias de libar con exceso, quizá así, viendo el estado de
esa bestia podría quitarse el mal hábito y curarse. Ya estaba harto de sus
interminables borracheras, si hasta su esposa lo abandonó porque era imposible
vivir con el, era ese asqueroso olor que dejaba luego de vomitar, el verlo con
su ropa orinada daba asco, sucio, desaliñado. A veces tomaba tanto que estaba
al borde de la locura, entonces amanecía llorando, prometía nunca mas hacerlo,
durante un breve tiempo permanecía abstemio y luego recaía.
- ¿Dónde me llevas? !Nadie debe verme¡
- Ya te ví yo, así que no importa. Además, si eres
diablo ¿por qué no desapareces?
- Porque todavía estoy algo borracho, el licor me
elimina mis poderes.
Qué excelente revelación, bastará con darle un poco de licor y
así no podría escaparse. Solo faltaba saber qué comía. Como todavía los efectos
del alcohol no se le iban, no tardaría en decir qué deseaba comer. Como si le
hubiera leído el pensamiento al rato dijo:
- ¿Tienes un pedazo de pan? ¿tengo hambre?
Eso lo indicó que bajo los efectos de la resaca comía igual que cualquier
humano. Pero ¿dónde tenerlo? Debía construirle un lugar muy seguro para que
viviera, además, seguro que defecaba y orinaba, ya que también comía y tomaba
agua... Otra pregunta ¿debía permanecer amarrado? Así se le agolpaban las
preguntas sin tener respuesta para ellas.
- Te pedí algo para comer ¿por qué eres tan miserable?
Iba a sacar algo de su morral para darle pero pensó, si come quizá se
le pasa la borrachera y recupera sus poderes, mejor era dejarlo como
estaba... A caminar se ha dicho, puso un extremo de la rama, donde tenía la
cabeza, encima de su hombro y el otro extremo lo arrastraría, no tenía
elección.
- Quiero orinar, desátame.
- Orina así nomás.
Ya iba a caminar cuando el aire le trajo un olor fétido, volteó y comprobó
que había orinado. Otra vez la ola de preguntas en la cabeza ¿se bañará con
jabón? ¿usará toalla para secarse? Se puso en marcha y para no pensar sacó de
su morral una hojita de naranjo, se la introdujo en la boca, entreabrió los
labios y soplando entonó una serie de cantos. Como el sonido era agudo no
escuchaba hablar a la bestia y se cabeza estaba ocupada en la tonada que
estaba ejecutando.
Pasado el medio día arribó a sus lares, llegó a su casa pero pensándolo dos
veces decidió dejar a ese extraño ser en el fondo, es decir en su huerto.
Después iría al pueblo a contar la noticia. El palo lo amarró a un árbol y
entró a su casa para bañarse, cambiarse la ropa, comer algo ligero.
- ¿Dónde te has metido? – gritó ese ser.
Terencio no lo escuchó porque ya se encontraba bajo la ducha, jabonándose el
cuerpo.
- ¿Por qué me dejas aquí amarrado?
Al terminar se vistió, fue a la cocina y se sirvió un poco de carapulcra con
algo de arroz. Terminando salió por la puerta delantera y se fue al pueblo. Los
gritos del herido llegaron a oídos del vecino que como siempre estaba saliendo
de una borrachera de padre y señor mío. Caminando como pudo fue a la casa de
Terencio, tocó la puerta y como nadie le abrió fue a la parte de atrás y se
metió a la huerta. De pronto vio el palo amarrado. Se dirigió a el y al verlo
dijo:
- Qué buen ¡i.e.! venado cazó el CERE ¡Hip!
- ¿Quién eres? – preguntó ese ser.
- Demonios, salgan de mi cabeza y déjenme libre.
- Estoy fuera de tu cabeza – dijo el diablo.
- ¡No quiere oírte¡ Diablo de demonio. ¡i.e.! has bailado todo el día de ayer dentro de mi
cabeza y ahora te ¡Hip! me presentas afuera.
- Es que en verdad soy un diablo – insistió.
- No, no ¡i.e.! podrás impedirme comer el ¡Hip! venado,
además el Tere es mi amigo. Voy a ¡Hip! traer un cuchillo.
- ¿A dónde vas? – gritó asustado el diablo.
Tambaleándose el vecino se fue a su casa. El diablo trató de desamarrarse
pero los nudos estaban muy bien hechos. Al rato volvió a aparecer el vecino
portando un filudo cuchillo. El diablo al verlo le gritó:
- ¡Borracho! ¡imbécil! Deja eso.
- Por más que ¡i.e.! grites no podrás impedir ¡Hip! que
coma de este venado.
- Es que no es un venado. Soy yo, un diablo.
- ¿A ¡Hip! quién vas a engañar? diablo de ..erda!Hip!
- El borracho de ..erda eres tú. Deja eso.
- A comer ¡Hip! primero hay que sacarle el pellejo.
- !Socorro¡ Satanás, Carrampempe, Balcebú, Lucifer.
Por más que gritó ningún diablo acudió a su llamado, lo consideraban un
borrachín. Mientras tanto Terencio logró reunir al Alcalde, al Teniente
Gobernador, al Capitán Comisario, al cura de la Parroquia, al profesor,
pero le costaba explicar eso de que la taruca no era taruca y que la taruca que
no era taruca le dijo que era un diablo.
- Total
¿es taruca o no?
- Bueno, es y no es.
- Entonces ¿por qué dices que es taruca? – preguntó
el profesor.
- Porque tiene cacho como la taruca, tiene patas con
casco como la taruca.
- ¿Cómo sabes que no lo es?
- Porque la taruca no hablan.
- ¿Qué dijo la taruca que no es taruca? – habló el
Comisario.
- Dijo que era el diablo.
- ¿Eres cristiano? – preguntó el señor cura.
- Si padre, voy a misa todos los domingos.
- Y ¿crees en Dios?
- Claro padre, creo en Dios.
- Y ¿crees en el diablo?
- No padre, no creo en el diablo.
- Entonces porque dices que es el diablo.
- Porque el diablo me dijo que era el diablo y yo les
digo lo que me dijo.
Entonces el Alcalde se acercó lo mas que pudo para olfatearle el aliento,
mas que seguro había tomado sus copitas ¿De qué otra manera podía enredarse
tanto? Lo escucharon un rato y al final el profesor tuvo una salida al
decirle:
-Terencio, ve tú por delante que dentro de un ratito te
alcanzamos.
Terencio comprendió que no le creían ni una palabra, no discutió más y
caminó hasta su casa para traer al mismo diablo amarrado para que ellos lo
vieran. Si señor, traería a esa taruca que no es taruca para que ellos la
vieran. Ellos oirían de labios de la taruca que no es taruca decirles que es el
diablo en persona, bueno, aún era un diablo pequeño pero diablo al fin.
Al entrar a su huerto casi se desmaya, A un costado ardía una fogata y su
vecino con su vestido manchado de sangre, comía un trozo de carne. ¿Y la
taruca? No la veía por ningún lado.
- ¿Qué es de la taruca? – le preguntó al vecino.
- Me provocó comer un trozo, por eso encendí esta
fogata.
- ¿Te la comiste toda?
- No, sólo un pedazo, el resto está en tu casa, lo metí
a tu cocina.
- ¿Tú la mataste?
- No, la mataste tú, yo sólo corté un poco.
- ¿No se quejó cuando la cortabas? – le preguntó.
- No me vas a creer, me decía que era el diablo.
- Y ¿cómo te diste cuenta que no era?
- Porque ayer nomás los diablos bailaban en mi cabeza y
no me dejaban tomar y hoy uno de esos diablos no quería que me comiera un
poquito, ¿quieres probar? La aderecé con las especerías de tu cocina.
Terencio no sabía si llorar, si amargase y sacar a patadas a su vecino. Se
sentó a un lado del huerto, dejó su mente en blanco y de pronto oyó una
voz:
- Terencio ¿te encuentras bien?
Era el señor cura que vino a su casa para confesarlo.
- Si, si padre, estoy bien.
- ¿Dónde está esa taruca que no es taruca?
- No me va a creer así para qué decirle.
- Hijo, arrodíllate, dime tus tribulaciones. En el
nombre del padre, del hijo, del espíritu santo. Amén. Cuéntame qué te pasó.
A Terencio no le quedó otra cosa sino confesarse, le contó todo de principio
a fin, Al terminar lloró como un niño. El sacerdote sacó de un bolsillo un
estuche con hostias benditas, lo libró de pecados y le dio la hostia. La
acarició la cabeza y ya para irse le dice:
- ¿Puedes convidarme algo de comer?
-Claro padre, espere un poco.
Entró a la cocina, tasajeó un trozo de la carne de la taruca que no era
taruca y salió. Atizó el rescoldo para avivar el fuego, puso en pedazo de carne
al fuego y en rato el padre la estuvo masticando. Al terminar estaba por
despedirse cuando entró el vecino que seguía bajo los estragos del licor, traía
el cuero de la taruca que no era taruca, la había estirado y clavado a una
madera, su mano derecha enlazaba la mano izquierda de la taruca, entró bailando
un vals. Terencio y el cura vieron ese pellejo, notaron el detalle de la mano,
se miraron los rostros y para no empezar de nuevo, hicieron como si no la
vieran, se despidió el sacerdote y se fue.
© José Respaldiza Rojas
Lima - Perú
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