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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  El aparecido - Marcelo Javier Silva - desde Buenos Aires
 
El aparecido - Marcelo Javier Silva - desde Buenos Aires
 

desde Buenos Aires

...Los lugareños no querían cruzar ese valle de noche. Creían en aparecidos y en brujerías. Había escuchado todo tipo de relatos, pero esas historias hacían crecer un escepticismo dentro de mí, pero contradictoriamente un temor se iba acumulando en mis pensamientos: eso de los aparecidos era cierto...

El aparecido

Setecientas veces hicimos ese camino. Con sol o con lluvia. Muchas veces tuvimos que caminar por una goma pinchada o esperar a que nos remolquen.

Las montañas nos observaban con curiosidad. Del sol sólo quedaba una tenue lluvia de rayos sobre los cerros más altos, y el celeste, ya azul hacía cada vez más difuso aquel paisaje.

Los lugareños no querían cruzar ese valle de noche. Creían en aparecidos y en brujerías. Había escuchado todo tipo de relatos, pero esas historias hacían crecer un escepticismo dentro de mí, pero contradictoriamente un temor se iba acumulando en mis pensamientos: eso de los aparecidos era cierto.

Con José repartíamos verduras por los tres pueblos de la zona. Ese sábado nos retrazamos un poco. La noche avanzaba lentamente. La sombra de la camioneta se proyectaba cuando los autos que luego nos pasaban estaban detrás. Esas sombras producían unas figuras extrañas, en varias oportunidades creí haber visto la figura de un perro.

Estábamos cansados, nos habíamos levantado muy temprano y después de trabajar todo el día lo único que queríamos era llegar a nuestras casas para cambiarnos y salir a bailar.

Veníamos hablando sobre los planes para esa noche, sobre fútbol y mujeres.

En el pasacasette de la camioneta sintonizamos una radio de la zona en la que la gente llamaba y pedía canciones.

Faltaba media hora para que termináramos de cruzar el valle, de recorrer el camino sinuoso y de cornisas, faltaba poco para que desapareciera esa sensación de temor inquietante que aumentaba con cada viaje. Sólo nos quedaba pasar por la Quebrada del Águila, luego Piedra Alta, el Paso del Sapo, el viejo cementerio indio, después los últimos diez kilómetros de cornisa, y finalmente la gran llanura y en un rato más estaríamos comiendo algo, cada uno en su casa.

Comenzó a sonar en la radio, “Fuiste mía un verano” de Leonardo Favio y me dejé llevar por la música, cuando la canción comenzaba a inyectarse en mis venas, la señal de la radio se perdió un poco. Una voz firme y ronca salió de los parlantes y dijo: “PREPARENSE”. Una especie de escalofrío recorrió cada uno de mis huesos, mis sentidos quedaron aturdidos. La sintonía de la radio lentamente volvió con los últimos acordes de la canción de Favio.

Con las manos firmes en el volante, lo observé a José y con las miradas nos dijimos “¿Escuchaste eso?”.

Cuando el ritmo del cuerpo se comenzaba a normalizar divisé a lo lejos, sobre la ruta, un punto negro. Al ir acercándome la figura se iba haciendo cada vez más clara, era un animal negro y grande, comencé a frenar, parecía un ternero o un chancho; hasta que las luces alumbraron por completo a un gran perro que era muy similar a la sombra que proyectaba la camioneta sobre las montañas, varios kilómetros atrás.

Se sentía un olor raro en el ambiente, como a azufre. Pese a que era verano repentinamente una ola de frío comenzó a entrar por las ventanillas.

Frené hasta casi detenerme, frente a ese animal de aspecto canino, pelo grueso, negro, orejas puntiagudas, una cola larga y abundante. Sus ojos que parecían despedir una imperceptible luz roja, me miraron fijos con una mirada agresiva y altiva. Pensé que se nos iba a abalanzar, pero sin dejar de observar hacia la camioneta, con un trote cansino, se fue hacia una de las banquinas y se perdió entre las montañas.

Había detenido la marcha de la camioneta casi por completo. En ese momento tuve la sensación que no estábamos solos.

-¡Acelerá de una vez!- me gritó José. Con una voz que no ocultaba lo asustado que estaba.

-Calmáte le dije- mientras aumentaba la velocidad de la camioneta lo más rápido posible.

Yo también estaba asustado. Comencé a pensar que eso de las historias era verdad.

Cuando comenzaba a tomar velocidad, me di cuenta que estábamos en el viejo cementerio mapuche.

El miedo nos había invadido por completo.

La noche sin luna hacía que el valle fuera aún más aterrador. La oscuridad profunda. Las montañas y los árboles que había visto a la ida, ahora habían sido tapados por una gran cortina negra. Sólo en mi mente podía proyectar sobre esa nada, los recuerdos que tenía del camino.

Súbitamente sentí una paz interior como nunca en mi vida la volví a sentir. Al otro día José me comentó que él había sentido algo muy similar antes de que sucediera aquello.

Cuando comenzaba a preguntarme el por qué de esa sensación, miré hacia José que estaba sentado en el lado del acompañante. Pero lo que vi produjo en mi, un cambio para el resto de mi vida.

Entre José y yo había aparecido un hombre, estaba sentado en el medio. Era muy viejo, tenía muchísimas arrugas, nariz aguileña y tez oscura. Sus fríos ojos estaban perdidos en la inmensidad de la noche. El pelo largo y negro lo llevaba atado con una vincha. Su aspecto era muy similar a los ancianos de la región.

Durante ese momento el tiempo se detuvo, no recuerdo si fueron segundos, minutos u horas. Durante ese lapso en que el aparecido estuvo entre nosotros no pude emitir sonido ni pensar en nada. Manejaba la camioneta por instinto.

No sentía miedo. Miré hacia el costado del camino y el perro negro corría al lado de la ruta.

El anciano muy despacio giró su cabeza y lo miró a José. Luego su cabeza comenzó a girar hacia donde me encontraba, hasta que sus ojos, vacíos de vida, se posaron en los míos y se detuvieron unos instantes. Nunca podré olvidar ese rostro, esa mirada.

El anciano volvió su cabeza hacia adelante y desapareció justo antes de que salgamos del valle, aunque no recuerdo el lugar exacto.

Con José no hablamos el resto del camino.

Esa noche no pude dormir. Nos reunimos al otro día para hablar de lo ocurrido y nunca más volvimos a comentar nada sobre ese hecho.

Seguimos repartiendo verduras por un par de años más. Al valle nunca más lo volvimos a cruzar de noche. Luego conseguí un mejor trabajo y a José no lo volví a ver más.

Nunca le conté a nadie sobre este hecho, pero la imagen del aparecido, de su rostro, de sus ojos, la recuerdo a cada momento.

Espero que escribiendo estas palabras pueda borrar esa imagen que me atormenta a diario.

© Marcelo Javier Silva

El aparecido será publicado próximamente en un libro de cuentos titulado “De amor, humor y otras patrañas”.

Sobre el autor:

Marcelo Javier Silva: Nació en Andalgalá (Provincia de Catamarca) en 1973, vivió en Altagracia (Córdoba), Salta Capital, y en Mercedes (Pcia. de Bs.As.).

Es Licenciado en Administración por la Universidad de Luján.

Desde 2006 asiste al Taller Literario del Foro de la Memoria de Parque Patricios que dicta Viviana Guerra.

Participó en dos talleres literarios de cuento y novela en la Sociedad Argentina de Escritores coordinados por Araceli Otamendi.

Actualmente reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde está cursando una Maestría en Historia Económica y Política Mundial en la Universidad de Buenos Aires y se encuentra trabajando en su segundo libro de cuentos y en otro sobre un ensayo histórico-social.

Imagen: Máscara funeraria con decoración pintada en rojo.

Piedra, Museo Arqueológico “Adán Quiroga”, provincia de Catamarca










 
 
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