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Segovia, o lo importante
Segovia había salido temprano de su casa y caminaba. Casi sin darse
cuenta se había alejado bastante, hacía mucho tiempo que no visitaba el centro
de la ciudad y disfrutaba del paseo. Su andar era deliberadamente lento, miraba
a la gente, algunas vidrieras, los autos, cada tanto una plaza con sus árboles
y sus juegos, cosas así miraba mientras recorría las calles. Parecía estar
descubriendo un mundo nuevo y de pronto acertó a pasar por un bar y se detuvo
en la vereda. Ya había pasado por otros, claro, pero éste le pareció agradable,
sí, modesto y agradable, y él a esa altura de la mañana había caminado mucho y
estaba muy cansado. Entró despacio, como si temiera molestar a alguien. Se
encontró con unas cuantas mesas disponibles, dudó un poco y se ubicó junto a
una ventana. Y allí se dejó caer, ya casi sin fuerzas.
–Eh, eh, no exagere, che. Tan cansado no estoy,
todavía podía seguir caminando un rato largo.
No empecemos a discutir como anoche, por favor. Lo
concreto es que Segovia entró al bar y se sentó junto a una ventana y al rato
largo, cuando el mozo notó la nueva presencia en el lugar y se acercó, pidió
una gaseosa. A esa hora el sol daba de lleno en el centro del lugar elegido.
–Tenía ganas de pedirme un vinito chico, pero no, si
yo nunca tomé vino fuera de las comidas. Ahí sí, ¿ve? Un vasito de tinto con
las comidas me gusta. Y el sol también me gusta, ya pasé mucho tiempo
encerrado.
Ya lo sé, todo eso ya lo sé. No es que Segovia haya
estado preso o cosa por el estilo, valga la aclaración. Qué va a estar bien preso
éste tipo. La referencia al encierro tiene que ver con el lugar en que
trabajaba. Fueron muchos años en una oficina oscura, donde realizaba tareas
rutinarias, sin otro destino que el rápido archivo ubicado en el subsuelo.
Escribo esta parte y ya me aburro, siempre más de lo mismo. En fin. La cuestión
es que apenas una semana atrás, Segovia pasó a la condición de jubilado sin
retorno. Él pretendía seguir un par de años más y así se lo hizo saber mediante
una nota a sus superiores, si total qué voy a hacer todo el día solo en casa,
argumentó, pero la empresa decidió que en ese rincón ocupado hasta entonces por
él bien se podría colocar un perchero, o una linda planta, tal vez un armario
no muy grande, y que muchas gracias por los servicios prestados, y que la hora
le había llegado.
–Uia, me hizo acordar a esa película, cómo se
llamaba. A la hora señalada, me parece, sí, creo que sí, usted la debe conocer,
una del oeste, bastante vieja, en blanco y negro, con el comisario que al final
salvaba al pueblo.
A usted, Segovia, la verdad, no hay quien lo salve,
ni el Llanero Solitario lo salva a usted. En fin. Si Segovia salió a caminar
fue para aclarar un poco las ideas, pues se debatía ante una encrucijada del
destino. Ahora que tenía tiempo para disponer por sí mismo, no sabía en qué
emplearlo, al fin y al cabo habían sido muchos años recibiendo órdenes de
distinto tenor, agachando la cabeza siempre con el mismo estilo, dejando que
otros decidieran lo que debía considerarse importante.
–Un momentito. Aclaremos, dijo Lemos. Que salí para
despejarme un poco se lo acepto, que mis tareas en la oficina no eran muy importantes
también, pero que no sé lo que tengo que hacer de ahora en más, no, eso no es
verdad y no voy a permitir que usted falsee la veracidad de los hechos.
A ver, a ver. Ya que le dio un ataque de ganas de
discutir, acompañado con un atisbo de una locuacidad inesperada, dígame sin
vueltas, qué va a hacer de su vida de ahora en adelante.
–Nada, eso voy a hacer el resto de mis días. Nada
por aquí, nada por allá, como los magos, ¿vio?
O sea que piensa seguir en la misma actitud de
siempre. Bueno, Segovia, es su vida y no lo envidio, solamente me limito a
narrar los hechos, tarea bastante complicada e ingrata por cierto, sin ninguna
posibilidad de lucimiento, dada la mínima envergadura de los hechos a narrar.
Ya se ha escrito tanto sobre las monótonas oficinas, con sus personajes
empecinadamente grises, pero en fin, otra no queda, es mi trabajo. Atienda al
mozo, que lo está mirando.
–Ah, sí, la coca, déjela ahí nomás, gracias, mozo.
Segovia nunca se tomaba vacaciones, para qué, decía,
adónde voy a ir yo, repetía cada verano. Aunque en los últimos años ya ni le
preguntaban, lo tachaban sin más de la lista, un problema menos. En verdad
Segovia nunca configuró un problema en la estructura de le oficina. Algunas de sus palabras o frases favoritas
eran: sí, disculpe, enseguida, ya voy, ya voy, lo que usted mande, señor, no
hay problema, tengo tiempo, yo me ocupo del tema.
–Es cierto, nunca tuve carácter, mi esposa me
lo decía siempre. Nunca vas a ser una persona importante, me repetía la pobre
cada vez que, mientras cenábamos, yo le contaba una parte de los asuntos del
día. Y al final se cansó y se fue. Hizo bien.
Si en la vida
de Segovia hubo un incidente anormal, enigmático y hasta casi milagroso, fue la
proeza de haber engendrado un hijo. Uno y gracias. Llevaba poco tiempo de
casado y seguramente la infancia del chico le brindó los mejores momentos. No
fueron muchos por cierto, pues ya en esa época la oficina tomaba forma de una
omnipresencia y él se entregaba a las horas extras hasta bien tarde los días de
semana, los sábados, algunos feriados también. El dinero ganado con ellas no
venía mal, por supuesto, y con la presencia de una boca más para alimentar,
menos todavía. Pero el sueldo era más bien magro y de todas formas apenas
subsistían, con lo mínimo. Así, entre planillas arriba y planillas abajo, se le
pasó de largo la infancia del hijo.
–Pero Julito pudo estudiar, terminó la facultad y
todo, de ingeniero en no sé qué cosa bastante importante se recibió, un bocho
Julito. Cada tanto agarra el teléfono y llama. Sí, no me diga que no, la Navidad pasada me llamó.
Permítame recordarle algo, Segovia querido, estamos
en octubre.
–Parece mentira, cómo se fue el año, se pasó
volando.
El hijo voló rápido. Apenas tuvo su diploma se
marchó a Madrid. Lo llamó en la última Navidad, es cierto, aunque no pudo
hablar mucho. Qué hora es allá, viejo, porque acá estoy en horario de trabajo. No
tenía tiempo. Lo esperaban en una reunión muy importante, pero no quería dejar
de saludar a su padre. Chau, papá.
–Y bueno, che, el pibe hace
su vida y está bien, no lo culpo. Obtuvo con dificultades un puesto importante
allá y ahora debe cuidarlo.
Al poco tiempo, cuando el hijo estuvo instalado, la
madre no lo dudó, se marchó a vivir con él. Es que usted, Segovia, seamos
sinceros, no le brindaba ninguna satisfacción, nunca una alegría, como se suele
decir. Siempre ocupado en la oficina, y cuando estaba en la casa era lo mismo,
o peor, no tenía otro tema de conversación que no fuera el trabajo o sus
compañeros, le contaba a la mujer hazañas ajenas, los chismes que circulaban,
los amores siempre clandestinos de los otros, los posibles ascensos también de
los otros. No sé, y de qué querés que te hable, contestaba Segovia cuando la
mujer le preguntaba si no sabía hablar de otra cosa. En los últimos tiempos
ella se limitaba a no escucharlo mientras cocinaba o miraba la televisión o
tejía o no hacía nada.
–Medio aburrido lo mío, lo reconozco.
Cuando su esposa hizo las valijas y se subió al
avión, Segovia tuvo una oportunidad. No fue enseguida, había pasado un año de
soledad. En su misma sección comenzó a trabajar una muchacha unos años más
joven que él, no tan fea, sí tan tímida, no de buen vestir, sí de un cuerpo
aceptable, sobre todo teniendo en cuenta el aspecto y la actitud de Segovia,
que no vio o no quiso ver los pequeños gestos amables, las atenciones que ella
comenzó a dispensarle al enterarse de la soledad de él. Vamos, usted se debe
acordar, no me diga que no.
–Sí, claro, muy bien la recuerdo. Marta. Martita. Usted
se refiere a ella. Pero qué sé yo, pensé que yo ya era grande, y que además los
muchachos me iban a cargar. Sigue soltera la pobrecita, y cómo lloraba cuando
me fui.
En la oficina y sus alrededores, los demás le hacían
bromas. Segovia resultaba ser la pelota de ese juego que formaba parte de la
rutina del lugar, y cuando el asunto rozaba el tema sexual, se ponía colorado,
transpiraba, tartamudeaba. A menudo las mujeres se convertían en las feroces
instigadoras del rubor en su cara, le hacían las bromas más pesadas y se
burlaban abiertamente del "pobre Segovia". Y hablando de mujeres, ahí
viene una, es una máquina y parece venir para acá.
–Hola, buen día,
qué le parece si me siento un poco con usted.
–Sí, sí, cómo no.
–Uy, se puso todo colorado, le da vergüenza. Si lo
molesto, me voy.
–No, no, está bien, siéntese nomás. Qué quiere
tomar.
–Lo mismo que usted.
Segovia estaba en el bar cuando una mujer llegó y se
sentó frente a él, en la misma mesa. Y qué mujer. Las ropas le destacaban las
formas del cuerpo, la pollera bien corta y más ajustada, un escote para
admirar, toda ella una hermosura, una invitación al placer, sinuosa e
insinuante. En fin, una belleza con todas las curvas en perfecta armonía.
–Muchas gracias por sus palabras, cuántos elogios,
pero, quién es usted, de dónde salió.
–Es un amigo mío, el narrador.
Lo dicho, demasiada mujer, un exceso de encanto y
lujuria para un pobre tipo, un cobarde como Segovia.
–Quién es Segovia.
–Soy yo, yo soy Segovia.
–Menos mal que es su amigo, con amigos así, no me
acuerdo bien, había un refrán...
Con amigos así, quién necesita enemigos, eso es lo
que usted quería decir.
–Sí, creo que sí.
–Yo lo considero un amigo, en realidad nunca tuve
enemigos, siempre me llevé bien con todo el mundo.
La postura típica que denota una personalidad
mediocre, el que se lleva bien con todos no merece el respeto de nadie, un
Segovia hecho y derecho, un infeliz, un fracasado.
–Uy, si a mí me dicen una cosa así, por lo menos lo
mato, no sé, o lo estrangulo con las manos.
Sucede que yo, como narrador, conozco todos y cada
uno de los vericuetos del alma humana. Reconozco cada signo, cada gesto, y
también analizo y desmenuzo las acciones de los personajes, describo el ámbito
en el que se mueven, en fin, no hay secretos para mí. Pero para que la señorita
aprecie lo magnánimo de mi actitud, hagamos una cosa, por qué no le cuenta
usted mismo los motivos por los cuales su mujer procedió a abandonarlo.
–Eso es historia vieja.
Justamente, es tan vieja como para suponerlo a usted
en la plenitud de sus fuerzas en aquel entonces. Ni para eso servía, Segovia,
vamos, reconózcalo. La cama apenas era un mueble para dormir, y en ocasiones ni
siquiera eso. Y si en ese tiempo no servía, de ahora mejor ni hablar.
–Media hora conmigo y hago maravillas con usted,
Segovia, se lo garantizo. O digamos mejor una hora, por las dudas.
Discúlpeme señorita, pero está retando a un peso
pesado de la impotencia. Hace poco se jubiló del trabajo, pero para el sexo
nació jubilado, si con verle la cara es suficiente como para darse cuenta.
–Será cuestión de intentarlo. Soy una mujer de mucha
fe.
Pero no, por favor, mírelo cómo se puso, compruébelo
ya mismo. Si hasta a mí me da vergüenza. Está todo encogido, desde que usted se
sentó a su mesa se le hicieron dos arrugas más, como si todavía le hicieran
falta, es lo que único que le sobra, todo Segovia arruga sin remedio. Se lo
digo yo, pierde su tiempo, señorita, no se embarque en una causa perdida de
entrada.
–Insisto. Decime una cosa, Segovia, cuánta plata tenés
encima vos
–Nada de plata tengo, qué voy a tener, si cobro el
15.
Un cobarde en franca retirada. Tiene plata, cómo no
va a tener. Es verdad que cobra el 15, pero que tiene sus pesitos ahorrados,
eso no lo dice. Le pagaban una miseria, pero como no gastaba en nada y no
conoció ni un vicio que le alegrara la vida, pudo juntar una cantidad
respetable.
–Mire, hagamos una cosa, si no tiene plata encima no
importa, me paga otro día. No sé si es usted que me da lástima o es la rabia
por lo que le dice su amigo, si es que se lo puede llamar amigo, no lo puede
tratar de esa manera, pobre viejo. Vamos Segovia, no se va a arrepentir,
despídase de él, lo espero afuera.
Y Segovia, ahora lo quiero ver. Esa mujer, ese
bomboncito diría yo, lo aguarda y parece decidida, no hay escapatoria.
–Ay, en qué lío me vine a meter. Si yo solamente
salí a caminar un poco, si yo no le hago mal a nadie, carajo. Aunque, espere un
poco, parece que se me ocurre una idea.
No creo.
–Sí, se me ocurrió algo, pero ahora dependo de
usted.
Segovia bebió con parsimonia la nueva bebida que
había pedido. El sol ya no daba sobre su mesa y eso no le importaba. Por qué
habría de importarle, si la noche resultaba su ambiente natural y además no
tenía ningún apuro. Nunca lo había tenido. Para nada. Cuando pensó que el
momento había llegado o que daba lo mismo ese instante que otro, le hizo un
gesto al mozo, que se acercó enseguida, le pagó, dejó una buena propina debajo
de la copa y salió del bar. Una muchacha lo esperaba en la esquina, él le
dedicó una mirada y ella bajó la vista. Enseguida la asió con fuerza por la
cintura y la llevó por las calles pobladas de los que, aburridos y apurados,
dejaban sus empleos en ese crepúsculo primaveral. Casi no había quien se
resistiera a la tentación de observar a la pareja, una hermosa y joven mujer
conducida por un hombre maduro e imponente, fuerte y seguro de su poder.
Pasaron frente a dos o tres hoteles que el hombre despreció, hasta llegar al
elegido para la ocasión, el más lujoso de la ciudad. Ella pareció dudar, pero
la actitud de Segovia no admitía vacilaciones y bien pronto se encontraron en
la recepción. El empleado no necesitó preguntar nada, le entregó la llave de la
mejor habitación y le hizo un guiño de complicidad. En el ascensor, Segovia se
miró al espejo y mientras se peinaba le dijo, quedate tranquila, todo va a
estar bien, nena, vos relajate. Ya en la habitación, sirvió dos whiskys y le
alcanzó uno a ella, ocupó un sillón y con la mirada invitó a la mujer a hacer
lo mismo. Mientras bebían, Segovia le contó distintos episodios de su vida,
azarosa y mágica. Ella lo escuchaba con encantado interés, por momentos la
embargaba la emoción y unas lágrimas corrían por sus mejillas; después, otra
anécdota la hacía reír como nunca había reído. Tenían toda la noche para ellos
y él era un experto en manejar los tiempos. Su oyente, extasiada, se vio
transportada a las más increíbles y fascinantes aventuras, y así recorrió los más
bellos paisajes hasta que al fin Segovia le dijo, con un ligero cambio en el
tono de voz.
–Y eso es todo.
–Qué maravilla, Segovia. Envidio lo que has vivido,
has recorrido todos los caminos. Sos el hombre que toda mujer desea, y yo te
deseo ya.
Él sonrió y miró para otro lado.
Luego de unos momentos, la animó con un gesto y ella
comenzó a desvestirlo.
De aquí en más, seremos discretos en el relato.
Dejaremos que cada lector imagine lo mejor, lo excelso, lo sublime. Suficiente
con decir que la mujer, al final de esa noche irrepetible para ella, yacía en
la cama, exhausta y feliz, y que luego lloró impensables lágrimas cuando un
Segovia victorioso y enhiesto la despidió con un gesto ambiguo, mezcla de
cariño y desdén. Ella era consciente de que a partir de ese momento se
convertía en una pieza más del repertorio de Segovia, ya nunca más viviría una
experiencia como la que acababa de concluir.
–Te recordaré, Segovia, no me alcanzará la vida para
recordarte. Fui tuya esta noche y lo seguiré siendo por siempre, y siempre te
estaré esperando.
Y, qué le pareció, Segovia.
–Bien, che, muy bien. Parece que quedó lindo.
Lindo, sí, y creíble, eso es lo importante Segovia,
todo relato debe ser creíble. (c) Mario Capasso
Sobre el autor:
Mario
Capasso nació el 9 de marzo de 1953 en Villa Martelli,
Partido de Vicente López, República Argentina, lugar en el que continúa
residiendo.
Participó de tres talleres literarios, cuyos
coordinadores fueron: Beatriz Isoldi, Nilda Adaro y Federico Jeanmaire.
Libros publicados:
EL FUTURO ES UN TROPEL ABSURDO, cuentos, año
1999.
EL EDIFICIO, Una novela en escombros, novela,
año 2002.
PIEDRAS HERIDAS, cuentos, año 2005.
Este último obtuvo segundo premio en su
género, año 2003, otorgado por el Fondo Nacional de las Artes. Fue publicado
por Ediciones Corregidor.
Tiene aún inéditos un libro de cuentos y dos
novelas. Actualmente trabaja en una nueva novela.
Algunas de sus obras pueden leerse en la
página web: www.textos-en-escombros.com.ar
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