Una decisión
Yako y yo ascendemos por la carretera que se encarama al monte. En una curva tomamos un camino inesperado que corta hacia el barranco. Una garganta invisible desde la carretera se sumerge entre inverosímiles huertos y viñas. Inmediatamente nos envuelve la humedad, el alboroto que rodea la vida de las acequias, entreverado de silencio.
Hace años, cuando aún iba al Instituto, descubrimos este camino por casualidad. Sólo hay una casa, si se puede llamar así, un chozón justo en el extremo donde muere el barranco. En aquella época vagabundeábamos por toda la isla y no es raro que descubriéramos aquel sitio, siempre con un rifle de perdigones o un rollo de sedal encima. Seguíamos el arroyo formado por la niebla hasta el lecho de arenilla del fondo donde desaparece, en busca de grutas y tesoros.
Habíamos bajado ya un buen trecho cuando oímos la voz:
La figura negra apareció recortada entre los árboles. No íbamos a ningún sitio, le expliqué.
-le regalo el perro, dije de pronto.
-¿lo quiere?
El bastón se aflojó en su mano. Aceptaba. Le ayudé a atarlo junto al chozón.
Cuando me iba escuché los tirones agónicos, lejanos, de la cadena.
-¡cómo se llama!
-¡Yako!
Antes de acabar el Instituto me alisté como soldado profesional. Yo no era un buen estudiante: aunque tenía facilidad y retentiva, era vago, melancólico, dado a la ensoñación. Vivíamos en un piso en La Laguna, ciudad triste que Yako y yo abandonábamos en cuanto podíamos, en nuestras exploraciones.
He dicho que no me gustaban los libros y he exagerado: me gustaban los relatos de viajes y las descripciones de las grandes batallas. Ahora reconozco que pecaba de cierta falta de experiencia y de perspectiva. La vida militar, al menos como yo la conocí a bordo del destructor Canarias, es monótona y sin horizonte. ¡Ser marino consiste en pasar horas fregando la cubierta, sacar brillo a manijas de cobre y vidrios, y servir comidas!
¿Qué sabía yo entonces? Cuando trepaba por la pasarela tirando de mi petate yo era feliz, no pensaba en fregonas ni en cocinas sino en cañones y ángulos de tiro. Miraba el cielo y veía la bóveda celeste y el sextante. El puerto estaba tomado por nuestros familiares que gritaban, con una euforia un poco forzada, sus últimas recomendaciones. Desde allí arriba yo casi no los veía.
Yako corría, a veces parecía que iba a echarse al agua, ladraba. El barco empezó a moverse. Alrededor del casco gris se iba formando la espuma sucia, como de detergente, del puerto.
Una voz metálica me arrancó de mis ensueños.
El solo movimiento de un barco sobre las olas despierta la esperanza, aunque parezca un ataúd flotante. Recordaba haber oído cómo al aproximarse a tierra, aún antes de verla, se respira la vegetación, el agua adquiere reflejos verdosos.
Antes de las nueve un transbordador desembarcaba su cuadrilla de pintores, soldadores, electricistas, fontaneros. Volvía para devolverlos a tierra al atardecer. Un día tras otro. En las horas de más calor el barco cabeceaba como hechizado.
Transcurrido un mes nos dieron el primer permiso.
Los vagabundeos con Yako durante estos permisos me producían remordimientos. Escudriñábamos los mismos caminos, las mismas calas acribilladas de grutas, interrumpidas por pequeñas playas imprevistas. Nos zambullíamos en el mar, en los arroyos, con la misma despreocupación que antaño. Algo había cambiado, sin embargo. Tal día a tal hora, tenía que presentarme en la escollera con mi petate.
Como si lo adivinase, la noche antes, las horas previas si el embarque era por la tarde, Yako no se despegaba de mí. Se removía a mi alrededor, inquieto, receloso, sin perderme de vista. Ladraba sin ton ni son.
Por otra parte nuestra despreocupación era ficticia. Yo ya no era un niño y Yako ya no era mi compañero de expediciones, aunque aún pescásemos cangrejos y rebuscásemos nidos como antes.
Ya en El Canarias, permanecíamos fondeados fuera del puerto una o dos semanas, tras las cuales rodeábamos una por una las siete islas, sin llegar a adentrarnos en mar abierto. A los dos o tres meses, vueltos al punto de partida, me daban un nuevo permiso.
En cierta ocasión se nos acercó el buque Juan Sebastián el Cano, con sus tres palos inflados. Cabeceó a escasos metros de nosotros y desapareció cabalgando sobre las olas, que más que del mar parecían brotar de su propio movimiento.
Aquella vida tenía también pues, su encanto.
Cumplido el tercer año, me reenganché. Y al mes siguiente conocí a Gloria.
Gloria era, en cierto modo, lo que yo habría podido ser. Terminaba Derecho aquel año y dudaba entre prepararse oposiciones o sacarse la licencia para ejercer por su cuenta. Vivía en un piso de estudiantes, a las afueras de La Laguna. Al verla con sus libros, la despreocupación pintada en la cara, me encandiló. Después cuando intimamos se extrañó de mi envidia.
Yo quería entrar en la Academia de Suboficiales de Marina, que está en San Fernando, y después servir en un velero como piloto. Si no podía dar la vuelta al mundo, al menos navegar hasta El Índico.
En fin, charlábamos de lo que hablan los enamorados. Paseábamos por La Laguna que florecía, invernal, y desgranábamos nuestros planes.
Parte del permiso coincidió con sus exámenes, así que aproveché para retomar mis expediciones con Yako. Hicimos una excursión larga, de dos días, para ver las ballenas desde la Punta de Teno, encaramados a los acantilados. Yako estaba ya viejo, el reuma lo torturaba y una catarata lo había dejado casi ciego de un ojo. Pero corría como siempre.
Gloria me lo reprochó: que no la hubiera llamado en esos dos días. Cuando intenté explicárselo, me interrumpió con una sonrisa glacial: odiaba los perros, detectaba de lejos su olor, que se impregna en la ropa y en las manos. Yo no la quería, concluyó. Ahora, si no tenía nada más que decirle, debía estudiar.
-¿qué quieres?, la apoyaba mi madre, si te vas con el perro dos días por ahí.
Al día siguiente recibí una carta: aceptaban mi solicitud para la Academia de Suboficiales, debía pasar los exámenes que eran aquel verano. Llamé a Gloria.
Adiós a las excursiones, a los paseos, le prometí. A la nausea del barco sumé ahora la de los libros. Por tres veces decidí firmemente abandonar y siempre tropecé con ella, con su firmeza y su obstinación. Del brazo como una pareja aburrida o reciente, deambulábamos por La Laguna en fiestas de Carnaval. O bajábamos a las Teresitas en la gua gua, pues a ella le daba miedo el coche. Sentados en la fina arena acarreada del Sahara por deportados, le expliqué el Logaritmo de Neper y la Batalla de Las Termópilas, y ella me desgranó el Código, envuelta en un olor a naranjas.
Tiré mi escopeta de perdigones. Mamá pudo, al fin, disponer para planchar del cuarto donde aún se alineaban nuestros trofeos. Ahora cuando le hundía a Yako la mano en la cabeza me cercioraba con el rabillo del ojo y procuraba pensar en otra cosa.
Viviríamos en Santa Cruz. A Gloria le sentaba mal la humedad de La Laguna. Me confesó que no le gustaban el puerto, ni los barcos. Yo podía navegar en El Juan Sebastián el Cano o en otro velero de mi gusto, para matarme el gusanillo, pero tendría mi destino en tierra. Su padre le había prometido ayudarle a ingresar en un bufete de abogados de Santa Cruz.
Esperaríamos dos o tres añitos antes del primer hijo. Quería viajar. Y aclimataríamos algunas plantas. Las plantas no dan trabajo, relajan, alegran, refrescan, y perfuman.
Los exámenes se celebraron a principios de junio en la Capitanía Militar de Santa Cruz de Tenerife. En una antigua residencia de oficiales remozada para oficinas que nos alojó durante una semana. Creí enloquecer y me consoló no ser el único.
Cuando vi mi nombre entre los aprobados, -Gloria estaba de puntillas a mi lado, vestida como para una gala-, salté como cuando Yako y yo capturábamos un cangrejo en una roca. Durante más de una hora estuvimos haciendo planes en un banco, envueltos por el fresco hondo y sonoro del jardín colonial adonde llegaba, intermitente, el eco del tráfico.
Me digo que fue el ladrido, o el silencio que siguió. Resbalé rasguñándome pies y manos. De nuevo apareció la sombra. ¿Cómo iba a comprenderme? Le di todo lo que llevaba, pero no desaté a Yako. Al poco desaparecí otra vez en la carretera.
Caminé sin rumbo, como ebrio. La tarde empezaba a llenar de sombras el monte y el océano.
Dejaba atrás mi última aventura.
(c) Carlos Almira Picazo
Sobre el autor:
Carlos Almira Picazo nació en Castellón, España, hace 42 años. Se doctoró en Historia por la Universidad de Granada. Y se dedicó sobre todo, a vivir de sus clases y a escribir: ensayos, novelas, cuentos y poesía. Así lleva desde mediados de los años ochenta. Actualmente vive en Granada.
Hasta la fecha ha publicado: en papel, un ensayo sobre la Dictadura del general Franco (editorial Comares, Granada, 1997); una novela heterodoxa sobre la vida y muerte Jesús de Nazaret (editorial Entrelíneas, Madrid 2005); y en internet, una novela sobre el posible futuro de un país de América latina, imaginario, (revista Prometheus mdq, nº 22 abril de 2007). En la actualidad trabaja en una colección de cuentos y en una novela histórica sobre la antigua Roma.
|