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Color del trigo - Nicolás López Dallara
 

Desde Salamanca, España
Color del trigo
Introducción

He pegado tus últimas cartas al lado de mis caligrafías para tener presente el sentimiento que me ha hecho sentir cada una de tus oraciones silenciosas. Eres como un delicado motor que acelera con cada vocal mis deseos de escribirte. Ya van 5 mejoradas cuartillas que te hablan a la distancia... Y ruegan al cielo, en el fantástico ritual de mi fe manuscrita, que te acerquen hasta mi lado, para que puedas ver la tinta roja con la que te escribo este epistolario.

Hasta los 28 años todavía era un joven que se enamoraba casi todo el tiempo. Tal vez sea cuestión de la edad o del metabolismo, que a pesar de su moleculario ARN nunca ha abandonado el instinto troglodita de sentir apasionadamente el deseo de besar esa boca perfecta, cuando la mujer de nuestros sueños se incorpora al fin y milagrosamente en la periferia de mis visiones. Mas el caso es que con el tiempo más todas las lágrimas que vamos cosechando en el erario granero de nuestras desilusiones, inmemorables veces yo llegué a pensar que el amor era una mera alucinación, un trivial espejismo de la grave necesidad con la que venimos al mundo de sentirnos completos y tener un espectador de nuestra bondad.

Siempre me repuse al criogénito determinismo de las popularidades, que aniquilaba por entero las palabras de mis ídolos infantiles. Cualquier sentencia podría haber sido la muerte o la deshonra de todos los valores que pude haber defendido en mi adolescencia. Mas ahora, tu silueta insinuada y perenne me hace descubrir que nunca jamás dejaremos de buscar el amor; nada más nos pasa que caemos tantas veces y, al levantarnos, queriendo empezar otra nueva búsqueda, nos pasa parecido a lo que sucede con la literatura luego de algunos años de haber empezado a leer: Nos hemos vuelto mucho más exigentes.

La adolescencia nos ampara cruzando el umbral de la pubertad y una tarde, luego de haber besado por primera vez, aseguramos que esa sensación de plenitud rebosante gobernará por el resto de nuestras vidas y regirá el resto de nuestros actos, sin tener en cuenta lo siniestro de nuestra evolución traicionera... Puedo yo replantearme, querida mía, que una vez sembrada en nuestros interiores la semilla del enamoramiento, nunca dejaremos de buscar el amor. Y a su vez, éste nos llegará cuanto más cerca estemos de nuestra propia alma. Debe tener que ver con el color del trigo... Por que yo todavía deseo estar con aquella chica que vi una última vez al poco tiempo de cumplir los diecisiete años, cuando la utopía aún reinaba holgadamente en todos mis estados de ánimo. Había sido mi segundo amanecer. el primero que yo compartía junto a una mujer que amaba, y que hasta cierta vez me amó a mí. Ése pretérito amanecer que en mis adentros aún derrite témpanos de austeridades, lo presenciamos solitarios en el Balneario de Quilmes. El invierno dejaba huellas maduradoras en los vírgenes territorios de nuestra inocencia. Era mil 994 y ambos teníamos 17 años. De convertirme en lo que espero y prometí, tal vez algún día arme una fabulosa historia de aquellos 4 días iluminados que duró mi primer enamoramiento verídico.

A los diecisiete años, yo dejaba volar mucho más a mis imaginaciones. No me ceñía a ninguna ideología ni religiosa ni científica que anudara aunque sea un poco la libertad de mis pensamientos. Mis fantasías completaban el recuerdo de mis sueños nocturnos, mis esperanzas me visualizaban ganando trofeos o diplomas universitarios, o conquistando a las mujeres más imposibles.

Pero casi nunca he llegado a ser tan valiente como en mis sueños, pero mis imaginaciones me permitían el alivio de haberme visto en los brazos de aquellas mujeres tan prohibidas para mi juventud, pero que buceaban a diario en los inocentes causes que mis fantasías surcaron en la adolescente plataforma de mi psiquis. Hasta esa época yo todavía no diferenciaba entre una pareja y una enamorada...

Por las tardes, cuando la soledad era cortada por el sutil vaivén de las mariposas y el canto de los jilgueros, yo me sentaba a modificar mentalmente cualquier experiencia que en el pasado hubiera podido lastimarme, y todavía, muchos años después, seguiría afectándome en mi presente. Por las noches, durante muchos años (digamos hasta que la muerte curó de un susto todos mis atrevimientos), yo me acostaba planeando la conquista de mis profesoras de inglés y educación cívica. Y me bastaba con eso. Tuve mil fantasías a lo largo de tres ciclos lectivos con una maestra pelirroja que dictaba castellano los martes, historia los jueves.

Me veo extraño a medida que releo mis oraciones, pues me diferencio mucho del joven que definía al amor o a la muerte a través de sencillos vocabularios. Temo que aquel chico de 17 años ya no esté entre nosotros, y a su cambio el Destino haya dejado viviendo en este cuerpo a un hombre cultivado en el arte de las letras manuscritas, pero ignorador de palabras esenciales para la vida, como amistad o perdón.

Mi prosa no es la misma que hace 12 meses. Ahora quiere expresarse más completa, sin que se queden en el tintero de mi alma o de mi pereza aquellas necesarias adjetivaciones que hasta hace algún tiempo quedaban escondidas tras la timidez literaria que sufrimos los escritores noveles, al menos por mi parte. Lectores que se suponen consagrados en elegir la calidad de sus lecturas, leen hoy los últimos escritos que abandonaron mis adentros para fosilizarse sobre la llanura de mis hojas, y me dicen que yo valgo, que estoy haciendo historia. Me agradecen el que yo les haya regalado tanta poesía, tanta prosa, tanta métrica. Entonces es cuando uno se para a pensar en qué diría ese chico de 17 años que alguna vez hemos sido, si por azar, en el transcurso de su quinto año secundario, una profesora de literatura eligiera mis textos presentes como parte del itinerario para aprobar su materia. ¿Qué diría de mí mi yo de los diecisiete años si leyera alguna de mis escrituras habituales? ¿Qué mi compañero de banco del industrial? Porque si yo a los diecisiete hubiese encontrado los textos que compiten en concursos literarios, los relatos que ahora escribo, las reflexiones teológicas que desde hace seis años y sin el permiso de nadie me aventuré a expresar, seguramente hubiera hecho un bollito de papel con todo el trabajo de largas jornadas y noches, largas soledades y largos planes inconclusos.

La última vez que recuerdo haber estado enamorado, Dormía poquitas horas y aprovechaba todo el tiempo que duraba mi jornada para dibujar o escribir poesías. Ella era muy, muy hermosa. ¿Aclararé que mi corazón sufría el doble pensando que yo había sido el único de los dos que se arriesgó a la miseria por un amor infundado? Pero considerando lo improbable, lo que el orgullo me tiene vedado bajo la llave de mi dolor: Quién sabe lo que ella habrá pasado sin que yo supiera sus actos o sus lamentos. ¿Y si ella también sufría mientras no me tenía? Habrá soportado durante los tres años que duraron las cartas, mensajeras de mis inconfesados sentires, las mismas soledades que yo he sufrido mientras la esperé sentado cómodamente sobre la oscuridad de mi hombría. Con el tiempo y ayudado por el destierro, uno mira hacia atrás sin la presión del orgullo, y busca en el escenario de una mirada las pruebas que evidencien el amor que ella sentía. Yo me refugié por mucho tiempo en algún desprecio que ella me hizo, provocado por alguna ausencia también mía, como un pretexto para no ir a buscarla... Y desgarrándonos el alma, uno nota finalmente que lo que pensaba no era tan cierto como parecía.

Me hubiera encantado empezar a contar estos recuerdos con una frase que quedara para siempre en la memoria de todo el me leyera. A mi me encantaría que este libro fuera traducido a todos los idiomas del Planeta, y que todas las personas que lo pueblan hubieran aprendido a leer a la edad de seis o siete años. Entonces si acaso este libro tuviera la suerte de algún día publicarse, yo visitaría cada casa de la Tierra y ofrecería a cada padre de familia un ejemplar de esta historia. O de ser yo un ángel, me gustaría poder visitar el Paraíso para regalar a cada persona que haya sido buena una copia del libro que narra la leyenda de la rosa más hermosa y su principito, cuando emigró sujetado en una bandada de pájaros silvestres. Yo en esta medianoche anoto con mi cursiva las memorias de mis reflexiones distantes, con la intensión de que estas líneas algún día se publiquen. Yo deseo con urgencia (pues aquí me estoy muriendo), que este libro alcance alguna vez un terrible éxito universal. Que numerosos volúmenes viajen volando desde alguna imprenta de Madrid y crucen el Atlántico hasta un depósito adoptivo en los suburbios de mi melancólica Buenos Aires. Deseo que estas líneas algún día se traspasen en preceptoras tintas a un volumen digno de las bibliotecas democráticas. Deseo que mis versos o mis prosas tengan el mismo reconocimiento que ha tenido para mí "El día no devuelto" o "La plegaria del buzo" o "Dos imágenes en el estanque", o el mismo Principito del renombrado Exupery. Abro mi mente lo más que mis sentidos creativos lo permitan para que este libro alcance los ojos de algún ídolo mío (de Dolina o Bobby Flores), y así alguna vez seré leído por los más grandes en sus sonámbulas ediciones radiales de Blues o de Tango. Aunque ella nunca me lo dijo, yo sé que también estos grandes ocupaban sus preferencias nocturnas. Deseo que estas líneas algún día puedan leerse en las páginas de una colección muy importante. Quizás esté confundiendo esta ilusión con algún pasaje parecido que yo hiciera al describir mi primer libro, pues yo en verdad no estoy seguro si este querer ya lo había nombrado en una pagina pretérita y ahora no estoy haciendo otra cosa que plagiar viejos sueños de mí mismo: Pero lo cierto es que yo sueño casi todos los días que este libro sea un éxito tremendo y se exhiba en todas las estanterías de quienes comercian con el arte de las letras... Por si acaso algún día ella tenga unos minutos y se pusiera a caminar y a ver vidrieras. Yo deseo todo esto por si acaso ella casualmente anduviera mirando los nuevos volúmenes que han llegado a la Argentina desde Europa... Y entonces yo quiero que vea muchos, muchos volúmenes de esta historia. Pues quisiera, de ser posible y si mi Corresponsal me sigue bendiciendo con la fortuna, que este título, que este nombre, le recuerde al instante a ese Principito de páginas doradas, que encomendé a sus manos dos años atrás. Se han sumado hoy, exactamente, y si la memoria le sigue siendo fiel a este amador, 63 días... más la mañana y la tarde de hoy…

Degüello, Mayo 2007

 

 
 
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