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Volver al claustro por Nora Tamagno
 

Un cuento de Nora Tamagno desde Rosario, Argentina

Puedo definirme sin temor a equivocarme, como un sujeto esencialmente urbano. Me siento parte de mi ciudad, parte de los edificios, de las plazas, parte de las calles que he recorrido a lo largo de tantos años con la certeza de haber incorporado la esencia ciudadana a través de las suelas de mis zapatos. Aunque resulte extraño, puedo aseverar que he sentido la energía ascender por las plantas de mis pies en cada paso y hasta he podido oír una voz que en un susurro me musitaba al oído "sos un pedazo de mí". No me hablen de cielo abierto, ni de aire puro, ni del silencio letal de la campiña. Necesito dormirme con el rugido de los motores de los autos, el grito del canillita, respirar el mismo aire viciado que respiran los cientos de transeúntes que circulan a diario. Yo quiero adoquines, baldosas, cemento. Esto no significa que sea sociable ni experimente placer alguno en el trato con el resto de los mortales. Todo lo contrario. Detesto las relaciones con mis semejantes, me incomoda el saludo cotidiano y hasta siento un desprecio absoluto por los comentarios baladíes con los que la mayoría intenta entablar conversación "frío ¿no?" "¡qué calor!" " lo peor es la humedad" "¿vio a cuánto subió el kilo de pan?" Sin embargo, nadie de los que me conoce, podría decir que soy hosco o antipático y todo, porque desde que tomé conciencia de que formaba parte de una sociedad que traía las reglas impuestas y yo no era capaz de modificarlas, me las arreglé para sobrevivir con el mínimo desgaste de energía, por lo tanto adopté, bien puede decirse una suerte de máscara que me calzaba a diario y con la que salía a enfrentar el mundo. Puedo asegurar que esa técnica me dio sorprendentes resultados, porque tras la máscara de expresión agradable, distendida y sonriente, yo preservaba mi genuina identidad.

Debo aclarar que soy soltero y que he conservado ese estado civil por voluntad propia y no por imposición del destino. Para ser franco, y ya en tren de confidencias a las que no soy demasiado afecto, las mujeres nunca me llamaron la atención. Jamás transité por esos estados que suelen alterar el ánimo de los hombres ni me enredé en las obscenas charlas de café en las que es frecuente entrar en una competencia desenfrenada por relatar hazañas en la cama o en describir con lujo de detalles los encantos ocultos de la que lo tiene acollarado. Para mí una mujer es eso, ni más ni menos que una mujer, un ser humano con alguna que otra característica física distinta a los hombres, sin ningún aditamento que me perturbe ni me quite el sueño. La verdad, en algunas ocasiones, hasta me han resultado insoportables en su afán por seducirme sin tener registro de que esos pavoneos estúpidos, no sólo me resbalaban sino que lograban fastidiarme. Más de una, por despecho, habrá dicho que soy marica. Pero no es cierto: tampoco me gustan los hombres.

Creo que soy uno los pocos que puede decir convencido que se siente a gusto con sí mismo. Que se pregunta y se contesta, que no debate, que tiene vida interior y la entereza suficiente para prescindir del entorno. En fin, me he aceptado tal como soy. Puedo decir también, que he sido un empleado ejemplar, cumplidor, solícito a las demandas de mis superiores, pero no obsecuente. He sabido cumplir con responsabilidad todas la tareas que me asignaban, sin alardes ni ostentaciones. Jamás una falta ni una tardanza, jamás un reclamo. Trabajé por más de treinta años en la misma empresa hasta el día en que me jubilaron de prepo. Ni aún así se me vino a la mente la posibilidad de rebelarme. Era consciente de que mi trabajo era el único nexo que me asía al mundo exterior y como ese momento llegaría en forma inexorable, más tarde o más temprano, tomé la determinación de someterme a los designios del azar. Con el único traje oscuro que usaba en contadísimas ocasiones, invierno o verano, asistí impertérrito a la cena de despedida que organizaron mis compañeros en el club del barrio. Me entregaron un pergamino firmado por todos, me palmearon la espalda y uno de los más antiguos, ensayó un discurso para él emocionante y para mí, cursi. Sólo por darles el gusto, derramé algunas lágrimas, estreché manos, pero resolví no volver a ver a ninguno de ellos, aunque al despedirnos, programamos, como es usual en ese tipo de acontecimientos, reunirnos en el mismo lugar, por lo menos, una vez al año.

De vuelta en casa, tuve la cabal sensación de que ahora estaba irremediablemente solo en el mundo y aunque algo hizo "clic" dentro de mí, no me quebré. Me saqué el traje, le llené los bolsillos con bolitas de naftalina, les soplé todas las pelusas y lo colgué con mucho cuidado en el ropero como en una ceremonia de despedida, con la certeza de que jamás lo volvería a usar. Entonces supe que era el momento de elaborar la estrategia para sobrevivir aislado del mundo. No puedo precisar qué clase de sentimientos me sacudieron el alma. De pronto, me sentí libre de todo apremio dentro de las cuatro paredes de mi modesta casa. Tuve la fugaz sensación de que contenido dentro de esa suerte de claustro protector, amurallado, nada ni nadie podría vulnerarme.

Los primeros días pasaba muchas horas tirado sobre la cama, aún con el acolchado extendido, desorientado por no tener que cumplir horarios, la vista fija en el cielorraso, las manos tras la nuca y el pensamiento navegando sin encontrar sitio donde anclar. En una oportunidad, se me hizo noche mirando por la ventana y el espacio enorme y negro que se me ofrecía, me llevó a perder el sentido de la ubicuidad hasta embargarme un miedo atroz que me hizo transpirar un sudor frío y desagradable. No sé qué se me vino a la cabeza; como si nunca antes hubiera reparado en la existencia del cielo, se me presentó amenazante. En una fracción de segundo, me pasaron por la mente atroces posibilidades, como por ejemplo, ser deglutido por esa masa gaseosa de una profundidad insondable y sucumbir como un insecto en la inmensidad sin que nada ni nadie pudiera rescatarme. Sentí espanto al imaginar que podría desaparecer de un momento para otro y que mi muerte carecería de significado para el mundo. Entonces, me apresuré a cerrar los postigos para no ver, con el convencimiento infantil de que aquello que no se ofrece a la mirada, no existe. En ese mismo momento, oí que empezaba a lloviznar y se me ocurrió pensar del modo más absurdo y descabellado, que las gotas eran lágrimas de mujer que se derramaban sobre el techo de mi casa como una bendición. Días enteros pasé tendido en la cama, sin tragar bocado y dormitando de a ratos. Guardo memoria de que a veces caía en un profundo sopor del que me costaba emerger. En aquellas circunstancias, recuerdo, veía imágenes alucinadas, producto de mi debilidad quizá y hasta tenía la sensación de que lograba evadirme del cuerpo, al que seguía viendo, laxo y abandonado, tendido sobre el colchón. Tengo la certeza de que no hubiera querido regresar, porque sabía que era volver a sentirme prisionero, pero algo me decía que no era libre de elegir y seguiría encadenado hasta que el destino pusiera punto final a mi suplicio. Los días se sucedían idénticos y parejos uno tras otro, se mezclaban tardes con mañanas, noches y amaneceres en un todo difuso. No tenía ganas de ponerme de pie ni hacía el mínimo esfuerzo por dejar la cama. Yo, que hasta hacía tan poco había sido un hombre prolijo hasta la obsesión, tenía la barba crecida y no sentía deseos ni necesidad de bañarme.

En ese trance, un anochecer cuando aún tremolaban reflejos naranjas en el horizonte, no sé todavía si mis ojos, mi mente o todos mis sentidos, percibieron a mi lado, el contorno desdibujado de una silueta femenina. Ni se me ocurre imaginar de dónde ni porqué caminos puede haber llegado hasta mí. Seguramente, se había colado como una brisa furtiva con un reflejo de nácar y al instante, sentí un extraño escozor caminando mi piel huérfana de toda caricia. Fue una visión fugaz e inexplicable. Aturdido, busqué en todas las direcciones empeñado en ver el rostro de la recién llegada, me levanté de un salto con una energía irrefrenable y recorrí el cuarto en un vano intento por encontrarla, asirla de un brazo y descubrir su identidad, pero fue un intento fútil, porque la silueta se disipó como por hechizo tan pronto como hubo llegado. Llamé a gritos, abatido y sólo me respondió el rumor del viento que murmuraba ajeno a mi congoja. El intenso perfume de todas las flores del planeta impregnó de súbito el sitio y fue la única certeza de que aquello no había sido producto de la fantasía. En mi tribulación, se me ocurrió pensar que no se había ido y permanecería oculta e inasible en algún recoveco de la casa. Entonces, me apuré a tabicar todas las cerraduras, a ocluir cualquier resquicio por estrecho que pareciera, para impedir que se escapara. Puse tablas en cruz en puertas y ventanas y las aseguré con gruesos clavos de acero. Días interminables pasé buceando en dos oscuridades densas, la de la habitación, porque no se filtraba la mínima claridad y la de mi alma, más impenetrable y compacta que la otra. El silencio era tan absoluto, que el sonido de mi respiración se tornaba estrepitoso. Fue un calvario, pero aunque resulte paradójico, esa suerte de agonía, fue dotando a mi vida del sentido que jamás había tenido. Intuía que ella estaba allí, seguro de que me observaba y se divertía con mi desasosiego. No quería dejarme atrapar por su juego perverso ni permitiría que me sedujera una desconocida. ¿Existiría de veras? No es que dudara de mis percepciones, pero la verdad, nunca habíamos estado frente a frente, excepto aquella primera y única vez que pasó huidiza por mi lado perturbándome la razón. A veces, estaba seguro de que la veía correr por el entablonado de madera, etérea como un suspiro, asomarse entre los pliegues de las cortinas con los ojos llenos de estrellas, irrumpir desde el fondo oscuro del ropero, descolgarse por los caireles de cristal de la única araña del cuarto y reírse de mí, como una niña traviesa y a veces, cruel. ¿Y si no se tratara de una mujer? Bien podría haber sido una paloma, una mariposa, cualquier ser alado, pero no una persona.

Sí, es seguro que estaba en el escondite más inverosímil bromeando conmigo sin tener conciencia de cuánto me hacía padecer. Después de muchas idas y vueltas, concluí que aunque no se manifestara, estaba encerrada conmigo, respirando el mismo aire que yo respiraba. El consuelo me duraba poco, porque imaginarla no era suficiente. Yo soñaba con aferrarla entre mis brazos y besarla en la boca, en cámara lenta, como en las películas antiguas. Soñaba con su cuerpo adolescente, sus caderas estrechas, su breve cintura quebrada y me obsesioné por hacerla sucumbir apretándola contra mi pecho nombrándome, mientras yo amaba cada una de las moléculas de su cuerpo con la obsesión de un enajenado. Aunque lo que había entrevisto de su figura, era casi insustancial, la sabía vehemente y tenía la certeza de que era la suma de todas las mujeres: madre y esposa, hermana y amante; abnegada, generosa, tan sublime que trascendía la esencia humana. Hasta tuve el desvarío de creer que podría ser mi ángel tutelar que venía a reconciliarme con las mujeres y revelarme el paraíso, pero no sé por qué motivo, se obstinaba en negarme el privilegio de su imagen. No podía resignarme, me hubiera bastado verla un solo instante, me hubiera conformado con apenas una sonrisa, la huella de su aliento o el roce de sus manos. Decidí hacerla mi prisionera. Sería su dueño y su esclavo. Le regalaría toda la ternura de la que hasta entonces no me supe capaz, le besaría la piel angélica, le recorrería el cuerpo entero con mis labios, le desgranaría al oído un rosario de palabras tiernas. Me vestí para esperarla. Descolgué el traje del ropero, lo cepillé y saqué todas la bolitas de naftalina de los bolsillos. Elegí la mejor camisa, de corte antiguo, pero impecable y una buena corbata. Así, vestido como para una fiesta, me senté sabiendo que vendría.

Una noche desperté con el rumor de una respiración agitada muy cerca de mí. Aunque la oscuridad era absoluta, el fulgor estelar que irradiaba, me reveló su presencia. Estaba en un rincón, abandonada sobre una silla, la cabeza vencida sobre el pecho, las dos manos sobre las sienes, envuelta en una túnica lánguida y transparente. Amagué acercarme, pero al instante algo me detuvo. No sé si fue un gesto o pura intuición. A mí me pareció que un ramalazo de energía me cortó el ímpetu. Sin razón ostensible, se dio a llorar un llanto largo y doliente. Las lágrimas rodaban con tanta profusión que formaron un charco en el piso. Me puse de rodillas y bebí de él como un poseso, pidiendo perdón por algo que no había hecho, pero ella me ignoró descarnada e indiferente. Me condenó con un silencio de acero contra el que rebotaron todas mis súplicas, como si todo ese sufrimiento fuera su patrimonio exclusivo y no me considerara digno de compartirlo con ella. Me hermané con su angustia y de súbito me afloraron dolores antiguos acumulados a través del tiempo, tomé conciencia de mi absoluta orfandad, entonces, también yo me puse a llorar un llanto convulso y desesperado. Le mostré mi corazón y extendí mis manos seguro de conmoverla. Advertí la sensación cabal del abandono. Empecé a deambular por intrincados caminos sin salida como en una novela de ciencia ficción, donde todo resultaba confuso y adquiere ribetes desconocidos. De pronto, experimenté un deseo irracional, primitivo y acuciante de sentirme cobijado como una criatura dentro de un útero abarcador de toda mi entidad. Comencé a transpirar profusamente, aunque sentía la piel fría y viscosa como la de un batracio. Me estremecí, sentí nauseas, una conmoción interior que amenazaba hacerme perder el equilibrio. La mujer ya no era una sino muchas, muchísimas, una serie de imágenes idénticas que se reproducían a la velocidad del sonido. Miré en derredor y me sorprendió ver que todo adquiría dimensiones extraordinarias, hasta que caí en la cuenta de que era yo el se iba empequeñeciendo. Mi tamaño disminuía a un ritmo vertiginoso y nada podía hacer por evitarlo. Tuve pánico de desaparecer de una forma tan disparatada sin que nadie pudiera socorrerme. Cerré los ojos y cuando los abrí, vi que ella se enjugaba las últimas lágrimas, suspiraba profundo y alargaba su mano delgada. Fue en ese instante cuando sentí un estremecimiento de alegría porque de seguro, sería para acariciarme. Alargó la mano delgada en un ademán parsimonioso y calculado. Entonces, cuando tuve la palma encima de mí, como un techo liso y blanco que descendía morosamente, me abandoné anticipándome al placer del contacto. En ese preciso momento, ella, altiva y ajena, fue cerrando sus largos dedos en torno a mi cuerpo insignificante, y sin decir palabra, los apretó haciéndome crujir como a un insecto, abrió la boca rosada y me devoró sin asomo alguno de piedad.

(c) Nora Tamagno

 

 

 

 

 
 
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