El fútbol, guerra sexual*
por Pablo Nacach
Cuando pensamos, sentimos intuimos o ejercemos el complicado mecanismo de simbolizar al fútbol como si fuera una guerra pueden diferenciarse dos puertas que, como siempre, se abren dejando ver idéntico jardín: el de la extraña idea de Muerte que maneja nuestra sociedad y la escasa atención que pone en resolverla más acertadamente. El juego mismo del fútbol está organizado simbólicamente como una guerra, diríase, de carácter sexual: el objetivo es meter la pelota propia en el agujero contrario.
Homero ya evoca un juego de pelota practicado por los feacios, y el harpastum de los romanos prefigura ciertas reglas esenciales de los juegos de pelota que se sucederían en los siglos siguientes, como la soule, un juego practicado en Picardia y en Bretaña hasta el siglo XIX que enfrentaba a jóvenes de dos pueblos vecinos y en el que, como en el fútbol actual, una de las claves era ganar terreno al equipo rival. El quico del calcio era un juego de pelota practicado en la Florencia del Renacimiento, y aseguran los entendidos que el juego de pelota de los aztecas se practicaba con la cabeza del enemigo más valiente. En El Rey Lear, Shakespeare hace también una referencia al football.
Esta breve historia del fútbol para demostrar que dos hilos conductores recorren su vida: el que haya sido practicado por las clases populares –esclavos, siervos de la gleba, pequeños burgueses, tropa de soldados indios–, y que una de sus reglas esenciales haya sido ganar terreno al rival.
Conquistar tierras arrasando y quemando, asesinando y violando, matando “a cuchillo” como las huestes de Facundo, “sin prisioneros”, como las de Lawrence de Arabia... “Comer las piernas” es una expresión muy utilizada en Argentina para significar que el marcaje tiene que ser agresivo, y el pelotazo cada vez más habitual en este fútbol desangelado de hoy constituye el elemento más común para ganar terreno al rival por la vía expeditiva y cruel.
Además, el verde del césped recuerda las campiñas inglesas donde los especialistas indican que se institucionalizó el fútbol, y si cerramos los ojos podremos ver al bosque avanzando en dirección a Macbeth.
¿No es la viva imagen de un fusilamiento observar a un jugador derribado en violento foul por otro, cuando de rodillas parece implorar al cielo clemencia? ¿Y cuando el portero está esperando el fatídico tiro (de gracia) desde los once metros? ¿No constituye la expresión “no vale fusilar” la frase perfecta utilizada por los niños para decir que está prohibido chutar fuerte? ¿Y el temor a los balones “bombeados” al área?
El sudor chorreante; los tatuajes (moda heredada de las cárceles que ya salen a lo real, como llevar los pantalones mostrando la raya del culo porque antes de entrar el preso tiene que depositar el cinturón para que no pueda ahorcarse con él); la expresión “morir en la cancha”; el escudo del club como insignia a besar para demostrar amor a la dinastía futbolística que ha precedido al goleador; el nombre del jugador impreso en la espalda de la camiseta como forma de individualizar al soldado en el fragor de la batalla...
Solía decir George Foreman que “el boxeo es el deporte al que aspiran todos los demás deportes”. Y no le falta razón. Porque en el terreno de juego son once contra once, pero también, y sobre todo, un equipo contra otro dilucidando un cara a cara cuyo mejor ejemplo es otra de las esencias del fútbol: la gambeta o regate. En efecto, la gambeta resume en gran medida el juego del fútbol y lo emparenta con el boxeo, ya que ahí se dirime el combate entre dos jugadores aislados del resto: el engañador y el engañado.
Muchas de las metáforas más sobresalientes del fútbol vienen del boxeo: el equipo perdedor ha “besado la lona”, está “grogui”, está “knock out”... Y, también, los apodos, propiedad de los boxeadores, son empleados en el fútbol con cierta frecuencia, sobre todo por los jugadores brasileños, que de algún modo esconden así su origen: Pelé, Zico, Robinho, Ronaldinho... ya ni ellos mismos deben saber cuál es su verdadero nombre.
El fútbol es, pues, el deporte que más pretende aspirar a la igualdad con el boxeo, y para conseguirlo se pone a su servicio un fasto comparable al de las fiestas rituales más extravagantes, casi exorcismo puro diríase, que los jugadores y aficionados siguen a rajatabla sin saber, muy probablemente, por qué increíbles mecanismos de dominio de las pasiones humanas, como si se tratara del estado de naturaleza descrito por Hobbes, lo hacen.
Alguien debe morir, ser el sacrificado, siempre. Como en los combates de gladiadores romanos, esbozo de contienda deportiva que suplió al sacrificio brutal de esclavos o prisioneros, y en el que la muerte comenzó su andadura como fenómeno social de entretenimientos de las masas. Morir simbólicamente si se quiere, pero alguien tiene que representar el drama esencial de la vida otorgándola a la muchedumbre ansiosa de violencia y de purificación. Se salvará de la quema si realiza una proeza, pero morirá espectacularmente si no lo consigue. En general, este individuo es, en el ámbito del fútbol, el entrenador, porque como suele decirse “no se puede echar a veinte jugadores”.
Mientras tanto, hay que jugar, y los futbolistas lo hacen como si se defendieran de las fieras, y la pelota parece ser entonces el mismísimo león hambriento del circo romano o el toro de la atiborrada plaza. O, mejor aún, los testículos de la inmensa bestia herida que chorreando semen y sangre por doquier consiguen salpicarnos a todos. El balón como objeto simbólico que asume el valor que le da la tensión de estar combatiendo a muerte. Encerrados en la arena, la pasión se libera pero no es pura, porque en ella se encuentran en combustión todas las fuerzas de la personalidad, “religión, nacionalidad, sangre, enconos, políticas, represalias, anhelos de éxitos frustrados, amores, odios, todos en los límites del delirio, en fundida masa ardiente, configurando una monstruosa fisonomía pasional de cien mil seres y 22 jugadores homogeneizados en los saggars de los altos hornos humanos” (Martínez Estrada, E., La cabeza de Goliat, Barcelona, Losada, 2001).
Y aquí tenemos que detenernos para ofrecer un breve apunte importante: si bien un equipo de fútbol es un conjunto de individualidades, un grupo, en su interior también hay guerras. Los individuos pugnan por tener ascendencia sobre los demás, se van constituyendo las “camarillas”, es decir, un subconjunto de jugadores que mandan, que llevan las riendas incluso muchas veces por encima del entrenador.
Porque, por ejemplo, ¿resulta verosímil creer que Bilardo pudiera darle alguna indicación a Maradona, o incluso que formara él la alineación en lugar del Diez? Efectivamente, hay jugadores que mandan más que otros, y el equilibrio del grupo dependerá de cómo se lleven sus integrantes, y de que la “camarilla” sea lo suficientemente sólida y sana para mantener la cohesión. Contaban que Antonio Rattin, aquel fantástico medio centro de Boca Juniors en los años ‘60 (el mismo que al ser expulsado en el Mundial de Inglaterra del ‘66 se sentó en la alfombra de una estupefacta Reina presente en el estadio, arrugando desdeñosamente al pasar la enseña británica que ondeaba en el banderín del córner), defendía a la estrella boquense Rojitas, un talentoso pero de físico escaso, diciendo que era Rojitas el que le hacía ganar dinero a él.
Es preciso antes de terminar este apartado decir que existe también un arte de la guerra que consiste sobre todo en desmoralizar al rival. En efecto, todo juego se caracteriza, si lo que se desea es vencer, en atacar los puntos débiles del contrincante, en ver sus heridas y hurgar en ellas, en ahorrar energía propia y en desgastar la del oponente.
¿El defensa central se ha equivocado ya un par de veces al querer salir con el balón jugado? A presionarlo en la salida con dos hombres. ¿El portero tiene un día dubitativo y falla en la salida de los balones por alto? A tirar centros al segundo palo. ¿El lateral tiene propensión a subir demasiado por su banda? Un delantero a ocupar raudo el espacio dejado a sus espaldas para que tenga que marcarlo a él.
* Extracto del capítulo “El fútbol, guerra sexual” de su libro Fútbol, la vida en domingo, Editorial Lengua de Trapo, Madrid, 2006.