OTOÑO
Nunca vamos a ser los de antes. Mejores
O peores, cada uno lo sabrá. Por dentro, y
A veces por fuera, nos pasó una tormenta,
Un vendaval, y esta calma de ahora tiene
árboles caídos, techos desmoronados, [...]
escombros,
muchos escombros. [...]
Tenemos que reconstruirnos, claro, quitar
los escombros, dentro de lo posible;
porque también habrá escombros que
nadie podrá quitar del corazón y de la
memoria.
Primavera
con una esquina rota
Mario Benedetti
Pa` Amy lee
Evanescence
De quién sólo conozco su sonrisa.
La mujer perfecta.
I
Otoño
es una estación extraña en Real de Venado.
Caminar por el río que conduce a la vieja hacienda del Sagrario da
cierta tranquilidad que remonta a un lugar perdido, sacado de un cuento de
hadas: edificado a la orilla de un río, cubierto por ambos extremos de nogales
-escondiéndolo del bullicio de los visitantes que invaden el lugar en
verano. Hoy está solo y permite ver como
los árboles se desprenden de las hojas, de los viejos recuerdos, o como dice mi
abuelo, anidan por unos meses las raíces
que retoñaran en Marzo... La voz de
Allison se pierde en las fotografías con las que hizo su composición para el
acto final de la clase de Redacción. Entre ruidos de niños inquietos y padres aburridos van desfilando cada uno de
los alumnos. El paisaje que va narrando
con voz pausada se despliega en la pantalla del cañón, proyectando sus
fotografías. Nadie hace caso a las
palabras que van llenando el hueco del aula.
La mamá de Marquitos distrae a los asistentes, preguntando la hora a la mamá de Mariana. La
maestra voltea y con una sonrisa aparenta comprensión. Continúa la voz, pausada
y segura de Allison: Pero este desprendimiento es paulatino, las hojas poco a poco se van cayendo: Formando un tapiz
crujen como eco, se adhieren al andar. Dentro de ese crujir, de
ese caminar, las pisadas de mamá juguetean con el ruido de la hojarasca. El río se convierte en un espacio, en un lugar encantado... Su frágil figura contrasta con la de la
profesora: robusta, poco expresiva, quien me pide que me levante de la butaca y
pase al extremo del escenario para recoger a mi hija. Le pido a mi mamá que después de la
presentación pase a recoger a Allison.
Le tomo fotografías tratando de retener ese momento. Su sonrisa contrasta con la imagen de la
hacienda que se está proyectando en la pantalla: imagen muerta para los asistentes, pero para uno, tal vez lo
es todo. El flash remueve lugares
comunes que se han mantenido escondidos.
Es cuando camino entre niebla y
escombros, empapándonos de recuerdos. La
vieja casa se convierte para mí en una estructura ausente. Pienso que la soledad es algo que invita a
recordar ciertos matices que se quedaron escondidos en algún lugar del tiempo:
entre el pasado y el presente tejidos
por un camino de añoranzas del futuro: auque éste no exista. Claro, dentro de los adioses, de los
encuentros y desencuentros hubo algo que se derrumbó por la estupidez de no sé
qué o tal vez de uno mismo. Ahora sólo
hay recuerdos que se sienten y duele
ver lo que no se pudo realizar. Pero lo
que nos lleva a sentir el dolor de las evocaciones son las cicatrices que dejan
en el alma, en el corazón de uno mismo. ¡Sí! cicatrices que de vez en cuando
sangran y nos hacen acordarnos de la otra persona: la que se estrelló contra el
ego de nuestra sombra.
Recuerdo que ese día caminamos rumbo al Hotel ya tarde. Estábamos visitando
la vieja hacienda del abuelo. El
corredor que comunicaba la vieja habitación de mi madre está irreconocible: el
techo se ha caído, pero, sin embargo, se
sostenía del tiempo amarrándose de la
raíz de la tierra como pesuñas que sangran los cimientos. Tomo de la mano a Allison, quien a sus cuatro
años ve las ruinas que heredé: lugar habitado por fantasmas que se pegan en
cada rincón del lugar:
-
¡Mami, ya vámonos... me da
mucho miedo!
Intento convencerla que
necesita tomar algunas fotografías de la casa.
Enfoco la cámara intentando
penetrar en el pasado: ver la imagen como una explicación de los recuerdo y de
los escombros. Allison me saca
del letargo. Disparo el flash, cubro el
lugar donde quedará un significado que Alejo y Andrés sólo entenderán. Caminamos hacia la huerta. Allison corre hacia el viejo columpio que es
sostenido por dos lazos que están amarrados de un viejo roble. Del lado izquierdo la hojarasca ha ocultado
el camino a la casa de Juguete que mi padre construyera cuando cumplí seis
años. La caída del vendaval hace que se cubra la mayor parte de la huerta.
Caminamos pisando la hierba y las hojas secas que han caído del viejo
roble. Tomo un viejo machete que se
encuentra tirado, y torpemente voy quitando la hierba hasta llegar a la pequeña
casa. Abro la pequeña puerta y doy un
vistazo hacia el interior. Veo algunas
hojas tiradas. Le pido a Allison que se
introduzca: su cuerpo frágil y pequeño se adentra. Recoge las hojas y sale del
lugar. Apago el encendedor y los rayos
del sol reflejan la partitura de algo que me remueve los recuerdos de Alejo:
- ¡Maldito, aún
en los escombros me cala su presencia! – me dije en voz baja-.
Aquel día cuando se los
presenté a mis padres. Alejo estaba de
visita en la casa de su amigo Paul. Le
gustaba la tranquilidad de mi pueblo: le permitía preparar el material para el
concurso de guitarra. Ese día lo llevé a
casa, había decidido terminar con Andrés, y era una buena ocasión para que la
familia lo conociera y lo aceptara.
Alejo se había aficionado a la bebida.
Sin embargo, esta vez iba sobrio.
Estaba un poco temerosa de que ese remolino en que se había convertido
Alejo chocara con una de las familias más tradicionales de Villa de Venado. Entramos.
Nos recibió doña Refugio, la sirvienta de mamá. Pregunté por mis padres. La sirvienta nos
conduce a la cocina. Mamá nos recibe con
cierta desconfianza.
-
Mamá, te presento Alejo...
Alejo extiende la mano. Ella
lo saluda e inmediatamente se levanta de su asiento. Camina pausadamente hacia el cuarto de
servicio. Nos quedamos desconcertados.
Jalo del brazo a Alejo y lo hago sentarse en el sillón de la sala. Mi madre
regresa con café. Se sienta y empieza a servir.
Alejo intenta romper la fricción:
-
¡Se esperan grandes cosas de
Anna esta noche...!
Me toma de la mano
Alejo. Mamá permanece callada por un momento, me mira y le responde a Alejo, queriendo ser amable
conmigo:
- ¡Tal vez, pero hubiera
preferido que estuviera en alguna compañía importante que fuese menos
experimental!
- ¡No te enojes mamá! La
danza clásica no permite expresar la dimensionalidad de las formas que el
cuerpo puede expresar en otros estilos. En
cambio, la danza contemporánea rompe el espacio para transgredir el tiempo en
matices y envolver al espectador en algo más dinámico.
Mi madre me
interrumpe. Abochornada por el comentario
poco sutil, intenta disculpar la impertinencia que a los 20 años uno puede
cometer:
- ¡Ya sé que soy
una anticuada, pero, recuerda que lo clásico permanece por algo…!
Alejo interrumpió la discusión, intentando intermediar el enfado que
le causaba a mi madre su presencia:
-
Tu mamá tiene razón. A pesar de que una obra convencional, si así
se le quiere llamar a las obras cerradas, deben ejecutarse estrictamente como
lo marca el autor -ya sea la puesta
escena del Lago de los Cisnes o el
capricho # 24 de Paganini-, no impide
que el ejecutante exprese desde su perspectiva lo que está decodificando del
autor. Recuerda que el intérprete es, al fin de cuentas, quien se arriesga a darle
ese matiz, ese sentimiento que le causa cada una de las partes de la obra. Lo que dice una partitura o un guión no está
del todo dicho. Al fin de cuentas,
cuando uno la está ejecutando, uno tiene la libertad de modificar, claro, sin
romper con la estructura de las obra, ciertos matices que el alma mueve al
corazón. Y es así como la obra vuelve a
tomar vida en las manos o en los movimientos del cuerpo.
Me incomodé con el comentario de
Alejo. Cambié la conversación para no
entablar una discusión que sabía iba encaminada a ganar a mi madre:
- Mamá, invité a Alejo a
comer…
-Lo siento hoy
no vamos a comer en casa. Invítalo a
comer con doña Chole –me dijo más tranquila-.
Salimos de la sala. En el
portón nos encontramos a mi padre, quien me pide que llegue puntual a
cenar. Alejo le extiende la mano, mi
papá le da la espalda y desaparece por el pasillo que conduce a la huerta de la
casa. Siempre escuchó comentarios que
Alejo era un tren sin control que pronto se iba a estrellar. Trataba de que yo no abordara ese destino. Ese
día no le tomamos importancia a la descortesía que nos hizo, me reí. Salimos
rumbo a la plaza. Toda esa tarde nos la
pasamos discutiendo sobre su posible retiro de la música. Intentaba convencerlo para que siguiera
tocando e hiciéramos uno negocio juntos.
El insistía en irse lejos, no quería saber nada de la estupidez de su
rutina. Quería algo más simple, tal vez
un laberinto tranquilo donde muy pocas personas pudiesen entrar y adentrarse a
esa oscuridad que muchos seres buscan.
Yo no quería que se fuese, creo
que había algo que me conducía a detenerlo, pero sin dejar lo que ya tenía, dentro
de mi pequeño mundo, como Alejo le llamaba.
Era demasiada egoísta. Y eso para
Alejo ya era cotidiano. En todas sus
mujeres siempre hubo esa relación egoísta en la que cada una de ellas, y me
incluyo yo, teníamos algo a nuestro lado, pero siempre lo buscábamos para
llenar ese vacío. ¿Por qué nadie decidió
estar con él completamente? No sé, creo
que el miedo que produce vivir con una persona que vive al día por
circunstancias que estaban fuera del alcance de él: la fragilidad con la que se
enfrentó al mundo desde niño lo hizo demasiado desconfiado ante la vida: la
desunión familiar, sus constantes cambio de residencia o tal vez, desde un
punto de vista absurdo, le tocó vivir en un tiempo y un espacio que no el era
adecuado para él. Todo esto lo
convirtió en un nómada inconquistable:
prefería seguir su utopía antes que doblar las manos ante la pequeña burbuja en
la que estaba viviendo.
Aquella tarde me acompañó
a mi ensayo. Estuve estupenda, o al
menos eso fue lo que dijo, cuando me acompañó de regreso a casa. En un mes tendría que salir a audicionar a la
capital. Estábamos seguros que me aceptarían en la compañía. Él se notaba nervioso,
pero no hablamos de su presentación que tendría al día siguiente. Al llegar a
la puerta me pidió que me quedara con él, que dejara a Andrés. Le dije que no podía, mi relación estaba
ligada por la amistad de mi padre con la familia de Andrés. Le dije
que con el tiempo entendería que ambos éramos diferentes para estar juntos: prefería
en este momento el papel de amante: visitarnos cada vez que pudiésemos
salir de nuestro aburrimiento.
II
Los concursos siempre me producen
una especie de antipatía, ya que todo mundo pone una máscara con la cual
intentan no herir su orgullo y herir el de los demás. Alejo le llama falsa modestia. Así se
conducía cada uno de los participantes y familiares. Por primera vez, me vi envuelta en lo
superficial del arte: la plasticidad de los egos. Comprendí que el arte dentro
de esos espacios es un pretexto para que
el artista se sienta único y tocado por las manos de Dios. Andrés me toma del
brazo y me conduce a la butaca. Intento
caminar y no pisar la falsa modestia de rostros que ya son parte de mí. Entre saludos y sonrisas de cortesía,
llegamos a nuestro lugar. Intento calmar mi nerviosismo. Tomo el programa. Reviso los nombres de los participantes y el
repertorio con el cual van a participar.
Es extraño ese mundo, es un lugar común para mi. Las piezas y los compositores se convirtieron en parte de mi realidad: Alejo
me mostró otro lugar donde mi sensibilidad podría esconderse. Estaba nerviosa, no sabía si podría
contenerme al verlo tocar. Se va llenando
el auditorio. Alejo es el tercero en salir al escenario, Tocaría el capricho
diabólico de Mario Castelnuovo Tudesco.
Anoche le llamó a la pieza una
dulce despedida: un homenaje al lado romántico de Paganini. Era su espejo, tal
vez lo que quería decirme. No supe qué
contestarle, pero cuando salió al escenario y se sentó en la silla y acomodó su
guitarra, lo vi diferente: comprendí porque ya no quería estar ante el
público. Los miro ausente, ya no estaba
allí. Había una cierta decepción ante lo
que lo rodeaba y que lo conducía a su mundo: los dedos se deslizaron en el diapasón para descodifica
notas que tomaban un cierto valor para él y para mí. Sus manos dejaron de ser sólo un instrumento
para tomar objetos: pasaron a ser parte de su lado espiritual.
Allí comprendí que me había adentrado a él más de lo que me
imaginaba. Entendía cada una de las
piezas que interpretaba como si yo fuese él. Estuvimos
escuchándolo cerca de 40 minutos. Terminó con Agustín Barrios Móngore. Vi
desplazar sus dulces dedos en
el diapasón. Me olvide de Andrés y decidí empaparme de la armonía que mis oídos
estaban recibiendo. ¿Por qué su gesto al terminar La Catedral? Lo interpreté tan personal, como si me hubiese
dicho: ya sentí el lado romántico de
nuestro mundo, ya me aburrí de nuestro mundo y ya me causó enojó y
decepción todo lo que me rodea de ese mundo.
Así interpreté los tres movimientos de La Catedral, así se doblaron sus manos ante algo que venía
arrastrando desde hace mucho tiempo: entre los pocos amigos que sabían qué era
lo que él quería y que sin embargo, no podíamos ayudarlo a obtener. Entre mujeres que estuvimos a su lado por
curiosidad o para ejercitar nuestro corazón. Entre partituras que le permitían decodificar
notas que llenarían el vacío que nadie quería llenar; y sobre todo, en mi
indiferencia a su hora de necesidad, como él le llamaba a su lado espiritual o
sensible, a su tristeza.
Esa noche terminó algo extraña. Nada fue igual después de su
participación. Sentí que me doblaba ante él por un momento. Pero luego tomé el brazo de Andrés y
comprendí que yo no era la persona para Alejo.
Al término del concierto en la casa del ganador del concurso, entre lo
grotescas que se convierten las celebraciones intelectuales, lo encontré
sonriendo ante todos y ante todo, y de vez en cuando su mirada se perdía por un
momento pensado en no sé qué. No
cruzamos palabra, tal vez alguna mirada fugaz, y al final, un adiós de
cortesía. Así terminó algo que nunca
supe comprender. Me adentré a su mundo y
tuve miedo a entender su utopía. No quise perder mi estabilidad en este mundo
que a Alejo lo enfermaba. Terminé casada
con Andrés. En una rutina que me gustaba
y no quise dejar.
Al día siguiente, recibí una caja de chocolates y las partituras de
un vals: En algún lugar del tiempo, pieza que me había escrito un día antes del
concurso. Salí al patio para dirigirme a
la Huerta. Me adentré a mi Casita de
Juego y me senté: leí la dedicatoria de la partitura. Y me quedé pensando que me había convertido
en algo importante para Alejo. Sin embargo, él no lo era del todo para mí. Salí del lugar, dejando adentro las
partituras. Nunca las interpretó en mi presencia, ni tampoco busqué quien las
interpretara. No contesté su tarjeta.
Preferí ya no seguir el juego. ¿Por
qué? Creo que hay días en que tenemos miedo de adentrarnos con el otro ser que
cree que encontró su lugar a nuestro
lado. Lo dejamos en alguna parte, no tan sutilmente, y nos adentramos en nuestra rutina. Alejo fue algo así. Cuando me necesitaba lo dejé en alguna parte:
entre ruidos de niños en el parque donde intentaba convencerme en dejar la
sombra de Andrés y yo tratando de convencerlo en que continuara en la
música. Tal vez el miedo nos conduce
acercarnos a personas tan vacías y no nos dejamos llevar por lo impredecible
que me hubiera salvado del aburrimiento, de la cotidianidad de estos años. Ese
día creo que fue algo así. ¿Y la partitura?
Se quedó olvidada en la casita de juguete.
III
Allison ha terminado su participación. La veo despedirse del auditorio. Y siento que tiene algo de Alejo. Tal vez esa
mirada suave y triste. No me extraña que la vea así. Allison dejó de ver a su papá a los cuatro
años. Los últimos tres años sólo tuvo mi compañía. Eso le permitió ver las cosas desde diferente
perspectiva, mi madre dice que es
independiente y solitaria. Andrés
siempre vio en ella la sombra de Alejo.
Eso le reprimió el afecto a su hija. Al principio no me di cuenta, pero
ahora creo que fue algo estúpido de su parte.
No importa. Mientras siempre esté
yo ahí, creo que estará segura. Creo que
es cuando deseo que esté Alejo aquí compartiendo estos pequeños detalles. Aunque Alejo ya no va poder estar con nosotros. Nunca más se volvió a comunicar. Lo último
que supe de él fue por su hermana, quién me comentó que estaba enseñando música
en un pequeño pueblo del condado de San Diego, California. Me imagino que sigue ejercitando su corazón en
su hora de necesidad: buscando lo qué ni él a podido saber qué es. No se dio cuenta que el amor es imperfecto.
Baja a Allison del escenario. Camina hacia hacia mi. Me pide que le
detenga su diploma. Se sienta conmigo y
me pregunta que tan bien había sido su participación. Le digo que estuvo excelente. Seguimos escuchando
el evento. Le toca la participación a
Marquitos. Vemos a la mamá correr hacia
él y acomodarle su corbata. El niño se abochorna ante el incidente. Ahora proyectan las fotos de su
participación. Tomo a Allison de la mano
y continúo evocando mis recuerdos.
© Manuel Coronado Ruiz
Sobre el autor: ver
espacio de autor imagen: Vidriera de otoño- fotografía de Araceli Otamendi
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