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Un despertar
Ignacio nunca imaginó que la tierra del cacao y el jitomate se iba a convertir en su segunda patria. Llegó aquella tarde de Abril de 1970 al puerto de Veracruz, donde descendió del barco carguero que lo traería de tierras españolas, con los ojos muy abiertos y con una mochila en la espalda llena de ilusiones. Hacìa un calor bárbaro, se le pegaba la ropa al cuerpo, el sol descendía liquido por el malecón. Los niños que recibían a los viajantes del barco, eran vendedores de mil cosas: collares, llaveros, billetes de lotería, amuletos de la buena suerte, empanadas de pescado y ropa con estampados fosforescentes.
Le habían dicho sus parientes: - allà se comen el maíz, ese mismo que le damos al ganado, ellos se lo comen a dentelladas, y no sólo eso, también hacen unas cosas redondas y planas que les llaman tortillas, y que no están hechas de huevo y patatas - Peor todavía, las comen como comer pan, es decir las comen todos los dias. También toman el agua de los cocos, directo sin vaso, a cualquier hora, sin miedo en absoluto a un mal de estómago -.
También le habian dicho - es un país de locos- le llevan comida a sus muertos y se la ponen justo en las tumbas, porque dicen- el difunto debe de disfrutar las cosas que le gustaban en vida. Se la ponen arriba de la lápida, y todos se juntan alrededor y le cantan canciones con los mariachis, unos mexicanos muy machos con sombrero grande y trajes negros con adornos metálicos. Toman tequila, dicen los chistes que le gustaban al muerto, y asi hacen la fiesta en el panteón.
Todo esto le venía a la mente, mientras transcurría un día tras otro en el barco trasatlántico que lo llevaría a Mèxico, y lo alejaría para siempre de su terruño, aquel pueblo lleno de verdor y trigales en el que pasó su niñez, entre cabras y ovejas entre sermones del sacerdote de la parroquia, y con la imagen lejana del padre que se fue muy pronto de este mundo y que había dejado a su madre con una soledad que no le cabía en el pecho y que la hacía estallar en llanto tantas veces, sin justificacion aparente.
Ignacio descendió al fin del barco, la brisa salada del mar le golpeaba la cara le transmitía una energía nueva, insólita. Las aves que en bandadas volaban en el cielo azul, tenían una armonía maravillosa, ninguna salía del grupo compacto, a veces bajaban muy cerca del mar, y sin perder ni por un segundo la simetría del pelotón, caían en picada para arponear los peces que saltaban con las olas.
A lo lejos, las tonalidades del agua se volvían azul aguamarina, turquesa, verde jade, otra vez aguamarina…
Una lancha de un pescador solitario, ondeaba sin miedo mar adentro, se percibía como el hombre lanzaba la red sin más apoyo que sus brazos morenos, quemados por el sol ardiente.
Un hombre corpulento con bigote y con botas vaqueras se le acercó y le ofreció llevarlo y conseguirle alojamiento en el puerto. ¡Llevadme al hotel Covadonga! ¡Que según me han dicho no está lejos del centro y no debeis de cobrarme más de cinco pesos! - le respondió Ignacio ¡Y no deis muchas vueltas ! Que vengo molido del viaje y voy a dormir una semana entera.
¡Como usted diga ! Y si quiere más tarde lo llevo a dar una vuelta para que conozca lo lindo que es este puerto jarocho…
¡Va a ver que maravillas tenemos aquì! Y no me diga que no quiere ir a uno de esos lugares secretos que los turistas siempre buscan. Estoy seguro que no se va a arrepentir. El no contestó, estaba sumido en sus reflexiones, sentía la humedad de la tierra tropical, veía las palmeras enormes, con cocos a reventar a punto de caerse en cualquier momento, quiza justo cuando él pasara por debajo.
El hombre del taxi lo miraba por el espejo retrovisor, lo vigilaba a hurtadillas, ya no estaba parlanchin, callaba. Al detenerse en un semáforo, se acercó un mendigo y le pidió una limosma, - por el amor de Dios - era un hombre joven con el pelo apelmazado, con la ropa raída, y la cara sucia. Sus uñas parecían garras, su mirada perdida, le repitió, le exigió de nuevo la limosna. El taxista subió la ventanilla del auto, el mendigo golpeó el vidrio con fuerza. De improviso, la luz verde lo impulsó a meter velocidad y pisar el acelerador, apenas pudo reaccionar, el indigente cayó sobre el cofre del auto, obligándolo al instante a frenar.
El cuerpo del mendigo cayó como plomo a un lado del pavimento.
Ignacio y el taxista se bajaron del carro para auxiliarlo. Su respiración era agitada, y tenía un golpe en el brazo derecho, se quejaba lanzando improperios.
Al poco rato, llegó una ambulancia y los paramédicos lo subieron a una camilla. Las calles que faltaban para llegar al hotel, fueron transcurridas en silencio, ni Ignacio ni el taxista dijeron una sola palabra. Llegaron a su destino. La posada Covadonga era el lugar obligado de los españoles que pisaban tierra veracruzana por primera vez, la dueña, una andaluza exiliada que llegó a México después de la guerra, atendía a los huéspedes como si fueran sus hijos. Les procuraba comodidad en habitaciones de techo alto, camas de latón y sábanas blancas, les servía potajes para reponer calorías y los regañaba cuando veía que algo no hacían bien.
Ignacio se registró en la posada de mamá Covadonga, le entregó unos duros a la patrona pagó tambièn al taxista y lo despidió sin interés de verlo de nuevo. Subió las escaleras para instalarse en el cuarto. Colocó una imagen de la virgen de la Macarena en el buró.
Cenó un pedazo de queso y un pan que traía en la bolsa de viaje.
No obstante el agotamiento que sentía, no pudo conciliar el sueño en toda la noche pues unos cantantes de barrio, con dos guitarras desafinadas, y con varios vasos de ron con coca-cola, habiendo ya pasado por sus gargantas, cantaban mal… pero fuerte.
Despertó sin haber dormido, y dijo: ¡Esto es América ! ¡Vive Dios !
(c) Maricela Luján
Sobre la autora:
Maricela Luján nació en la Cd. de Mèxico, en 1959
Ha publicado cuentos en varios periódicos de México.
Actualmente está escribiendo su primera novela.
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