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Una mentalidad del medioevo
El céfiro mañanero acariciaba las mejillas rubicundas de Chilerico XIV, mientras cabalgaba, al frente de su séquito, a través de los robledales de León. Venía más que contento, pues en la última correría, aparte de las cuarenta vacas y las tres docenas de ovejas capturadas, había asolado la comarca y feudo del señor de Puñoenrrostro, uno de sus vasallos infieles, incendidado sus campos, incorporado el castillo del felón a sus posesiones, y obtenido, en calidad de preciado botín, un copón de oro, engastado en piedras finas. Como broche de la campaña, el mismo señor de Puñoenrrostro colgaba de las ramas de un olmo vigoroso y tupido. Esto enseñaría a sus enemigos a comportarse debidamente y a oblar los impuestos en tiempo y forma.
Detrás cabalgaba la comitiva, integrada por su escudero, el mariscal y el senescal de la corte, el mayordomo, el capellán de su castillo, el único que sabía leer y traducir del pergamino la voluntad real, los caballeros y los peones, tropa galvanizada por la victoria y satisfecha por el pillaje consentido y las deliciosas violaciones perpetradas con gusto y provecho. Desde árboles y arbustos los ruiseñores trinaban que era un primor y regalaban ideas a Childerico XIV, un diestro intérprete de la vihuela y sólido jugador de tablas. Eso, y dar mandobles con su espada, la Cabezona, era lo que mejor sabía hacer, pero bastaba. Porque el reino estaba en orden, los tributos se cobraban puntualmente, y el campesino que murmuraba debía atenerse a ciertas consecuencias que conducían a su inmediata acefalía.
Al llegar a la capital del reino, coplas de ciego y romances alusivos a la última hazaña acogían y aturdían los oídos del soberano, como también los de su lucida cohorte. Sobre una mula venía, haciendo equilibrios, la espada del de Puñoenrrostro, el mencionado copón, el yelmo, algo abollado, del difunto, y una Biblia iluminada por los pacientes monjes benedictinos del monasterio de San Millán de la Cogolla.
Sin embargo, la recepción por parte de la reina Bohemunda, su consorte, fue más bien fría. Abrazó a su marido como por compromiso y le solicitó perentoriamente que le entregara cuanto antes la llave del cinturón de castidad, pues los bordes de hierro lastimaban sus carnes blancas y delicadas, y además necesitaba cumplir con urgentes menesteres higiénicos.
Childerico XIV sonrió algo sobradoramente, y sobre el lecho de la cámara real él mismo introdujo la llave en la cerradura, que hizo extrañamente un clic de menos, pero de lo que obtuvo gran satisfacción. Acto seguido otra mayor sobrevino, mientras Bohemunda miraba el techo artesonado y silbaba una canción que le había enseñado un paje.
No pasó un día sin que el mayordomo susurrara a los oídos del rey que el tal paje, Gamulano, miraba a la reina con ojos tiernos, y que la alta señora le correspondía. Childerico, que montaba cualquier objeto montable, montó en cólera, y más allá de una reflexión ponderada, ordenó la comparecencia de su real consorte y del paje, para anunciarles, a pesar de las protestas de inocencia de los condenados, que ambos serían ejecutados al día siguiente por crimen de lesa majestad.
Solicitudes de piedad y lágrimas de nada sirvieron, pues en el ánimo del monarca no cabían impulsos de retractación. Ambas decapitaciones, señalan las crónicas del suceso, contaron con el aplauso de nobles y plebe reunidos festivamente en el patio del castillo.
Tras el período de luto de rigor, un Childerico triste vagaba por los ventilados corredores de su morada, porque la reina Bohemunda había sido hasta entonces una compañera más bien callada, lo que no es ventaja para su cónyuge coronado. Casi podía conjeturarse que estaba arrepentido por su impulso homicida y la melancolía que se había apoderado de su ánimo. Ni siquiera planeaba ir de caza o hacer la guerra a sus vecinos.
Hasta que un atardecer otoñal se puso a juguetear sobre el real tálamo con el cinturón de castidad de la finada reina. Como para pasar el rato introdujo la llave en la cerradura, y esta vez se dio cuenta cabal de que estaba completamente falseada.
Entonces recobró las ganas de vivir, llamó a sus ayudantes y resolvió llevar la guerra al reyezuelo de Aragón, que le había robado un hato de cabras y un montón de gallinas ponedoras. Después respiró satisfecho. Porque de esta manera podía confirmar hacia afuera y hacia adentro, y sin el más mínimo cargo de conciencia, el lema grabado en el escudo real: "Justicia y castidad".
(c) Rodolfo Modern
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