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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  El cerco de campanillas azules por Adriana Nardone
 
El cerco de campanillas azules por Adriana Nardone
 

...Hay demasiado humo adentro. Peor que la niebla del riachuelo. Es un humo denso, ceniciento mezcla de vaho alcohólico y cigarro que flota estático en el aire sin encontrar salida. De vez en cuando se condensa en pesadas volutas que chocan entre sí por arriba de las cabezas de los parroquianos. ..

Lo sacaron entre seis. No fue fácil. Medía como dos metros y todavía tenía íntegros la campera y un pantalón de jean desteñido que lo amortajaban. Le ataron una soga a los tobillos y le rodearon la cintura con una cadena para poder izarlo hasta el borde del espigón. Tenía la cara azul. Azul-ceniza como la niebla que se ha asentado desde hace tres meses sobre la boca del riachuelo. Más que niebla es una llovizna fina y pringosa que penetra hasta el tuétano y no deja ver el sol.

Mientras no pase la sudestada no habrá cambio, dijeron los más viejos. Se necesita un viento frío y seco que se lleve los nubarrones a otro lado para poder salir río arriba. Con la sudestada el agua está revuelta y no hay pesca posible. Los lanchones dormitan eneblinados y sólo son sacudidos de su sueño por el oleaje. El agua y el viento golpean la costa como uno solo llevándose lo poco que se tiene.

Tenía la cara azul. Pero no como el azul de los sueños, transparente, infinito, donde uno puede quedarse suspendido por una eternidad sin miedo. Ese era un azul compacto, impenetrable, final.

Fue una broma, escuché.

Estábamos todos estaqueados. Con los ojos fijos, puestos en eso que resultaba imposible de creer. El frío traspasaba los gabanes. Los puños cerrados dentro de los bolsillos, las uñas clavadas en las palmas de las manos. Hombro con hombro formábamos una empalizada humana que se sostenía mutuamente para no salir corriendo. Todos teníamos el mismo gesto, los labios apretados para no dejar escapar ese grito que podía ser de bronca, de dolor o de espanto. Todo podía ser. Chaves estaba inquieto, era el único que hacía algo, se quitó la campera y cubrió los hombros de la mujer que no decía nada y miraba con ojos asustados. La mujer tenía las manos entrelazadas sobre el vientre y sólo sacudía la cabeza hacia uno y otro lado como negando lo que veía o lo que pensaba. El pelo demasiado húmedo le chorreaba sobre la cara. Los pies hechos sopa dentro de las zapatillas hundidas en el barro no daban ni un paso. Cada tanto dejaba libre las manos que revoloteaban como mariposas llovidas sobre el vientre crecido o le tapaban la cara para no mirar. La acompañaba un viejo que después supe era el padre del muchacho. ¡Pobre viejo!, no entendía nada. Miraba a uno y a otro, arriba y abajo mientras hacía rodar entre los dedos una gorra oscura que se había quitado antes de hacerse la señal de la cruz cuando se acercó al grupo.

Un par de sirenas era lo único que se podía escuchar, después todo era silencio. Un silencio torpe, insoportable que hacía zumbar los oídos. Dos barcos, uno italiano y otro canadiense habían anclado lejos del puerto por la sudestada. La bruma no los dejaba ver, sólo se los podía oír, llamaban a la tripulación que seguro andaba bolicheando por ahí.

Caía la tarde. Los hombres empezaron a aparecer desde los callejones hacia el espigón donde estaban amarradas las canoas que los alcanzarían hasta los barcos. La niebla era una tragahombres que los hacía desaparecer uno tras otro a pocos metros del muelle. Lo demás era fácil de imaginar. Comerían y después del último toque de la campana de queda regresarían a los boliches entrada la noche a chorrear un poco de sexo entre el humo y el alcohol. Los hombres parecían sombras apiladas atrás nuestro y por entre los hombros espiaban al muchacho echado de espaldas sobre los durmientes del muelle. En una jerga inentendible querían saber de que se trataba.

-Fue una broma- Volví a escuchar con más claridad y me dieron ganas de vomitar.

Otra sirena se hizo sentir cada vez más cerca hasta que una luz roja se reflejó sobre nuestras cabezas. Una ambulancia se detuvo donde nace el espigón, dos hombres vestidos de verde se descolgaron por la puerta de atrás que quedó abierta esperando. Sin mucho apuro llegaron hasta el muelle. Nos abrimos en semicírculo. Nadie hacía nada. Sólo Chaves se movía de un lado a otro como intentando ayudar. Metieron el cuerpo del muchacho dentro de una bolsa negra y con un movimiento rápido tiraron del cierre. Se escuchó un silbido que chasqueó el aire y después un llanto apretado. En pocos minutos no quedó nadie sobre el espigón. De la mujer y el viejo no sé qué fue.

Es una mala noche. La sudestada golpea como nunca sobre la costa y el aguacero no ha cesado desde ayer. La lucecita roja y escuálida de la fonda del Nipón se sacude con el viento y parece a punto de ahogarse. Adentro se escucha una voz empastada que sube y baja de tono. Alguien empuja la puerta desde el interior y me refriega en el intento por salir.

-¿Qué pasa?-

-Es Chaves que está en pedo.-

Hay demasiado humo adentro. Peor que la niebla del riachuelo. Es un humo denso, ceniciento mezcla de vaho alcohólico y cigarro que flota estático en el aire sin encontrar salida. De vez en cuando se condensa en pesadas volutas que chocan entre sí por arriba de las cabezas de los parroquianos. Al que viene de afuera la atmósfera se le hace irrespirable, arden los ojos y raspa la garganta hasta que se va acostumbrando. Sólo un triángulo de luz neto que baja desde la lamparita amarillenta que cuelga del techo interrumpe el humo.

Todos tienen la cabeza gacha y la mirada fija sobre las mesas. Chaves, de pie en un rincón, intenta mantener el equilibrio. Está pálido, los ojos enrojecidos, cada tanto se apoya contra la pared y se limpia con la manga la baba que le chorrea de la boca. No hay ginebra que le alcance para apagar el infierno que tiene adentro y le sale por los ojos.. -Fue una broma, grita y llora, era fuerte y tenía sólo veinte años y una espalda capaz de aguantar diez bolsas juntas-. Grita y arremete a puñetazos contra las mesas. Se sienta frente a mí. Aún está íntegro. Alguien me tiene que escuchar, me dice .Tiene la mirada esmerilada. Estira un brazo sobre la mesa y engrilla mi muñeca para que no me escape. Siento su mano afiebrada, húmeda.

-El día antes lo habían echado del galpón cuando se enteraron que la mujer estaba embarazada (la voz es ronca, pastosa) vino aquí a reventar una ginebra, no tenía consuelo. No te pongás así, le dije, mirá, el gringo del barco italiano necesita gente para descargar la bodega, pagan bien y en moneda extranjera, vos sabés que en el cambio hacés la diferencia y hasta en una de esas quedás enganchado en algún viaje al norte. Me miró con mirada incrédula. No es joda pibe, eso sí, el gringo busca tipos fuertes y bien machos, nada de cuentos, dicen que es medio loco y que sólo va a tomar al que llegue al barco nadando.-

La voz se le hace hilachas. Da una pitada larga al cigarro hasta cortar la respiración como si quisiera tragarse todo el agobio que lo ahoga. Tose y escupe sangre. Me mira con los ojos entrecerrados echándose hacia atrás y sigue contando.

-No joda Chaves, me dijo resignado. No jodo pibe, a ver si te animás. Le guiñé un ojo y le di una palmada en el hombro. El se levantó y se fue sin decir nada. Lo miré perderse en la niebla azul del riachuelo. Casi salgo detrás de él pero preferí quedarme a tirar los dados-.

Golpea con el canto del puño cerrado sobre la mesa.

Es una mala noche. La sudestada golpea cada vez más fuerte y la niebla que se ha hecho más densa se traga todo, los hombres, los barcos. Sólo se puede escuchar el ulular de las sirenas que rebota en el cerco del puerto cubierto de campanillas azules.

(c) Adriana Nardone

 
 
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