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Perfumes lejanos
Tú tienes la forma de una fuente no de agua sino de
tiempo
En lo alto del chorro de la fuente saltan mis pedazos
el fui, el soy, el no soy todavía, mi vida no pesa.
El pasado se adelgaza. El futuro es un poco de agua en tus
ojos.
Trowbridge Street
Octavio Paz.
No sentí que fracasé, pero debía hurgar, buscar en mi mente el origen de esa
explosión que no me permitió seguir con la lectura del poema. El público
aplaudió cálido, como apoyando esa emoción... Y sí, siempre me perseguirá la
nostalgia, sello justificado, es la vida que me tocó. Más de una vez, mientras
cae la nieve y sopla el viento desde el Pacífico, me he preguntado ¿Qué hago
acá, en la Patagonia?
Le contaba que salimos temprano de la escuela por el eclipse de sol, todos nos
asustamos, hasta los pájaros, porque el día se hizo de noche. La abuela Rosario
, con su mirada de tierra oscura de musgos, velada por el desarraigo, me
miraba, mientras revolvía en la olla de hierro, traída desde su tierra
subtropical, los chicharrones de la pella de grasa vacuna. Su amor brotaba en
la gran cocina de la casa platense, desde sus manos mágicas, mientras esculpía
esas comidas de sabor profundo, misterioso del noroeste. Habían comenzado los
preparativos para la fiesta de mi “Primera Comunión” y no faltaría nadie, las
empanadas de la abuela eran famosas desde el Bosque hasta la entrada de La Plata. Era la época en
la que en una cuadra habitaban italianos, españoles, brasileños, norteños como
nosotros y aún una familia japonesa. Era una época en las que los aromas de
comidas exóticas y criollas se mezclaban con el olor a pasto recién
cortado, el perfume de los jazmines del cabo y el olor al Río De La Plata que traía el viento
del este. Era una época en la cual los viejos vivían con sus familias y las
bibliotecas de los clubes de barrio eran santuarios para los pibes y leer era
un escudo de nobleza. En las fiestas patrias se escuchaban zambas y pasodobles
y a todo los inmigrantes nos unía el mate y el asado. Pero las empanadas de la
abuela son inolvidables. Los preparativos hasta el momento de hincarles el
diente duraban tres días.
Al día siguiente se colaban los chicharrones para separarlos de la grasa
caliente, cuyo futuro serían las tortillas de grasa - Comé hijita, comé, estás
muy delgada, se persignaba, cuando venís se te ven solo los ojos, y así una se
volvía gordita y saludable. Luego preparaba la masa, una vez lista se formaban
los “pupos”, tarea en la que yo ayudaba- Así
noé , deben quedar bien redonditas.
Me encantaba darle esa forma redonda a la suave pasta y luego hundirle un
dedo en el medio. Estirados con el palo serían las tapas para el relleno.
Mientras tanto en una gran olla, mi madre hervía en la cocina la gallina
elegida por la abuela del superpoblado gallinero. Una vez cocida se picaba la
gallina y carne vacuna cruda, a mano y con un cuchillo afilado para el caso. El
caldo que quedaba era tomado como una ceremonia, debíamos estar bien
alimentados, según la abuela los pueblos antiguos lo valoraban por las
ricas sustancias que hacían más fuertes a su gente, yo no entendía mucho, pero
me gustaba, la prefería al horrible hígado de bacalao que me daban cuando
empezaban las clases.
En esos días yo había suspendido mis correrías habituales, tenía una sensación
de santidad, mis amigos me extrañaban pero estaba convencida que debía estar en
un estado de pureza inmaculada, pronto recibiría a Dios y debía confesarme de
manera asidua, no podía jugar a la mancha venenosa ni al médico, aunque
en los atardeceres sentía el griterío de los chicos en la plaza de enfrente de
la casa, ahí me corría un cosquilleo por el cuerpo y sentía el impulso de salir
corriendo a jugar. Por la noche espiaba por la ventana de la pieza de mi madre
las actividades de los nuevos inmigrantes, sufridas familias de la posguerra,
que llegaron en esos días. Vivían por el momento en carpas, en un sitio del
amplio espacio de la plaza, que les había provisto el gobierno hasta que
se hicieran sus casas en terrenos adjudicados. Se veían luces de faroles en la
oscuridad de la noche y miles de luciérnagas acompañando los juegos de los
chicos, sus voces resaltaban con tonos europeos y las ranas y los grillos
parecían burlarse haciendo coro desde las acequias, entonces yo buscaba en el
cielo las constelaciones que marcaban el Hemisferio Sur y mi lugar en el mundo;
Las Tres Marías; La Cruz Del
sur, pensando que extraños se sentirían los vecinos, esas no eran sus
estrellas. Los días pasaron volando, entre mis viajes hacia la Iglesia donde tomaría la
comunión, el estudio del catecismo, las últimas jornadas de clases y las
pruebas del vestido que luciría. Mi tía, famosa modista, era la encargada de su
confección. No sé porque capricho, ni de donde sacó la idea, pero se le ocurrió
que quería innovar, mi vestido no sería largo, sí blanco, bordado, pero la
falda a media pierna. El modelo imitaba a los clásicos vestidos de las ¡
Holandesas! Hasta me hizo el casco con alitas para arriba que lucían esas
extrañas mujeres y bueno, en las fotos aparezco con mi cara de santa, mi piel
trigueña, mis grandes ojos negros asombrados y en las manos, juntas como
rezando, el libro blanco de nácar y el rosario. ¡Flash...flash..! La noche
anterior no pude dormir, por suerte toda la familia descansaba, excepto la
abuela, pensativa quedó en la cocina fumando su cigarro de chala de caña de
azúcar, ella misma lo armaba, el tabaco y la chala se lo mandaban sus parientes
del norte. Me acerqué a ella y la abracé, era feliz al sentir su olor a
naranjos y a caramelos de menta.
Y llegó el día. Desde muy temprano toda la familia entró en acción, mis
hermanos menores me miraban como si fuera una princesa, en cierta manera todo
giraba en función de homenajearme, pero desde la distancia del tiempo y el
espacio estoy convencida que la fiesta era para ellos. Todo debía estar listo
para cuando regresemos y lleguen los invitados. Con la abuela Rosario se
quedaba una prima que le ayudaría a armar las empanadas. El aroma
inundaba toda la cocina, aún hoy los vientos del recuerdo me lo acercan, es un
aroma donde se refugian todos los sabores: el dorado de las cebollas verdeo,
ají morrones, las carnes de la gallina y vacuna picadas, mezclados con el
aditamento de las especies; pizca de pimienta, ají molido, pimentón y el toque
esencial del comino. Las blancas papas cortadas en dados, previamente cocidas,
resaltaban el colorido de la olla. En platos hondos , los huevos duros picados,
las pasas de uvas remojadas en agua y las aceitunas , esperaban como toque
final, coronando el relleno antes de hacer el repulgue de las
empanadas.
Y aparecí, vestida de holandesa, reluciente, la casa brillaba, estaba feliz.
Era un día maravilloso, una tregua. Los conflictos provenían de cierta anarquía
con que mi padre llevaba la economía del hogar y los celos de mi madre.
Él fue contratado por un club de fútbol de La Plata, era arquero, de ahí
la migración de mis padres y luego la de la abuela y tía desde Tucumán. En
pocos años su carrera fue exitosa pero la frecuencia a fiestas en su homenaje y
nuevas amistades, algunas poco confiables, provocaban los celos de mi
madre y las terribles discusiones. Al ser la mayor de mis hermanos, pronto
cumpliría los diez años, yo estaba siempre alerta ante estas situaciones, cuando
las cosas se ponían difíciles me refugiaba en los juegos con los chicos del
barrio, en mis libros o en esos días con los preparativos de la “Primera
Comunión”
Tomamos el micro que nos llevaba a todos, ocupamos gran parte del mismo. Iba
quieta, rígida, no quería que se arrugue el vestido, ya había planificado
guardarlo en una caja especial. Durante el viaje, mirando por la ventanilla,
creí ver en las nubes las siluetas de la Virgen, Dios y los Santos. Mi abuela me había
enseñado a buscar imágenes en ellas así como en la luna. En las “Noche de
Reyes”, sentadas en la vereda, agobiadas por el calor, ella en el sillón hamaca
dándose aire con su abanico tornasolado, yo sentada en el brazo del
sillón, me mostraba como se veía que la Virgen traía al niño Jesús sentado en un burro y
José al lado, los Reyes Magos los acompañaban en una estrella trayendo los
regalos. Nunca perdí la curiosidad de buscar misterios en el cosmos.
Al entrar por la nave principal de la antigua Iglesia, sentí una emoción que me
desbordaba, la luminosidad que entraba por los vitrales y el canto de los coros
acompañaron el momento mágico en el que recibí la comunión. Todo quedaría en un
cofre dorado, los pasos de mi vida fueron muy disímiles a ese momento.
De regreso entré corriendo a la casa, ya estaba llena de gente, amigos de mis
padres y vecinos. Al costado de la cintura del vestido colgaba una
pequeña bolsa con puntillas, ahí todos depositaban algunas monedas o billetes,
eran los regalos. Fui hacia el fondo cerca de la huerta, sobre el piso de
tierra , estaban haciendo un asado. El patio era inmenso y con los chicos
hacíamos un barullo que competía con el ruido de la música de la radio y la
charla de los adultos. Al aviso - ¡Ya están las empanadas! Todo fue una
estampida. Sobre la mesa de la cocina, en una inmensa fuente enlozada,
brillaban, doradas por la fritura en la olla de hierro, las famosas empanadas
tucumanas. Tomé una, de manera atropellada le hinqué los dientes, sentí el
calor en el pecho. Un chorro de jugo grasoso, colorado , se derramó sobre las
puntillas y bordados del blanco vestido de holandesa. Casi me pongo a
llorar, pero no, era mi fiesta, me fui a cambiar, no iba a arruinar un día tan
especial. Entré en mi habitación, cuando me estaba cambiando sentí
risitas y murmullos, me acerqué a la puerta, seguí por el corto pasillo que
daba al living, todo estaba oscuro para evitar la entrada de la luz y de
las moscas, los días eran calurosos. Espié tras las cortinas de brocado, en un
rincón de la sala, entre penumbras, divisé la silueta de mi padre jugando con
los cabellos de una mujer, ella se agachaba y movía como tratando de esquivarlo
pero se quedaba. No quise ver más, huí en busca de mis amigos, pero en ese día
ya nada tenía sentido.
Ahora, sabiendo de mi llanto, no me importa que el pasado se adelgace, ni que
mis pedazos salten en lo alto del chorro de la fuente, ni este viento que sopla
del Pacífico y trae la nieve, todo ocurre bajo las mismas estrellas. Sí querría
volver a mirarme en tus ojos de tierra oscura de musgos, mientras te cuento
abuela, sobre el eclipse de sol y el miedo que tengo y cómo los pájaros también
se asustan, mientras revuelves los chicharrones en tu olla norteña. (c) Ana María Manceda
Perfumes lejanos obtuvo Mención de honor en el Certamen internacional Junín País 2007 y fue seleccionado para Antología.
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