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Viaje hacia el viaje
La primera impresión la tuve hace dos meses. Fue en el viaje de Florida a Medrano y no podría decir con certeza en qué parte. Sólo sé que lo vi.
0currió tan de repente, que no atiné a hacer nada. El resto del pasaje seguía igual: delante de mí el mecánico roncando sobre la ventanilla, al costado la gorda con frutas, parados charlaban unos marineros japoneses, por el medio pasaba el ciego de la armónica pidiendo plata y a mi lado un pibe leyendo historietas de superhéroes apenas respiraba, hipnotizado. Yo reflexionaba que en las horas pico, los viajes en subterráneo son insoportables, parece que nos vamos a pegar unos contra otros, y tenemos que cuidarnos. Pero ese día todo empezaba a ser distinto: él estaba allí, tendido sobre unas vías, prácticamente muerto, pensé. Apenas le pude ver el cuerpo, creo que tenía un traje amarillo.
No dije nada, soy una porquería, igual a todos, me callé, me hice el burro.
Pero no pude dormir la noche siguiente. La imagen desolada del tipo muerto me perseguía. En verdad, padecer insomnio no me convenía un pito; desde que Mirta me había abandonado tenía que cuidar a los chicos, llevarlos al colegio, prepararles la comida, arreglar la casa lo mejor posible. Por suerte la encargada del edificio lavaba la ropa y me hacía los mandados. Buena señora, también se quedaba con los chicos todas las tardes y me cobraba poco.
En el laburo me miraban con lástima: “ahí va el cuernudo” decían por lo bajo. Nada cuesta imaginar el sufrimiento ajeno cuando uno lo ha vivido; caso contrario, la comprensión se enfrenta a bárbaras distancias.
Dos días después de la primera aparición vino la segunda. Es el poder de perpetuación que tiene la tristeza. Tomé la Línea “B” expresamente y esperé con cierta ansiedad. “Quizás lo han sacado, tal vez fue solo una alucinación” murmuraba asustado, sabiendo que si lo descubría otra vez no iba a atinar a nada. Me sentía asesino.
Y al rato nuevamente lo vi: era el mismo hombre, recostado boca arriba sobre las vigas brillantes, sangrando como un miserable pájaro. Recién lo encontraba por segunda vez y ya lo percibía familiar. Un tremendo sentimiento de culpa se apoderó de mí pues con la decisión de no avisar lo estaba dejando morir. ¿Qué hacía allí? ¿Qué monstruo ciego lo había derribado?
Cuando llegaba a la oficina los odios volvían a repetirse. El olor de los cerdos titiriteros brotaba de los biblioratos como una baba arácnida que lo impregnaba todo. Pero debía trabajar, había que pagar el alquiler, los impuestos, la comida, los gastos de los chicos, el abogado que atendía una demanda de divorcio vincular que Mirta insistía en hacer para casarse de nuevo. Intentaba también juntar fuerza y argumentos para responderle a sus miradas, para mantener los párpados inertes. Mientras yo imaginaba que, de sentarme a llorar en la vereda de la esquina, mis lágrimas producirían un tsunami, mis compañeros se pasaban el día hablando de mi, imaginando causas y responsables, escribiendo el guión de una película con mi supuesta vida. Meditaba a veces, refugiándome de aquella murmuración: “¿Qué tiene raro un abandonado más en el país de los divorcios y las separaciones?”. Los que inventaron la sociedad redactaron un ideal de hombre de mágica integridad.
El martes pasado lo encontré varias veces. Es decir, me tomé el día para pasear en subte de Pellegrini a Agüero y de Agüero a Pellegrini, aunque en realidad sólo lo veía durante las idas al centro. Por momentos me distraía y pensaba si el Metro francés sería parecido a estas catacumbas oscilantes, a estos sarcófagos móviles que nos transportan a diario de la casa al trabajo y viceversa. Pasaron los días. El jueves me pelee con Marcelo en plena contaduría: me gritó que yo era un chanta, un salame, que no tenía que hacerme tanto problema, que Mirta en definitiva era una atorranta. Entonces recordé que esa mañana ella había vuelto a casa a buscar algunas ropas que nunca antes se había llevado, y yo me arrodillé y le pedí que se quedara. Por primera vez vi melancolía, no sólo desprecio, en el hielo vidriado de sus ojos claros.
Cuando regresé aquella noche, la portera me entregó una cédula judicial y me contó que Mirta se había llevado los chicos esa tarde. Y ahí está, me quedé como si nada, mirando por la ventana como si todo el glaciar Perito Moreno se estuviera derrumbando delante de mí en un segundo. Me fui a un rincón de la cocina y tomé una cerveza helada. Pensé algo, no sé qué, pero de pronto me acordé de aquel fulano accidentado, yaciente, y entendí que no podía dejarlo solo. Fui a la estación Medrano, tenía sólo para un cospel, lo compré y esperé. Ya lo había perdido todo; no importaba entonces meterse en los líos burocráticos a los que te somete la policía cuando querés ayudar a alguien. Era necesario recoger ese cuerpo y avisar a las autoridades. “Tal vez aún estuviera vivo”, calculaba confundido.
Al doblar la segunda curva el subte aceleró con violencia. Yo mantenía la entrada al vagón abierta, con mis manos y un pie, ante la tensa expectativa de los curiosos de siempre. Sólo debieron transcurrir unos segundos para que lo viera. Allí estaba, más cerca que nunca, con una nitidez a prueba de lágrimas. Entonces, aferrado un instante a las puertas que forcejeaban por cerrarse, grité como nunca el terror de estar solo y me arrojé sobre aquel hombre.
Probablemente la gente del vagón produjo un gran bochinche porque a los diez o quince minutos dos tipos de overol azul vinieron a buscarme y me cargaron.
Había una irreparable negrura en ese túnel, una desaforada oscuridad envolviendo a tres tipos absolutamente solos transitando aquellas oxidadas vías, mientras la sombra de uno iba meneando la cabeza a la del otro, como diciéndole que ya no había esperanzas, que yo moriría antes de llegar a la próxima estación.
Quise aguardar sonriendo.
Sobre el autor :
www.luisbuero.com.ar
Luis Buero - guionista, periodista, docente ,psicólogo social
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