POR LA RENDIJA
El chorro de agua caía enérgico y caliente sobre todo mi cuerpo, empapándome el pelo y la piel, salpicando los azulejos y derramándose sobre el piso. Yo cerraba los ojos para disfrutar de aquel momento en toda su intensidad y hasta me permitía cantar, convencida de que la voz en ese ámbito, sonaba mejor. Con un placer incomparable, deslizaba una y otra vez, la aromada pastilla de jabón por todos mis vericuetos y me complacía viendo las burbujas que estallaban irisando la luz amarilla y taciturna del aplique que colgaba sobre el espejo. La luna se empañaba por la humedad que la cubría con un delgado velo, pero aún así, me permitía adivinar el contorno difuso de mi figura plasmado en su superficie y yo, al no ver con nitidez mis rasgos, me divertía imaginándome otra, a la que hablaba en vano, porque no me respondía aunque hasta había llegado a increparla con vehemencia. Cuando salía de la ducha, me secaba cuidadosamente, deteniéndome en cada pliegue con minucia, con obsesivo esmero. Después, me empolvaba con un cisne suave y me secaba el pelo cepillándolo cien veces como una diva del cine mudo y relajada, me iba a arrebujar entre las sábanas. Ésa era una recompensa, una ceremonia cotidiana, irreemplazable, ansiada, íntima, con mucho de sensualidad que sin variantes, ponía el punto final de cada día. El momento exclusivo sólo para mí, en el que no permitía interrupciones ni escuchaba reclamos. Creo que nunca he ido a la cama sin bañarme, lo hubiera considerado un sacrilegio.
Noté la existencia de la grieta casi de casualidad. O quizá, así estaba previsto. Recuerdo que me estaba duchando y tenía cubiertos la cara y el cuerpo por una espuma compacta y perfumada. Fue entonces cuando se me cayó el jabón. Traté de encontrarlo a tientas, deslizando el pie por la superficie mojada del piso, hasta que chocó con el zócalo que servía de contención para que el agua no inundara el baño. Fastidiada, me di cuenta de que se había descalzado, separándose de las baldosas y dejando un espacio que dado el sitio, pasaba desapercibido a una mirada corriente. Como me sorprendió en gran forma esa rendija cuya existencia ni siquiera suponía, me sequé los ojos para poder examinar con detenimiento y averiguar de qué se trataba, descubriendo que, efectivamente, el bloque de mármol negro, de una altura aproximada a los veinte centímetros, se había despegado de las baldosas, dejando una abertura por la que podía meterse la mano sin dificultad. No había ni huella de argamasa, ni de cemento. Sólo un agujero profundo, una garganta oscura por donde escurría el agua jabonosa. Ignoro qué cosas se movieron dentro de mí, pero ese descubrimiento a todas luces nimio, me inquietó sobremanera. Era otro inconveniente que debería solucionar en la próxima semana, uno más en la larga lista de obligaciones a mi cargo. Terminé de secarme cavilando sobre el mal trabajo de los operarios que había contratado para reacondicionar aquella parte de la casa. Rumiando mi descontento, me fui a dormir. De todos modos, la preocupación no debió de haber sido demasiada, porque no tuve dificultad en conciliar el sueño y a la mañana siguiente ya había olvidado el episodio.
Por la noche, mientras me desvestía para meterme como de costumbre bajo la ducha, se me vino de súbito a la memoria la rendija en el piso y me arrodillé curiosa a investigarla otra vez. Sin lugar a dudas, las baldosas habían cedido aún más y el espacio se había ensanchado considerablemente. Me propuse llamar a un albañil ni bien me levantara. Sería lo primero que haría para evitar males mayores, pero al otro día, como suele ocurrir, algo se interpuso en mi camino y postergué otra vez el llamado. A la hora del baño, me sentí en falta. "Otro día perdido" reflexioné con culpa, aunque me justifiqué diciendo "todo no puedo sola" y es cierto. Veinticuatro horas no me alcanzan. Todas las tareas pesan sobre mis espaldas, desde pagar las cuentas hasta reponer el papel higiénico, sin obtener más que actitudes indiferentes como única paga. He llegado a la conclusión de que soy una máquina de satisfacer demandas sin derecho a pedir nada a cambio. Miré de soslayo hacia el zócalo y me alarmé al ver que la abertura ya parecía la boca de una gruta. Había que obturar sin demora ese agujero que de seguir creciendo, se convertiría en una trampa peligrosa.
Mientras el agua caliente relajaba la tensión de mis músculos, alargué la punta del pie hacia la grieta, por simple curiosidad y tuve la fugaz sensación de que una fuerza leve, me atraía desde el interior; como por acto reflejo, lo aparté de inmediato y me planté decidida mirando con desconfianza. En pocos segundos pasaron por mi mente, una sucesión de imágenes disparatadas y me pareció que mi mente estaba enviando señales equívocas. Para poner a prueba mi cordura y obedeciendo al impulso de la curiosidad, volví a acercarlo. Quería verificar si la percepción sólo era producto de mi fantasía. Pero no. La fugaz sensación inicial, se convirtió en una fuerza real, poderosa e irresistible. El pie fue literalmente sorbido y tras mi pie, fui yo, escurriéndome como una anguila. Las aristas del mármol se arquearon tornándose flexibles. El cuerpo se me fue adelgazando y deslizando aceitadamente por un túnel. En el trayecto - que quizá fue breve - tuve la acabada sensación de que lo que se iba transfiriendo "al otro lado", carecía de materia. No sé si podrán entenderme: era yo misma la que transitaba, pero despojada de tejidos y de huesos. Claro que era yo, mi más pura esencia, mi mente, mis sentidos, pero liberada de la opresión del cuerpo. Cuando hube llegado a lo que presumí sería el destino, ingrávida y aturdida, suspiré hondo y eché una mirada tratando de ubicarme. Con las manos abiertas palpé en derredor porque la iluminación era escasa, sólo una luz imperceptible doraba mi piel convirtiéndome en una figura de bronce. Se respiraba paz y silencio. Extendí un brazo y toqué algo sólido, frío. Aguzando la vista pude ver que lo que se levantaba ante mí era una pantalla, un visor transparente, como un gran acuario. En ese momento, no reflejaba nada, pero de a poco, comencé a notar que se ponían en movimiento imágenes indefinidas, bultos, siluetas imprecisas. Como si alguien pulsara botones para lograrlo, la imagen se fue aclarando y no tuve necesidad de que nadie me explicara que lo que tenía ante mis ojos, era mi propia casa. Pero...¿qué es lo que estaba viendo? Alguien estaba bañándose tras la mampara de acrílico bajo el chorro poderoso de agua, fregándose la piel con una esponja y repitiendo la letra de una canción que sabía sólo a medias. Golpeé con los nudillos el cristal translúcido, hice señas vehementes tratando de hacerme notar, pero no obtuve respuesta. Miré la escena confusa e incrédula. Analicé los movimientos mecánicos de la mujer que se bañaba e indagué en su rostro. Los rasgos eran borrosos por lo que tardé en reconocerme y darme cuenta de que la que seguía bajo la ducha, era yo. Sí, yo misma, aunque me resultaba difícil creerlo. Era como un sueño que soñaba despierta y consciente. En ese momento, viéndome proyectada, me toqué los brazos y el cuello, los muslos, las rodillas para convencerme de que existía. Traté de ordenar mi pensamiento, pero la confusión me superaba: si estaba allí, entonces ¿quién habitaba a esa que ocupaba mi lugar? Sonreí con algo de amargura y miré a la otra, a la que se bañaba y que había olvidado sonreír desde la alegría, esa que había aprendido a sosegar sus emociones, a callar para no liberar sus fantasmas y a seguir adelante, firme en la brecha, aceptando el atropello, con esfuerzo sobrehumano para no sucumbir. Debo admitir, que a lo largo de la vida, fui postergándome, empobreciéndome, resignado mis reclamos, admitiendo que cercenaran mis derechos a mansalva, tolerando injusticias, permitiendo que mancillaran mi orgullo, convencida de que ésa era la forma de mantener la cohesión de la familia. Me empeciné en satisfacer los caprichos de todos, en demostrar que podía ser eficiente y eficaz por encima de todo sin desfallecer, como si alguien me lo hubiera pedido. Fui parte de ese perverso sistema de desamor, de destrucción sistemática de la autoestima, fui la única concursante en la carrera de "siempre puedo-puedo todo" y jamás me hice acreedora a ningún premio. Me saquearon la ilusión, adelgazaron mi voluntad, ahondaron el desánimo. Ahora me explico que es por eso, que cualquier lugar de mi alma, tiene espacio suficiente para albergar dolor. Después de ese viaje místico y esperanzador, fue que me sentí tan libre, tan liviana y tan plena que era incapaz de reconocerme en esa figura gris que se dejaba azotar por el agua agachando la cabeza en clara actitud de resignación. Me costaba comprenderlo, porque en realidad, yo era la otra, la espectadora.
Tenía plena conciencia de que el tiempo pasaba, pero no tenía forma de medirlo. El reloj había quedado al lado del lavabo. Estiré un ojo tratando de ver la hora. Imposible distinguir los números convertidos en garabatos negros. Tampoco me interesaba demasiado. Lo que sí descubrí, es que si bien estaba del otro lado del espejo, a un paso de mi casa, nadie podría adivinar mi paradero. La vida seguía su curso, a un ritmo diferente de un lado al del otro y estoy segura de que nadie había notado mi ausencia. No se habían percatado de que yo ya no estaba dentro de esa estructura que seguía moviéndose en forma automática, cumpliendo los horarios a rajatabla y satisfaciendo los interminables reclamos. Mi marido ni se asombraba ni se sorprendía cuando de tanto en tanto se acoplaba a ese ser que lo aceptaba sin reclamos ni súplicas, que lo miraba sin verlo y le respondía con silencios. Me pareció que estaba casi feliz porque creía que después de tanta perseverancia, ingenio y tenacidad, había logrado someterme y no comprendía, que simplemente, me había perdido. Yo no tenía nada que ver con esos vestigios ruinosos que a duras penas resistían en pie; la verdadera, la genuina, era la que estaba del otro lado, la que había logrado evadirse de los límites obscenos del cuerpo, la que se había liberado de la hostil opresión. Volví a mirarme las manos iluminadas por un reflejo verdoso y se me ocurrió imaginar que era una hiedra que había comenzado a crecer despegada del muro, a ser la mente que había logrado la autonomía. Hacía tiempo que sentía un rumor dentro del pecho, como de piedras murmurantes en el lecho de un río y recién entonces comprendí que eran estrellas atrapadas. Abrí las puertas para que volaran al espacio: total ya me habían regalado su luz. La luz que me alumbraba, venía de adentro. Debí vencer el impulso de quedarme en ese nuevo domicilio para siempre porque sabía que debía regresar. Me lo había propuesto apelando a la razón. Debía regresar con condiciones, advirtiéndoles a todos los que comparten conmigo la vida cotidiana, que con la sensibilidad no se juega. Volver enarbolando una pancarta que proclamara que con la dignidad no se negocia. A pesar de los pesares, como dice la canción, estoy viva. He sobrevivido hasta ahora a pura emoción y a puro sentimiento. Sin claudicar. Es heroico no capitular cuando el mundo de afuera es tan hostil y las pruebas de supervivencia arduas. Es una hazaña volver a ocupar un lugar al que uno abandonó descorazonado.
Alguien gritó en la cocina preguntando cuándo comeríamos. Se enojó porque había que esperar. Se derrumbó a mirar televisión. Sonó el timbre. Una, dos, tres veces. Nadie se molestaba en abrir la puerta. Llamó el teléfono hasta quedarse mudo y era como si no lo oyeran. Los platos estaban sucios, la cocina daba asco. Las camas estaban sin hacer. Había ropa tirada por cualquier lado. La casa parecía un campo de batalla. Me apena pensar que mi familia puede vivir en ese caos. Entonces me decidí y me deslicé con esfuerzo por la grieta, me metí en el cansado cuerpo gris, terminé de ducharme y recomencé la tarea.
(c) Nora Tamagno