El hombre invisible y sus secuaces
Se despertó antes de tiempo, con la certeza de que todavía no eran las seis. Y sin embargo, estaba seguro de no haber sentido la transición que anticipa un despertar ordinario. Era como si la vigilia hubiera llegado por efecto de la supresión del sueño y no como su consecuencia.
Me lo robaron, pensó. Las palabras se formaron, estallaron y se volvieron a formar. Me lo robaron, repitió el pensamiento. Le habían escamoteado un derecho básico; y si los conocía un poco, estaba seguro de que no se lo devolverían jamás.
Abrió los ojos y vio los relámpagos revoloteando como pálidas cicatrices sobre los objetos de la habitación. Cada herida profetizaba una tormenta definitiva y se abría paso hacia las ruinas de la memoria. La noche había permitido sueños y pesadillas, y aunque era incapaz de recordar un solo detalle con precisión, sabía que esos sueños estaban construidos por una legión de seres transparentes que se mimetizaban con los vidrios de las ventanas y robaban imágenes de humo moviendo sus dedos como colibríes en los bolsillos traseros de una multitud de dentistas, buhoneros y manosantas reunidos en el parque por un titiritero loco, pero efectivo.
Las primeras gotas, gruesas como almendras, golpearon el techo de zinc del cobertizo. Allí guardaba la máquina de inducir sueños que había fabricado en previsión de acontecimientos como los que le estaban sucediendo, aunque no descartaba que también se pudiera utilizar algún día para seducir a las muchachas. Adoraba a su máquina, aunque jamás le había dado una sola prueba concreta de que fuera eficaz. Trató de luchar contra la congoja que le impedía respirar. Ya no tenía sentido seguir adelante. Si eran tan poderosos como para escamotearle los sueños, no tendrían ninguna dificultad para reventarle las ilusiones pinchándolas con alfileres invisibles.
Se levantó. El contacto del linóleo húmedo y pegajoso le devolvió una porción de realidad cotidiana que creía perdida. Pero de inmediato descubrió que los ladrones no se conformaban con hurtos sutiles, casi líquidos. No tenía hambre. ¿Tiene sentido descubrir que no se tiene hambre antes de las seis? Tal vez no sirviera como evidencia ante un juez celoso de su trabajo, pero él estaba seguro de que no se trataba de una ausencia casual y momentánea. La falta de hambre se comportaba como un hecho positivo y estaba lejos de cualquier clase de pérdida efímera. No era, finalmente, como la saciedad que sigue a un buen desayuno o a un almuerzo.
Una sucesión de truenos lo sobresaltó. Afuera, sobre el oscuro amanecer otoñal se extendía una maraña de nubes negras; había tormenta para todo el día. Decidió armarse de paciencia para evitar que el comienzo poco auspicioso terminara convirtiéndose en un calvario, aunque la sospecha de que no habría posesión libre de amenazas se materializó con forma de serpiente y se enroscó alrededor del bonzai.
Con la febril urgencia de la tempestad que rabiaba en las calles por toda compañía, perdió la mañana acomodando los cajones, archivando papeles, revisando fotografías, seleccionando ropa en desuso y descartando frascos de pastillas vencidas tres, cuatro años atrás. Tardó demasiado tiempo en advertir que también le habían depredado la paciencia, y cuando lo hizo la lluvia empezaba a parecerse a los cazadores invisibles que lo hostigaban.
—¿Qué más quieren? —gritó al aire, compitiendo con más y mayores descargas eléctricas. El grito sonó como el graznido de un trombón entre risas de timbales y tambores. Sin embargo, la respuesta le llegó clara y audible desde un ángulo de la habitación, un rincón neutro que no pertenecía al bonzai, a la cama o a la ventana.
—Queremos todo lo que se pueda sacar sin destruir el envase. —El sonido de las palabras era artificial, como si hubiera sido compuesto fonema por fonema en una licuadora, pero el sentido resultaba inequívoco.
—¡Váyase al carajo!
El hombre invisible que había hablado y dos o tres de sus secuaces de la banda se rieron a carcajadas. La idea de que la víctima pudiera llegar a exasperarse añadía un toque de emoción a la cacería. El cascabeleo sobre el tinglado que protegía la máquina también se transformó y hubo notas agudas en por lo menos tres sitios distintos: en el tinglado mismo, en las gargantas de la gente de la banda invisible, en el recuerdo de las pérdidas irreversibles. Perdidos el sueño, el hambre, la paciencia, sólo restaba sentarse a esperar las siguientes artimañas. Entonces se sentó a esperar como quien espera una carroza negra tirada por una yunta de azabaches. No le costaba demasiado, ya que la incapacidad para dormir y por ende para soñar, le permitía pensar vívidamente en una mujer y una hija que había tenido, muchos años atrás. Era casi mediodía y el hambre tampoco se hacía presente, por lo que siguió pensando en su familia un rato más, aunque sin ansiedad, ni apuro.
La banda, que seguramente se había tomado un tiempo para comer, volvió a entrar en acción después de las catorce.
Un momento antes había estado recordando un día de lluvia parecido a éste, cuando Marcela aún concurría al jardín de infantes y Laura trabajaba en la Galería Internacional. Había sido una época feliz en todo sentido, aunque él no lo advirtiera mientras transcurría. La lluvia golpeaba el parabrisas con tal intensidad que no tenía más remedio que adivinar por donde conducía. Laura y Marcela se divertían como locas observando a la gente empapada, sorprendida por la lluvia sin paraguas, mientras él se esforzaba por no chocar o algo peor.
Sorpresivamente sólo quedó la tormenta chata, gris y destemplada del presente. El hombre invisible y su banda habían lanzado un nuevo zarpazo.
—¡Los recuerdos no! —gritó, desesperado.
—¿Por qué no? —dijo uno de los de la banda.
—Porque es lo único que me queda.
—Lo único no —dijo el hombre invisible.
—Lo único de valor, quise decir.
—Error —dijo otro de los secuaces del hombre invisible—. ¿Se lo digo, jefe?
—No le digas nada; todo lo que él nombra se devalúa.
Todo lo que nombro se devalúa, pensó, consternado. Es un poco cierto. Quiso recuperar lo que tenía en la cabeza antes del diálogo con los bandidos, y no pudo. Una mancha blanca, que empezaba en las ventanas acribilladas por gotas de lluvia, se prolongaba a lo largo de la autopista vacía. Tenía la sensación de haber poseído algo que ahora, por segunda vez, le era arrebatado. Estoy condenado, pensó; la autopista era recta, inalterable, incorruptible, y ni siquiera el horizonte parecía un obstáculo. Pero lo retenía una fuerza que no tenía explicación; no hubiera podido pisar la mancha ni por todo el oro del mundo. Así que estoy perdido, pensó.
—De acuerdo —dijo ofreciendo las palmas de las manos como nubarrones gastados por el agua—, llévense lo que queda.
—¿Así, de golpe —dijo uno de los de la pandilla—, en una sola jugada? —insistió, casi incrédulo.
—No debe faltar mucho, creo.
—Es cierto —dijo el hombre invisible—. No falta mucho. Pero las capturas masivas le quitan todo el encanto al asunto.
—En cambio —dijo otro de los de la banda—, el mayor refinamiento se obtiene desmenuzando la personalidad módulo por módulo.
—No sabía que la personalidad de un individuo estuviera formada por módulos. ¿Cómo son?
—Docenas de módulos independientes, autárquicos —dijo el jefe de los invisibles—. Podríamos extraerle el módulo de la voluntad y convertirlo en una hoja de acelga.
—O quitarle el de la represión de los bajos instintos, transformándolo en el señor Hyde.
—¡No puede ser! Eso demostraría que soy un simple rompecabezas, un meccano de carne y huesos, un gólem.
—¡Exactamente! —dijo el hombre invisible con un chillido de placer—. Ha captado la idea en toda su extensión.
Como obedeciendo a una orden puesta en marcha por el énfasis del hombre invisible, la tormenta se apagó. El duro silencio que siguió a tantas horas de repiqueteos y detonaciones tenía la textura de una plancha de acero. Y le produjo dolor, un dolor ácido, tal vez menos soportable que otras pérdidas de ese mismo día.
—Sigan —dijo forzando la vista en dirección a donde —suponía— estaban los de la banda. Contrariamente a lo esperado, el esfuerzo no fue inútil; el contorno de cuatro figuras se dibujó contra la pared con la nitidez de una medusa flotando en el mar, a pocos centímetros de la superficie. Eran los mismos seres transparentes de los vidrios, los ladrones de imágenes.
—Lo vamos a desenterrar de esa ansiedad que lo está matando —dijo el hombre invisible—. Ya debe saber que muerto o malogrado no nos sirve para nada. —Pero no advirtió que ya no era totalmente invisible a los ojos del otro.
—Muy efectivo. En este mismo momento he dejado de sentir ansiedad. Puedo igualar perfectamente la aptitud vital de unas espinacas a punto de ser tragadas por Popeye el marino.
—¡Un momento! —dijo uno de los de la banda—. Sería negativo que interpretara esto como una especie de tortura. No somos torturadores.
—¿Ah, no? ¿Y qué son?
Cuando lo dijo no estaba pensando en los torturadores tradicionales, los de potro, picana o submarino. Más bien pensaba en aficionados poco sutiles, como un tío que te miente acerca de la verdadera naturaleza del amor, o se burla de tu torpeza para seducir a las muchachas. Aunque, si no eran una clase especial y elusiva de torturadores, ¿qué eran?
—Pobres desgraciados —contestó el hombre invisible—. Más desgraciados que usted, a quien le robamos los sueños, el hambre, la paciencia, los recuerdos felices y la ansiedad; aún vacío sigue siendo más que todos nosotros juntos.
—No se puede ser más desgraciado que la víctima.
—¿Está seguro?
La habitación se oscureció como si hubiese caído de cabeza en un lago de tinta. Era imposible saber si la noche jugaba con nuevas reglas o si la tormenta preparaba otra embestida. De un modo u otro la banda volvió a la invisibilidad y la pregunta retórica del jefe quedó sin respuesta.
Cuando las gotas, densas como gelatina, del tamaño de naranjas, empezaron a caer sobre el cobertizo, tuvo la seguridad de que el sueño había terminado. Miró el reloj. Las siete. Eso era tan engañoso como el sueño mismo. Se vistió con lentitud y salió al patio. La máquina estaba bien protegida y no se había filtrado ni una gota. El daño que puede llegar a sufrir una máquina tan sensible y delicada es incalculable, especialmente si la lluvia está formada por sustancias extravagantes.
Pasó varias veces el dedo por el chasis pintado de azul cobalto y sonrió. Aunque nunca había probado la máquina sobre una muchacha verdadera, la ilusión de que lograría un éxito rotundo lo acompañaba día y noche. Dio la vuelta y enfrentó la consola de mandos en la que parpadeaban luces verdes y amarillas. Como la máquina era absolutamente silenciosa no había advertido antes que estaba funcionando, que no había dejado de funcionar en ningún momento. Y su sorpresa aumentó al comprobar que además había estado enfocada en dirección a su dormitorio. ¿Eso significaba que había estado en la zona de influencia de la máquina todo el tiempo? Nunca se había detenido a pensar en las consecuencias de la acción del rayo seductor si se aplicaba al macho humano. Se tocó las sienes que le latían al compás de la lluvia de aceite. ¡Un nuevo golpe de la banda del hombre invisible!
Corrió hacia la calle sin preocuparse por llevar impermeable o paraguas. Debía poner distancia entre él y sus perseguidores y la mejor manera parecía ser desafiando la lluvia de pegamento vinílico que resbalaba desde las nubes más bajas. La pandilla no se atrevería a seguirlo por la autopista con esa sustancia pegajosa cayendo a baldes.
No advirtió que la gente enfocaba hacia él las máquinas más diversas hasta que, extenuado, se dejó caer junto a un pilar. Miró a su alrededor y vio máquinas de transmutar la esperanza, máquinas de infiltrar la fe, máquinas de esterilizar la voluntad, máquinas de compactar la imaginación, máquinas de restringir la ambición. Había más de mil quinientas máquinas distintas, constató, desconcertado.
—¿Se da cuenta, ahora? —dijo el hombre invisible sentándose con la espalda apoyada contra el pilar. Los otros tres miembros de la banda se acuclillaron alrededor.
—¿Por qué apuntaron el rayo seductor contra mí?
—¿Nosotros? —EI hombre invisible se tocó la barbilla con el pulgar y sonrió tristemente—. No se da cuenta de nada, ¿verdad?
El paisaje empezó a disolverse como una acuarela atacada por un chorro de agua. Ya no hubo autopista, casas, máquinas, lluvia; sólo quedaban cinco figuras mustias flotando en una bruma lechosa.
—Tendría que haber probado la máquina antes de ponerla en el cobertizo del patio. Tendría que haber enfocado el rayo sobre animales inferiores.
—La máquina no tiene nada que ver —dijo el hombre invisible sacudiéndose el pantalón manchado de polvo—. Si hubiera sido posible habríamos robado la máquina antes que los sueños y todas las otras migajas.
—Sé que me voy a despertar en cualquier momento.
—¡No se va a despertar un carajo! —exclamó el hombre invisible, exasperado—. Aquí no hay dos niveles de conciencia ni ninguna explicación optativa, por sólida que parezca. Esto —dijo abarcando la bruma con el brazo extendido— es todo, y nosotros...
—Me voy a despertar. Ya pasó otras veces.
—Bienvenido a la banda del hombre invisible —dijo uno de los bandidos extendiendo una mano rosada, limpia.
—¡Un momento! ¿Esto significa que me reclutan para robar los sueños y las esperanzas y los momentos felices de la gente?
Nadie habló durante un minuto. Los de la banda bajaron la cabeza sobre el pecho, como si oraran y permanecieron así hasta que el paisaje volvió a consolidarse. Era un día de sol radiante y los pájaros cantaban sobre las ramas de los árboles de goma que flanqueaban el camino real.
Los cinco miembros de la banda se levantaron, y arrastrando los pies se dirigieron hacia una casa humilde en la que vivía una mujer pobre y sola cuya única ilusión era volver a ver con vida a su hijo, a su nuera y a la pequeña hija de ambos, muertos todos en un lamentable accidente de tránsito en la autopista.
Permanecieron en silencio, mirando a la mujer que dormía, rodeando la cama, hoscos, abrumados y absolutamente invisibles. Pero no le robaron nada.
(c) Sergio Gaut vel Hartman
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