
Cautivo del invierno
Agradezco a mi
tía Elena y a mi madre
por su colaboración con los datos
históricos.
Pleno invierno de 1913. La
noche con su aliento helado cayó sobre la villa de Puerto Real paralizando las
actividades a la intemperie. La peonada retornó a sus moradas en la hacienda,
después de una agotadora jornada de trabajo. José se sentó en un banco y contempló
sus callosas manos, curtidas por las herramientas que día a día utilizaba en
las tareas campestres. Poco a poco la comezón invadió sus dedos que pasaron de
estar pálidos a colorados y recobraron cierta elasticidad. Pero él no atinó a
moverse, pensó en su juventud que se le había ido sirviendo a sus patrones en
aquella hacienda andaluza, pensó también en su porvenir y el de su familia.
–Seguir aquí sería
prolongar esta rutinaria y agobiante vida –se dijo.
Tenía ahorrado algo de dinero
y quería hacer su propia historia fuera del entorno conocido y con mayores
expectativas de progreso.
–¿Y si dejo esto?
–se preguntó–. ¿Si me voy con Isabel y los críos a algún lugar donde la tierra sea
mía, los animales, la cosecha...? ¿Qué puedo perder?
Sin embargo –en el
fondo– dudaba en dar ese paso. José amaba España, sus paisajes, su cultura, su
tradición religiosa, su gente... Su país era para él un sentimiento que lo
llenaba de orgullo pero que a su vez lo había llevado por un camino que ya no
quería recorrer. Había crecido y quería volar a otras tierras como el pájaro
que migra buscando la primavera. Desde hacía algún tiempo deseaba irse a
América, más precisamente a América Latina, a un país de habla hispana donde
poder plasmar su sueño.
–¿Seré capaz de
sobreponerme al desarraigo y vivir lejos de Europa durante el resto de mi vida?
–sus ideas le daban vueltas en la cabeza mientras su mirada se había perdido,
ya, entre sus manos.
En un rincón de la habitación un niño de
siete años jugaba con el gato. Se trataba de Francisco, uno de sus hijos, quien
se distinguía por sus intensos ojos negros.
En silencio,
barriendo el piso con una escobajo, Isabel completaba la escena. Ella no aportaba
en las decisiones de su marido, quien la llevaba a rastras desde el día que se
casaron. Ambos tenían el apellido paterno de Vera, más allá que no eran
parientes (esto no es de extrañar en Cádiz donde éste fue y sigue siendo un apellido
muy común). Juntos formaban la típica pareja de la época para su condición social.
No había en ellos ningún brillo ni sombra que llamara la atención.
Un día, mientras
hacía un mandado en la zona portuaria, José contempló los barcos que había en
el muelle, lo que hizo que se intensificara su deseo de viajar. Dos destinos le
interesaban en particular: México y Argentina, en ese orden. De inmediato,
movido por su euforia, averiguó sobre los próximos viajes programados hacia estos
países y se enteró que en unas semanas, para mediados de marzo, saldría un
barco hacia la Argentina.
–Yo me voy –se
decidió y así quiso dar fin a una etapa, la cual quedaría atrás junto con el
invierno, el cual le fastidiaba inconmensurablemente.
Atípicas fueron
esas semanas para la familia emigrante, llenas de inquietud y despedidas. El
propietario de la hacienda el Montañéz tomó la actitud de José, su peón, como
un desprecio ante lo que él le daba, lo cual lo llenó de cólera que exteriorizó
con indiferencia a partir de ese momento. Y no fue por una cuestión laboral, ya
que el puesto de José era fácil de cubrir, sino de orgullo.
El día de la partida un
carruaje transportó a la familia hasta el puerto junto con un par de baúles. No
poco fue el sinsabor de José cuando se enteró que el barco no saldría y que
tendrían que regresar. Isabel trataba de calmarlo pero él no paraba de pronunciar
blasfemias.
A los pocos días
un navío proveniente de Italia hizo escala en el puerto local y partió hacia
América reemplazando al original. Al zarpar, desde la cubierta del
trasatlántico, los pasajeros despidieron alborotadamente a algunos seres
queridos que se habían acercado al muelle; los ojos de José se llenaron de
satisfacción y los de Isabel de lágrimas.
Viajaron en la
bodega del barco junto a un sinnúmero de personas que, en sus mismas
condiciones, emigraban a Argentina dentro de una corriente conocida en este
país como “La Gran
Inmigración”. Los colores oscuros prevalecían en las
vestimentas, y las sufridas caras de los hombres denotaban esperanzas con un
dejo de incertidumbre.
Al cabo de tres
meses llegaron al puerto de Buenos Aires. Por fin Europa había quedado atrás,
bien atrás, y el invierno... ¿Y el invierno? El invierno, del que José había escapado
al partir, lo estaba esperando en el hemisferio sur, y en sus comienzos.
–¡Puta que lo
parió! –refunfuñó y tuvo que empezar de cero.
La familia fue a
parar a Colonia Tirolesa en la provincia de Córdoba, donde se dedicaron a
trabajar un agreste campo virgen, poblado de espinas y malezas que hizo falta
desmontar. Allí el matrimonio tuvo algunos hijos más. Fue así que echaron
raíces.
Los dos cónyuges murieron
en Argentina. Él primero que ella, a la edad de cuarenta y ocho años debido a
una pulmonía.
José terminó
siendo mi bisabuelo y Francisco mi abuelo por línea materna. Lejos queda la
colonia de la ciudad donde nací y vivo, ubicada en la provincia de Buenos
Aires.
Hoy, una noche de
invierno de 2006, casi sin querer mi mirada se pierde entre mis manos, vueltas
hacia mí, coloradas e invadidas por un cosquilleo al haber pasado de la
intemperie al cálido ambiente del hogar; y pienso en José y lo veo, no como un
sabio de ciento treinta años sino como yo, con sus desaciertos, sus apuestas,
su esperanza...
–¡Tú no estás muerto! –le
digo–. ¡Vives en mi!, porque hay algo, más allá de tu sangre, que ha llegado
hasta a mí y me lleva, me lleva a querer escapar. ¡Sí!, escapar... “escapar del
invierno”. (c) Alejandro Cafiero Vera
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