Ojos verdes
La
señora Dora regaba las plantas en su balcón. Era difícil precisar
en qué estaba pensando, sus pensamientos no eran nunca exactos, claros
ni organizados, usualmente pensaba en veinte cosas a la vez. Había
sido muy bonito lo que le dijo el padre Mario cuando ella compró el
remedio para aquella señora. El padre Mario sabía que ella no tenía
rentas ni nada que se le pareciese, ese era un sacrificio por un prójimo.
Sería bueno que eso fuera valorado. El padre Mario tenía unos ojos
muy bonitos. Ojos verdes, como Lucilla. Tenía que llevarle un té a
Lucilla, eso la haría sentir mejor. A veces pensaba que era demasiado
lo que hacía por ella, pero no podía dejarla. Todos tenemos que ser
queridos por alguien. No sabía quien había dicho eso. Lucilla no tenía
a nadie. Estaba casi ciega, de que sirve tener ojos verdes si no ven.
Ella tenía ojos pardos, comunes, pero veían. Y podía caminar y servirse
por sí misma, podía ocuparse de otros. En la casa tenía que hacer
todo, Lucilla no sabe ni como se agarra la escoba.. La única vez que
cocinó hubo que darle la comida a los perros. Pero ella la quería.
Era buena, aunque no se valía por sí misma. Miraba con esos ojos que
no veían y le partía el alma. Pobre Lucilla.
Todavía
pensó en el clima y pensó en los gatitos de la señora de enfrente
que había que llevar a vacunar. Tenía que estar en todo. La gente
tiene gatos y no se ocupa. Cuando la gata tuvo los gatitos, fue con
un canasto a buscarlos para ahogarlos. Pero la señora se enojó y no
se los quiso dar.
Pero
estaba claro que esa señora no tiene para alimentar gatos, si el marido
no trabaja y ella está embarazada. Embarazada a esa edad. Veinte años,
como mucho. Usa esas minifaldas, con la panza. Meneó la cabeza, perpleja.
¿Qué iban a hacer con ese hijo? Y ella, cómo se maquilla. Todavía
no se dio cuenta de que es un señora. A los gatitos hay que vacunarlos,
o van a enfermar a los demás. Ella tenía que estar en todo.
En
ese momento sonó el timbre. Un timbrazo agudo, insistente y firme.
Timbrazo de cartero. Tenía clasificados todos los timbrazos,
timbrazo de cartero, timbrazo de vendedor, timbrazo de afilador.
Asomó
la cabeza para ver quién era.
Era
un hombre joven, pero no era el cartero. ¿Quién podía ser? Vendedor
no parecía. Llevaba libros abajo del brazo.
Bajó.
No iba a abrir la puerta sin preguntar quién es. Eso hizo, con una
voz un poco demasiado interesada.
—Buenas
tardes. ¿Lucilla Girado?
La
puerta se abrió.
—¿A
quién busca? —preguntó un poco asombrada. Sería un pariente. En
buena hora se acordaban de ella. Asumió una expresión ligeramente
crispada, como la que correspondía a un nieto que en diez años no
pensó en su abuela, de la que ella se había ocupado perdiendo tiempo
y dinero.
—¿Es
pariente de ella?
—No,
no soy pariente. ¿Vive con usted?
Algo
la impulsó a decir no, sólo la conozco. Algo, no sabía qué.
—No,
sólo la conozco.
—¿No
sabe dónde vive?
—Mire,
va tener que decirme quién es y para qué la busca. En estos tiempos,
compréndame, hay que ser precavida.
—No
hay problema. Me llamo Diego Castro y soy docente de Letras, en la Universidad
de Buenos Aires. Mis alumnos están realizando un trabajo monográfico
sobre la obra de Lucilla Girado y surgió la curiosidad sobre algunos
aspectos de su vida que son desconocidos. En 1985 dejó de publicar
y no se supo más de ella. Hace tres meses la Secretaría de Cultura
le dio una mención honorífica. Nadie sabía como ubicarla. Dieron
el premio y no se presentó. El premio es dinero, así que quisiera
que entere. ¿Sabe dónde vive?
La
señora Dora se quedó petrificada. Tardó varios minutos en contestar.
El joven sonrió un poco.
—¿No
sabía que su amiga es una gran poeta?
Al
fin Dora fue capaz de decir algo.
—No
sé dónde vive.
—Me
dijeron que vivía en esta casa. Me habrán dado mal la información.
—¿Quién
le dijo que vivía conmigo?
—Vivió
quince días en un hogar de Caritas. La gente de Caritas me dijo que
ahora vivía en esta dirección. Encontrarla es muy importante. Ella
merece el reconocimiento y debe necesitar el dinero. Me dijeron que
está con cataratas. Con este dinero se puede operar. Y a mí me gustaría
entrevistarla.
“Ojos verdes”.
Ojos verdes, sin niebla. Verdes como un árbol.
—Si sabe
dónde encontrarla, por favor llámeme —le alcanzó una tarjeta con
un número escrito a mano—. Si no estoy puede dejar un mensaje. Yo
le voy a agradecer, pero su amiga le va agradecer más.
Cerró la puerta. El pasillo
estaba oscuro. Había muebles con fundas blancas. La casa impecable.
Lucilla Girado, poetisa. Mención honorífica. Sin cataratas.
Pasaron dos días. Esos dos
días Dora estuvo más callada y más irritable de lo corriente. Tanto,
que Lucilla le preguntó que le pasaba
—Callate
—gritó Dora—. ¡Que te crees que porque escribiste unos versitos...!.No
me hablés. Te tengo que limpiar, mirá tu pelo. Te tengo que bañar.
Te tengo que dar de comer en la boca. Te tuve que dar mi ropa porque
no tenías nada. ¿Qué te crees, que me podés hablar? ¿Qué tenés
en esa valija!
Cuando Lucilla
salió del hogar, tenía una bolsa con una muda de ropa, un peine y
una toalla. La ropa estaba sucia, Dora la tiró a la basura. Ni con
bencina se podía limpiar. La valija tenía papeles. La dejó que la
pusiera debajo de la cama. Esa cama era de algarrobo, la podía haber
vendido. No la vendió para durmiera ella. Ella no se levantaba nunca
de la cama.
Pero ahora Lucilla levantó.
Se agachó, torpe, junto la cama.
Entonces
Dora tomó el velador y la golpeó en la espalda. Con un quejido la
anciana Lucilla se derrumbó en el piso. Llorando.
Se preparó un té en la cocina.
Abrió la valija en el piso. Telarañas tenía. Ácaros. Todo eso tenía
que ir a la basura. Gérmenes de la calle. Había diez libros. Leyó
“El jardín de Armida”, “La pasión según María Magdalena”,
Premio Municipal. Recortes de diarios. “La poeta que vino del frío.
Lucilla Girado, poetisa patagónica...” Papeles escritos en tinta
de todos colores.
Volvió a
guardar todo en la valija después de tomar el té. Pero la dejó en
el patio. Lucilla no podía tener eso debajo de la cama, lleno de ácaros.
Con razón tose todas las noches.
A la mañana sonó el timbre.
Este era un timbre discreto, casi tímido. La señora Dora estaba en
el balcón, esta vez, haciendo un injerto. Cuando asomó la cabeza vio
que era el padre Mario. Bajó la escaleras casi excitada, atravesó
el pasillo mirando los costados, que estuviera todo en orden. Se acordó
de las fundas en los muebles, corrió a quitarlas. El timbre sonó de
nuevo. Escondió las fundas bajo los sillones. Pasó por el baño a
verse en el espejo. Con su mejor cara abrió la puerta.
—Me enteré de que es
una escritora. No lo sabía. La están buscando, le van a dar un premio.
Con ese premio ya no tendrá que depender de usted. —Miró hacia dentro.
———Permiso.
—Vino gente
de la Universidad. Yo les di su dirección. Pero dicen que vinieron
y una señora les dijo que Lucilla no vivía aquí. Les di de
nuevo la dirección. Supongo que se equivocaron. También llamaron de
la Secretaría de Cultura y pidieron su teléfono. Pero no tiene ¿no?
—Claro. Creo que van
a venir acá. Quiero verla, para contarle la novedad.
—Es que
está sucia porque ella es sucia y no tengo tiempo de lavarla. Si viera
lo sucia que es.
La mirada
del padre Mario ya no era agradable. Siempre era agradable con ella.
Pero por culpa de Lucilla, ahora el padre Mario pensaba mal de ella.
A disgusto lo guió a la habitación de Lucilla, pero no quiso oír
la entrevista. Bajó al comedor y fue hasta el patio. Se sentó ahí
y lloró.
Cuando se
fue el padre Mario, le repitió que iba llegar gente de la secretaria
de Cultura. Probablemente mañana.
Esa noche prendió fuego en
el patio. Hizo una pira con todos los libros, los recortes de diarios,
los poemas. Los vio a arder hasta que sólo quedaron cenizas.
(c) Paula Ruggeri
Paula Ruggeri (Buenos Aires,
1970) es autora de relatos y ensayos que se han publicado en medios
de Argentina, España, México y Venezuela. Participó de varias antologías
de literatura fantástica y humorística, y escribió una novela,
El jardín de las delicias. Su libro El gran compendio de las
criaturas fantásticas (Barcelona: Círculo Latino, 2005) es un
recorrido por la historia de las criaturas mitológicas y sus leyendas,
y va por su tercera edición. Siguiendo la temática de mitos y leyendas,
acaba de publicar Lugares misteriosos: un recorrido por los
parajes donde se reúne lo sagrado y lo enigmático.
(Buenos Aires: Andrómeda,
2007). Actualmente realiza una investigación sobre la figura de Pedro
de Angelis para la Biblioteca Nacional y es colaboradora de la revista
La Biblioteca, de la misma institución. Tiene un blog personal
en creesquesoysexy.blogspot.com
imagen: fotografía de Flavia Da Rin, muestra Reembrandt reexaminado (ver galería de imágenes)
|