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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  Acerca de Cloto, un cuento de Rodolfo Modern
 
Acerca de Cloto, un cuento de Rodolfo Modern
 

Acerca de Cloto, un cuento del escritor argentino Rodolfo Modern, quien ha autorizado especialmente su publicación en Archivos del Sur.

Acerca de Cloto

- ¡Condenada! ¡Condenada! ¿Dónde te has metido, maldita? ¡Aquí es cuando se te necesita, ahora! ¡Siempre soñando, siempre ovillada en el regazo de tu madre, la inconstante Luna! Siempre jugando a los escondites! ¡Siempre teniéndonos con el alma en un hilo! ¡Vaga! ¡Indolente! ¡Cumple alguna vez con tu deber, maldita! ¡Aquí y ahora!

La voz áspera, dura, gruesa de Átropo chilló, atravesó las rocas sagradas, atravesó los bosquecillos y los manantiales sagrados, igualmente sagrados, y fue a morir, con esa rabia que le era innata, sobre las plantas de terebintos y amarantos, igualmente sagrados, que rodeaban el extendido pie del Parnaso. De los primeros, porque era verano, se desprendía una resina blanca, de un olor amargo. Mientras que de los frutos del amaranto caían las semillas negras. Pero las plantas eran así, blancas, negras, de cualquier color, hasta el pálido azul, lecho elevado de los inmortales.

Por distintas que fueran, estas plantas habían crecido en plenitud hasta el instante de su transformación. - ¡Sin ti, maldita seas una y mil veces, Cloto!, repitió Átropo, - ¡no podemos terminar el trabajo! ¡Y para eso Zeus y la Noche nos pusieron en el mundo!, concluyó de chillar, agotada, Átropo, esa enana, en tanto emitía su aliento ponzoñoso. El pelo era espeso, color ala de cuervo, y la túnica, que debió ser originalmente blanca, se veía sucia, manchada por la saliva de su rabia. En cuanto a los dedos de la mano izquierda, con que su tijera de hierro cortaba los hilos provenientes del huso de su hermana Cloto, estaban entumecidos por el esfuerzo de tantos siglos de ejercicio continuado, corta que te corta. Pero eso era, justamente, lo que la mantenía con vida. Se requieren tres de estas desgraciadas, reía por lo bajo Zeus, (aunque un poco las temía), para empezar y terminar con tanta existencia innecesaria, inútil. ¡Mortales espantosos!, agregaba, si no fuera que estuvisteis forzados a inventarnos, ¡no deberíais haber nacido! Es que Zeus no disimulaba su repugnancia por los mortales, ya que eran ellos, los mortales inútiles y ociosos y, sobre todo, supersticiosos hasta límites inimaginables, quienes lo habían inventado a El y a la caterva de sus hermanos, hermanas, esposas, amantes, hijos, hijas. Cuya codicia, lujuria, envidia y demás calamidades enturbiaba con sus caprichos y su ansia de poder inagotable lo qué sucedía en la Tierra, los Mares y las Regiones Subterráneas. En todo eso no se diferenciaban gran cosa de los humanos. En cuanto a sus colegas menos corruptos, que conformaban una exigua minoría y que como, casi todo el mundo, le tenían miedo, porque Zeus ostentaba una memoria larga y rencorosa, reconocían en los momentos de mayor intimidad, es decir, cuando estaban borrachos a más no poder, que esa llamada Creación que les permitía gozar de la existencia eterna hasta el hartazgo (pero, ¿eso no sería en el fondo el peor de los castigos?) era, básicamente, un caos, un Caos auténtico. Así lo confirmaban, segundo tras segundo, según Cronos, el Controlador, accidentes de todo tipo, injusticias y crímenes flagrantes, igual que tantos inocentes pudriéndose en las más oscuras de las zanjas. Y lo seguiría siendo, mientras ellos se hallaran revolcándose entre sí, comiendo y bebiendo, interfiriendo en toda clase de asuntos, invocados o no por los mortales para que alguna vez modificaran el curso de los sucesos.

Láquesis, en cambio, apenas si abría la boca desdentada. Era apacible, modesta, laboriosa, y su túnica se mostraba siempre impecable. No se le escapaba de las manos nudosas la vara de madera de nogal, bellamente pulida, con que medía, firme el pulso, según el mandato de Otras Voces, a la que se sometía dócilmente, el hilo de las existencias de los mortales. Que Cloto, a la que llamaba Clo-Clo o Clotita, por más que el diminutivo pareciera inadecuado, manejaba diestramente con su huso de plata, la hebra obsequio fatal de la Luna, madre de las tres Moiras, quien se muestra u oculta según una oscura y puntual Necesidad.

Eso era, por lo menos, lo que alguna leyenda trasmitía generación tras generación, con la regularidad con que las hojas caen de los árboles. O las de las mareas que miden el caudal de las aguas infinitas del vinoso ponto.

Lo cierto es que las tres hermanas, tan distintas entre sí, se complementaban. La tarea debía ser realizada en común o no servía. Y cada una, dependiente de la otra, cumplía sus tareas eficazmente, pese a los rezongos e improperios de Átropo. Cloto, con una fatiga creciente, Láquesis con una indiferencia mecánica, como si toda su vida consistiera en medir los hilos de las existencias ajenas. Y Átropo, con gusto, al punto que cada tijeretazo se traducía en una especie de rugido de placer. Y si alguien se hubiera acercado lo suficiente, a no ser por la insalvable valla del aliento, la habría escuchado proferir con su ingrato acento dorio: "por fin, uno menos, uno menos", aunque se tratara de un niño de pecho.

A medida que se sucedían los eones, Cloto, cuyos cabellos habían crecido como filamentos de oro puestos en su cabeza por Febo, de quien estaba secretamente enamorada, había encanecido. Al presente se ocultaba de Átropo, sobre todo para retacearle el material que ésta reclamaba a grito pelado. Pero, lamentablemente, aun con el pelo blanco, con arrugas en la cara y los claros ojos ensombrecidos por tanto clamor soterrado que soportaba y padecía, era forzoso que prosiguiera con su triste misión. La implacable Necesidad, o el Destino ciego, dos modos de decir lo mismo, así lo exigían. Y para eso Átropo, la Noche, y hasta el tornadizo Zeus, de quien se murmuraba que era el padre ilegítimo de las tres Moiras o Parcas, se lo recordaban a cada instante. En el huso, cuyos hilos habían sido al principio transparentes y finos, todo se venía embrollando cada vez más en cruces y nudos impensados, lo que empeoraba las cosas. De manera que, luego de los furiosos desahogos de Átropo, volvía a mostrarse y a sentarse dócilmente en su escabel de marfil, tallado en el Hades, con el huso terrible entre las hábiles manos.

Con el transcurso de los siglos le había llegado la historia de una tal Penélope, que combinaba y tejía durante el día las tramas de una escena entre sentimental y cruel. Pero la historia no era idéntica, para nada. Penélope, tramposa como su distante marido, destejía de noche lo que había confeccionado durante el reinado del sol. El motivo de la leyenda, no era suficientemente claro para Cloto, ya que al parecer, el urdidor del tema no veía muy bien, su voz sonaba disfónica, y amontonaba en sus hexámetros los sucesos más inverosímiles. O porque Cloto, que entonaba peán tras peán en torno a las hazañas de su adorado Febo, se entendía en un idioma reservado a los inmortales solamente. Ahora, además del cansancio acumulado por tanta labor que juzgaba con espanto, y que la tenía espiritual y casi físicamente postrada, se sentía verdaderamente maldita. Había recibido la orden de Zeus, imperativa como de costumbre, de preparar y separar el hilo que decretaría la muerte de Acóndilos, un varón virtuoso, padre de tres niñitas rubias, esposo amante, hijo respetuoso y valiente en el combate, fuera contra los invasores o contra los voraces lobos y jabalíes que asolaban la región. Un inocente, en toda la extensión de la palabra, un esclavo de sus dichos, que eran los del justo y los del compasivo. Y llegó el momento que tanto venía temiendo que llegara, el momento de decir no. Acóndilos de ninguna manera merecía la muerte en la flor de la edad, cuando tanto bien podía derramar aún su virtud, sino una larga vida, casi la de un inmortal. Lo que no era, por desgracia, posible. Entonces Cloto, echando una mirada de despedida a sus hermanas, invocando a Zeus, a Luna, su madre, al idolatrado Febo, encarnación de toda belleza, y en tanto le temblaba en el mentón el hoyuelo que había heredado de Erebo, el padre reconocido, tomó el huso con ambas manos y valiéndose de la fuerza que le restaba, clavó una de sus puntas, la más aguda, contra su propio pecho. Ante el asombro de sus hermanas y la sorpresa de los divinos, que no podían ni siquiera sospechar algo así, tan temerario y en violación a las leyes en las que el Cosmos se sustenta, del corazón de Cloto, yacente ya sobre un lecho de pétalos que caían del rosal más cercano, abundantemente florecido, brotó un líquido rojo, espeso, dulce, prácticamente inagotable, con el que las abejas del lugar elaboraron una miel digna de los dioses. Cloto se había condenado, es cierto, y así lo consignan leyendas posteriores, pero se había salvado . Por fin había tenido el valor de proclamar su responsabilidad. Zeus, entonces, rugió de cólera, bramó como un toro furioso, lanzó unos rayos fulminantes que abatieron bosques y ciudades enteras, el cielo tembló de pavor. Y ha de saberse que las cosas, con o sin Cloto, siguieron su curso. Tal como debía ser, porque el poder de Zeus y de su familia es, al cabo, irresistible. Pero el recuerdo de Cloto continúa, bajo las más diversas modalidades, atormentando a los mortales, virtuosos o no. Y los condena a terminar, a todos, bajo las tijeras de hierro de Átropo, esa villana de divino linaje.

(c) Rodolfo Modern

Sobre el autor:

Rodolfo Modern nació en Buenos Aires, en 1922.

Ha publicado 14 libros de poesía, 7 de narrativa, 12 de ensayos y 3 de piezas de teatro.

Primer Premio Nacional, Primer Premio de la Ciudad de Buenos Aires, Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, Premio de Honor de la Fundación de la poesía argentina.

Miembro titular de la Academia Argentina de Letras, Miembro correspondiente de la Real Academia Española.

 
 
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