El aparecido
Setecientas veces
hicimos ese camino. Con sol o con lluvia. Muchas veces tuvimos que caminar por
una goma pinchada o esperar a que nos remolquen.
Las montañas nos
observaban con curiosidad. Del sol sólo quedaba una tenue lluvia de rayos sobre
los cerros más altos, y el celeste, ya azul hacía cada vez más difuso aquel
paisaje.
Los lugareños no
querían cruzar ese valle de noche. Creían en aparecidos y en brujerías. Había
escuchado todo tipo de relatos, pero esas historias hacían crecer un
escepticismo dentro de mí, pero contradictoriamente un temor se iba acumulando
en mis pensamientos: eso de los aparecidos era cierto.
Con José
repartíamos verduras por los tres pueblos de la zona. Ese sábado nos retrazamos
un poco. La noche avanzaba lentamente. La sombra de la camioneta se proyectaba
cuando los autos que luego nos pasaban estaban detrás. Esas sombras producían
unas figuras extrañas, en varias oportunidades creí haber visto la figura de un
perro.
Estábamos cansados,
nos habíamos levantado muy temprano y después de trabajar todo el día lo único
que queríamos era llegar a nuestras casas para cambiarnos y salir a bailar.
Veníamos hablando
sobre los planes para esa noche, sobre fútbol y mujeres.
En el pasacasette
de la camioneta sintonizamos una radio de la zona en la que la gente llamaba y
pedía canciones.
Faltaba media hora
para que termináramos de cruzar el valle, de recorrer el camino sinuoso y de
cornisas, faltaba poco para que desapareciera esa sensación de temor inquietante
que aumentaba con cada viaje. Sólo nos quedaba pasar por la Quebrada del Águila,
luego Piedra Alta, el Paso del Sapo, el viejo cementerio indio, después los
últimos diez kilómetros de cornisa, y finalmente la gran llanura y en un rato
más estaríamos comiendo algo, cada uno en su casa.
Comenzó a sonar en
la radio, “Fuiste mía un verano” de Leonardo Favio y me dejé llevar por la
música, cuando la canción comenzaba a inyectarse en mis venas, la señal de la
radio se perdió un poco. Una voz firme y ronca salió de los parlantes y dijo:
“PREPARENSE”. Una especie de escalofrío recorrió cada uno de mis huesos, mis
sentidos quedaron aturdidos. La sintonía de la radio lentamente volvió con los
últimos acordes de la canción de Favio.
Con las manos
firmes en el volante, lo observé a José y con las miradas nos dijimos
“¿Escuchaste eso?”.
Cuando el ritmo del
cuerpo se comenzaba a normalizar divisé a lo lejos, sobre la ruta, un punto
negro. Al ir acercándome la figura se iba haciendo cada vez más clara, era un
animal negro y grande, comencé a frenar, parecía un ternero o un chancho; hasta
que las luces alumbraron por completo a un gran perro que era muy similar
a la sombra que proyectaba la camioneta sobre las montañas, varios kilómetros
atrás.
Se sentía un olor
raro en el ambiente, como a azufre. Pese a que era verano repentinamente una
ola de frío comenzó a entrar por las ventanillas.
Frené hasta casi
detenerme, frente a ese animal de aspecto canino, pelo grueso, negro, orejas
puntiagudas, una cola larga y abundante. Sus ojos que parecían despedir una
imperceptible luz roja, me miraron fijos con una mirada agresiva y altiva.
Pensé que se nos iba a abalanzar, pero sin dejar de observar hacia la
camioneta, con un trote cansino, se fue hacia una de las banquinas y se perdió
entre las montañas.
Había detenido la
marcha de la camioneta casi por completo. En ese momento tuve la sensación que
no estábamos solos.
-¡Acelerá de una
vez!- me gritó José. Con una voz que no ocultaba lo asustado que estaba.
-Calmáte le dije- mientras
aumentaba la velocidad de la camioneta lo más rápido posible.
Yo también estaba
asustado. Comencé a pensar que eso de las historias era verdad.
Cuando comenzaba a
tomar velocidad, me di cuenta que estábamos en el viejo cementerio mapuche.
El miedo nos había
invadido por completo.
La noche sin luna
hacía que el valle fuera aún más aterrador. La oscuridad profunda. Las montañas y
los árboles que había visto a la ida, ahora habían sido tapados por una gran
cortina negra. Sólo en mi mente podía proyectar sobre esa nada, los recuerdos
que tenía del camino.
Súbitamente sentí
una paz interior como nunca en mi vida la volví a sentir. Al otro día José me
comentó que él había sentido algo muy similar antes de que sucediera aquello.
Cuando comenzaba a
preguntarme el por qué de esa sensación, miré hacia José que estaba sentado en
el lado del acompañante. Pero lo que vi produjo en mi, un cambio para el resto
de mi vida.
Entre José y yo
había aparecido un hombre, estaba sentado en el medio. Era muy viejo, tenía
muchísimas arrugas, nariz aguileña y tez oscura. Sus fríos ojos estaban
perdidos en la inmensidad de la noche. El pelo largo y negro lo llevaba atado
con una vincha. Su aspecto era muy similar a los ancianos de la
región.
Durante ese momento
el tiempo se detuvo, no recuerdo si fueron segundos, minutos u horas. Durante
ese lapso en que el aparecido estuvo entre nosotros no pude emitir sonido ni
pensar en nada. Manejaba la camioneta por instinto.
No sentía miedo.
Miré hacia el costado del camino y el perro negro corría al lado de la ruta.
El anciano muy
despacio giró su cabeza y lo miró a José. Luego su cabeza comenzó a girar hacia
donde me encontraba, hasta que sus ojos, vacíos de vida, se posaron en los míos
y se detuvieron unos instantes. Nunca podré olvidar ese rostro, esa mirada.
El anciano volvió
su cabeza hacia adelante y desapareció justo antes de que salgamos del valle,
aunque no recuerdo el lugar exacto.
Con José no
hablamos el resto del camino.
Esa noche no pude
dormir. Nos reunimos al otro día para hablar de lo ocurrido y nunca más
volvimos a comentar nada sobre ese hecho.
Seguimos
repartiendo verduras por un par de años más. Al valle nunca más lo volvimos a
cruzar de noche. Luego conseguí un mejor trabajo y a José no lo volví a ver
más.
Nunca le conté a
nadie sobre este hecho, pero la imagen del aparecido, de su rostro, de sus
ojos, la recuerdo a cada momento.
Espero que
escribiendo estas palabras pueda borrar esa imagen que me atormenta a
diario.
© Marcelo Javier Silva
El aparecido será
publicado próximamente en un libro de cuentos titulado “De amor, humor y otras
patrañas”.
Sobre el autor:
Marcelo Javier Silva: Nació en Andalgalá (Provincia de Catamarca)
en 1973, vivió en Altagracia (Córdoba), Salta Capital, y en Mercedes (Pcia. de
Bs.As.).
Es Licenciado en Administración por la Universidad de Luján.
Desde 2006 asiste al Taller Literario del Foro de la Memoria de Parque
Patricios que dicta Viviana Guerra.
Participó en dos talleres literarios de cuento y novela en la Sociedad Argentina
de Escritores coordinados por Araceli Otamendi.
Actualmente reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde está cursando una
Maestría en Historia Económica y Política Mundial en la Universidad de Buenos
Aires y se encuentra trabajando en su segundo libro de cuentos y en otro sobre
un ensayo histórico-social.
Imagen: Máscara
funeraria con decoración pintada en rojo.
Piedra, Museo Arqueológico “Adán Quiroga”, provincia de Catamarca
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