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LA M O N E D A
(Este cuento forma parte del libro “Parque de diversiones” cuyos derechos han sido reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de su contenido.Su publicación ha sido permitida por el autor. con exclusividad, para la Revista Archivos del Sur.)
La máscara de mugre se agrietó en las comisuras, y hubo en los ojos un destello de alegría: a un paso brillaba la moneda. La muchedumbre le obligó a dar ese paso, y otro, y otros más, antes de permitirle intento alguno de alzarla. Tan compacto era el grupo, tan decidido en su empeño de constante avance... Todo esfuerzo en contra hubiera sido inútil. Se dejó llevar. Atisbó por los ocasionales espacios dables entre las gentes: ¡Un hombre con la cara cortada! Sería una señal muy segura. A seis pasos del lugar donde aquel hombre pregonaba su mercancía se hallaba la moneda. Volvería. Nadie podría ya impedirle apoderarse de ella. Pasó cerca de un puesto de baratijas. La visión fragmentaria de las piedras falsas, su espejear, sus colores, habían sido hasta entonces uno de los puntos importantes de su interés. Ahora, esos brillos se le antojaban pobres al compararlos con los de la moneda. Lo asaltó el miedo de que alguien más pudiera llegar a verla, una reacción pasajera, pues de inmediato recapacitó en lo absurdo de su temor: a los lados eran ofrecidas tantas y tantas maravillas... Quizá otro niño... resbaló otra vez a la duda. No, volvió a tranquilizarse, en mi caso fue por casualidad, fue mi suerte. ¡Es mía! En cierto modo tenía razón. A no ser por el azar, él mismo no la habría descubierto, aun teniendo en cuenta su corta estatura que no le permitía disfrutar del espectáculo, sino con muchas limitaciones. El azar había intervenido desde el principio. No recordaba los detalles referentes a su llegada al lugar, pero estaba seguro de la ausencia de su voluntad en aquel acto. Tal vez alguien lo empujó. Lo evidente es que había llegado a descubrirse a sí mismo dando constantes vueltas con este grupo, que le cerraba la visión y la salida, en constante lucha para no ser aplastado. A veces le cansaba mirar por los intersticios y bajaba la vista para observar el circundante mundo de pies y aprender así los mejores modos de andar en la feria. Hasta hacía poco, su aliciente había sido llegar a tener los puntos de vista de los más desarrollados, lo cual se podía traducir en una hasta entonces no del todo comprendida esperanza de gozar, por completo, algún día, del festivo panorama. Gracias a su reciente descubrimiento pudo entender de golpe la finalidad de la feria: una vez en posesión de la moneda, podría adquirir esas cosas que la mayoría se limitaba a contemplar. Y lo más importante: ya no habría de seguir por el centro. La simple exhibición de la moneda le abriría camino hacia esas orillas por donde iban exclusivamente los posibles compradores. Allí el andar no era constante; la gente podía detenerse cada vez que lo deseara. Era solamente cuestión de fingir entusiasmo, elegir alguno de los objetos expuestos, contemplarlo largamente, sentirlo, olerlo en los casos pertinentes y hasta obtener una prueba. En fin, valerse a discreción de los sentidos para conseguir lo máximo del disfrute. Y si el lapso de descanso no había sido satisfactorio, bastaba con iniciar un regateo que por lo general duraba lo suficiente. Después, era fácil librarse del vendedor insultándole por su codicia. Para el caso había muchas fórmulas, y él las conocía de memoria. Una por una habría de emplearlas, aunque, de sobra lo sabía, la más segura era la palabra ¡ladrón!, al conjuro de la cual los vendedores bajaban la cabeza en señal de temprana derrota. Por primera vez, desde su llegada a la feria, reparó en la desesperante lentitud de la marcha. Era necesario poner atención, vigilar el modo de vida usual en las orillas, estudiarlo hasta en sus menores movimientos para no dar allí la impresión de ser un intruso. Los vendedores eran bastante capaces para percatarse de la novatez, guiados por los detalles más increíbles. Hallaban, en tales casos, una dorada oportunidad para cobrarse esas humillaciones a las que eran sometidos por los expertos. Él tendría que ser un experto desde el primer momento. Ese sujeto de la cara cortada sería el primero en sufrir el peso de su poder. No recordaba haber visto a nadie con aspecto tan repugnante. Le pareció vituperable desde al verle. Tenía, probablemente, un alto rango entre los mercaderes. En la feria no era fácil obtener un galardón como aquella cicatriz, y menos aún mantenerla constantemente abierta y con los bordes rubicundos. Sí. ¡El sujeto de marras sería el más indicado! Levantó el puño en señal de amenaza. Fue un gesto de gran atrevimiento y por lo inusitado, así como por lo ridículo de su figura, hubiera atraído sobre él la burla y el desprecio. Afortunadamente pasó inadvertido gracias a que enseguida tuvo conciencia y abochornado escondió el puño en el bolsillo del pantalón. “Mas, apenas tenga la moneda creceré”, pensó, “¡Qué despacio camina esta gente!” De repente, la multitud comenzó a separarse a su paso. Él no encontraba explicación para el hecho insólito. Tal vez no se había limitado a pensar, habría expresado en voz alta sus ideas, y los demás, temerosos de su futuro poder, trataban de serle agradables. Quizá todo era cosa de intuición, o llevaba ya, demasiado perceptible, alguna señal de su triunfo. Cualquiera que fuese el caso, la feliz circunstancia debería ser aprovechada. Comenzó a caminar de prisa, más y más de prisa cada vez, hasta alcanzar el paso de una franca carrera y en un tiempo inusitado encontrarse más allá de la mitad del camino. El esfuerzo había sido también excepcional, quiso detenerse, jadeaba, le flaqueaban las piernas, y en su cerebro, ya sin pensamiento, la sangre se agolpaba. La multitud se había cerrado nuevamente y lo arrastraba otra vez contra su voluntad. Demasiado tarde se dio cuenta de haber perdido el rumbo. En su vehemencia, no pudo evitar el engaño y la gente lo extravió por un camino zigzagueante hasta el punto donde le fuera imposible reconocer su situación. Sólo podía precisar que se hallaba más cerca de la orilla: las imágenes eran más claras y completas. Allí, a unos pasos, estaba el tiovivo con sus siempre lejanos caballos de madera, sus focos multicolores, la alegre música de su altavoz... ¡Cuán fácil era advertir la felicidad que producía! Era suficiente con mirar las caras de sus ocupantes. “Cuando tenga la moneda...” Las lágrimas pusieron un velo entre él y todo lo demás. Al estar de nuevo en condiciones pudo percibir la realidad: ignoraba cómo, pero se hallaba en la orilla. Tenía la espalda encorvada, los brazos sueltos, la cabeza gacha. Era un intruso, o por lo menos ese aspecto ofrecía y era necesario corregirlo cuanto antes. Apenas al alzar la mirada supo que era demasiado tarde. El de la cara cortada ya se encontraba frente a él. Tenía los brazos en jarras. Le miraba con sorna. Otros mercaderes se acercaban. Todos lucían cicatrices, aunque ninguna comparable con la del jefe a cuya espalda se agruparon. Fue suficiente una señal. Comenzaron a señalarlo descaradamente y a reír a carcajadas. Lo rodearon. Como si existiera un acuerdo previo, los feriantes que en ese momento pasaban por allí acrecentaron la rueda, la burla, el insulto. El volumen de los magnavoces subió hasta llegar a la estridencia y no hubo ya palabras coherentes sino insoportable vocinglería. El niño huyó serpeando entre las piernas de la gente, hasta volver a confundirse con el grupo que avanza por el centro.
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Los gallos
Cruzaba el hombre la calle cuando la bravata le cortó el paso. El “yo nunca me he rajado” y un poco también la desesperación, lo mal aconsejaron. Pero fueron las miradas. Salieron de todas las puertas y de todas las ventanas, revolotearon a su alrededor como pájaros negros para tirarle picotazos a los ojos y obligarlo a la respuesta. -¡Juega! –dijo. Y en vez de volverse para saber quién lo había retado, se puso a mirar el ir y venir de las persianas por donde la cantina vomitaba hombres, y a oír el rechinido de los goznes “No erré al medio día”,pensó, “Todos estos ya estaban allá adentro, Ni se preocuparon por disimular el ruido. Nomás no se les pegó la gana abrirme. Como en todas partes de este pinche pueblo”. El sol se hallaba próximo a trasponer los cerros, pero la luz parecía brotar del suelo y no era dorada sino blanca y enceguecedora como el polvo mismo. -Espérame aquí tantito –dijo el otro. Entonces pudo darse cuenta de su facha de bravucón. -No me tardo –siguió a decir—Te dejo con ésta para que no te sientas solo. Dale unos besos en lo que regreso. –Y le alargó una botella. De sobra lo sabía el hombre. Una de sus ventajas era haber aprendido a conservar los cinco sentidos. Sin embargo, bebió con avidez. Los primeros tragos le quemaron la garganta; luego, los sintió arder en el estómago; después, una dulce tibieza invadió todo su cuerpo, de manera especial el cerebro. Dejó de pensar, de preocuparse por el gallo que tenía abrazado y no era suyo, como tampoco el dinero llevado en el bolsillo. Ni siquiera por lo inhóspito de este pueblo donde, como nunca en lugar alguno, se había sentido un extraño. Cuando la botella le fue devuelta después de un recorrido por las bocas de toda esa gente a su alrededor, sufrió la misma repugnante sensación de cuando fue llevado, por primera vez, a una casa de mujeres y se vio ante el compromiso de besar a la puta delante de sus amigos. Limpió con la manga de la camisa la boca de la botella y apuró los tragos restantes. Miró a su alrededor. En los ojos de todos la curiosidad, y en algunos casos hasta la simpatía sustituían a la frialdad y el desprecio de horas antes. Alguien, al palmearle la espalda, lo arrancó del ensimismamiento. -Quiero pedirle dispensas, amigo –le dijo-. Esta mañana no le quise dar el norte, porque no le conocía. Usted me entiende. Uno nunca sabe a qué atenerse con fuereños. Mi abuelo contaba que un día llegó un fuereño y le preguntó por la casa de un amigo a quien él apreciaba. Por no ser díscolo le dio las señas. Al otro día, el amigo de mi abuelo amaneció muerto en su puerta, con medio cuerpo de fuera. Uno nunca sabe... El hombre recordó las dificultades tenidas esa mañana, el desperdicio de tiempo hasta poder dar, sin ayuda, con la casa de un tal don Pancho. Había recorrido una calle tras otra la desolación del pueblo. Hubo, si acaso no fue figuración, visillos en breve movimiento para verle pasar. A éste, ahora tan amistoso, le encontró por casualidad, seguramente en camino a la cantina. Los otros debían ser de esa misma gente a cuyas puertas llamó con inútil empeño. “Aquí ni para pedir un trago de agua” –había pensado esa mañana. Y ahora mitigaban su sed de todo el día con aguardiente, y le llamaban amigo. -No se preocupe –respondió con voz hueca y pausada. Luego recalcó las palabras para agregar: -mi amigo. –Se alegró de haberle contestado como merecía. “No tengo más amigo que yo mismo” –reflexionó-. “Y además es verdad lo que le dije. No hay por qué preocuparse. Va a ser difícil hallar aquí otro gallo como para pegarle a éste. No me van a caer mal esos centavos” -Trae Ud. un gallo que aguanta algunos miles de pesos en las patas. Sólo borracho se le puede ocurrir a alguien jugar contra él. Pero así es Isauro. Le gusta rifársela como sea y contra lo que sea. El hombre no contestó. Se limitó a esbozar una sonrisa mientras pensaba: “Y así mero soy yo. Por algo soy gallero y no dependiente de tienda como quería mi padre”. -¡Ah qué mi amigo! –volvió a la carga el otro-. Si por algo no le di las señas de don Pancho esta mañana. Tiene usted pinta de muy hombre. ¡Ándele! Aquí hay otra botella. Y se me figura que voy a poner algo en las patas de este gallo. Usted, ¿qué piensa ponerle? -¡Una navaja! –contestó el gallero con la misma sequedad. Y tomó unos tragos. Como en un relampagueo lo inquietó el pensamiento de la ajenidad del gallo y del dinero. Le temblaron las piernas. Le habían mandado en busca de animales para que su patrón los jugara en la próxima feria de su región. Por cierto, no se explicaba la fama de este lugar respecto a tener buenos gallos de pelea. Una vez hallado el tal don Pancho, recorrieron los escasos corrales sin encontrar nada que valiera la pena, como no fuera este gallito giro con la posesión del cual daba por compensados el esfuerzo y el tiempo gastados. Este gallo merecía toda la confianza, la misma confianza depositada en él por el patrón al mandarlo a esta búsqueda. Confianza en el experto. Porque él era un experto. ¡No podía perder! -¡Ah qué mi amigo! –repitió el otro su cantinela-. ¿No le digo? Se me figura que usted y yo vamos a hacer una buena amistad. Seguro que le voy a poner algo. ¡Échese otro trago! El aguardiente ya no le quemaba. A cada trago, recibía solamente la sensación de bienestar y un aumento de esa confianza en sí mismo y en su gallo. Y lo más importante: los lugareños empezaban a mostrarle cordialidad. Isauro apareció a lo lejos en aquella calle larga y ancha, tanto como para dar la impresión de que el camino de donde había nacido esta calle no llevaba allí, sino que seguía su camino sin detenerse, sin el alivio del más pequeño recodo, apenas rota la monotonía por esas casas también grises a fuerza de polvo apiñadas a uno y otro lado, como si en vez de uno fueran dos pueblos separados por aquel camino. Isauro venía rodeado de amigos y con un gallo entre las manos. El grupo de borrachos avanzaba con lentitud. Se detenían, de trecho en trecho, a tomar unos tragos. La roncada es un grito gutural y recio, el canto del gallo humano que busca pelea. Dos o tres roncadas emitió Isauro antes de llegar y, como su gallo cantara al descubrir al otro, Isauro dejó oír su grito más salvaje, los ojos en los ojos del gallero quien, nuevamente, respondió con el esbozo de una sonrisa mientras también mantenía la mirada fija en los ojos de Isauro. -Apoco creyó que no regresaría... -No creí nada. ¿Qué navaja le gusta? –sólo entonces se fijó en el gallo de Isauro, un animal más bien corriente. “De veras que se necesita estar borracho para poner un gallo así frente al mío”, pensó. A mí cualquiera. Pero nomás tengo ésta. Como puede ver, no da para escoger –dijo Isauro al tiempo que le mostraba una navaja. El gallero reparó en el tamaño, el menos indicado para jugar su gallo, e iba a decirlo, pero Isauro se le adelantó: -Si tiene una igual, la cosa estará pareja –y al decir esto se rió como para dar a entender que, a pesar de su embriaguez, tenía conciencia plena de la diferencia de gallos. De su morral, el gallero sacó un estuche, lo abrió y tomó de allí una navaja semejante a la de Isauro. “Este fulano no está tan borracho” -pensó- “con esto la cosa cambia. Ya será cuestión de suerte. Pero, ya ni modo de rajarme”. -¡Juega! –dijo con aquella voz ronca y despaciosa. -¡Ah qué mi amigo! ¡Cómo se me fue a ocurrir darle de beber! Se me hace que así ya no voy con usted. No me lo tome a mal, pero lo dejo solo. Usted sabrá lo que hace. “Sí que lo sé. Debería exigir otra clase de navaja, pues no es mi culpa si él no tiene otra. Pero, ¿qué me pasa? No soy un chiquillo. Fue tan descarado como para que todos se dieran cuenta. Se las quiere dar de colmilludo... Lo mejor sería rajarme, aprovechar el pretexto de la navaja y exigir una de tamaño más adecuado y, a lo mejor, es él quien se raja. Me gustaría dejar todo esto por la paz, el gallo no es mío, el dinero tampoco. Además, ya no verá bien con esta luz. También eso lo sabe el tal Isauro. Por eso se tardó tanto.” -¿De a cómo le enseñaron a jugar? –interrumpió Isauro su reflexión, tal si hubiera adivinado sus intenciones. -¿O es mucho gallo para el suyo? –agregó con sorna. De nuevo esas miradas a tirarle picotazos a los ojos, y el coro de carcajadas que empezó a envolverlo, como un sudario, para dejarlo inmóvil y a merced de su enemigo. “Si me rajo” –pensó-, “entonces sí que voy a darles motivo para reír” –con voz hueca respondió: -¿Hasta cuánto le enseñaron a contar? -Hasta cuanto le hayan enseñado a cargar en los bolsillos. -¿Cinco milagros? -Si nomás tiene una mano... Yo tengo dos y puedo contar hasta diez, o hasta veinte nomás con darles vuelta. O hasta donde usted me diga que le pare, ultimadamente. “Después de todo, es igual rifármela a medias que completa” –volvió a reflexionar el gallero y respondió: -¡Juega! Que sean veinte mil. ¿Quiere casar el dinero? –lo dijo subiendo el tono de voz con respecto a las ocasiones anteriores y con absoluta serenidad. -No. Pa qué. Se ve usted hombre. Y en lo que toca a mí, pregúntele a cualquiera de estos. El gallero comenzó a amarrar la navaja en el espolón de su gallo, mientras Isauro hacía lo mismo con el suyo. Los dos disimulaban su propio temblor escondiéndolo, mezclándolo con los nerviosos movimientos de los animales. -¡Ah qué mi amigo! –dijo el hombre en voz alta dirigiéndose al gallero mientras se acomedía a detener el giro. –Pues, si usted se va a arriesgar, yo por qué he de ser menos hombre. –subió el tono de voz y, sin quitar los ojos del gallito, agregó: -Tú que dices, Isauro, ¿agarrarías otros diez mil? -Y hasta más, si así quieres. -Van nomás otros diez. Yo nomás pago por ver, como quien dice... –y como el gallero terminara de amarrar en ese momento, le devolvió el gallo y le dijo: -Si perdemos nos va a quedar un consuelo, vamos a perder por pendejos, pero, lo que es en éste, hay gallo como para el mejor. -¿Está listo? -Si nomás estoy queriendo... Los hombres se acercaron con los gallos entre las manos para que, con el pico, entablaran el primer duelo. La gente retrocedió a prudente distancia, improvisando un ruedo, y los gallos fueron soltados. Más fino y más nervioso, el giro atacó el primero y en su salto estuvo a punto de degollar a su enemigo. Siguió un combate de nervios con los gallos alertas al menor movimiento uno del otro, los cuerpos tensos, los ojos en los ojos, las plumas del cuello erguidas en todo el rededor. Un nuevo salto y esta vez los dos se alcanzaron en el cuerpo. Cayeron con las navajas hundidas y se revolcaron como una sola masa ensangrentada. De allí volvieron a surgir dos gallos de pelea para atacarse con la ferocidad del animal herido. El giro, constante en sus ataques por lo alto en busca de la cabeza de su rival, la encontró al fin. El otro gallo, casi separada la cabeza del cuerpo, se debatía en las convulsiones de la muerte. En tanto, el giro no dejaba de tirarle golpes con la pata armada. Isauro hacía lo posible por aparentar frialdad y casi lo conseguía. Pero en sus ojos, dorados y cambiantes como los de los gallos, había acumulada toda la sangre que podían contener, como si en ellos, y no en el pescuezo del animal, hubiera sido dado el navajazo. El gallero, desde el principio de la pelea, mantuvo los labios plegados en ese gesto que buscaba parecer una sonrisa. Ahora la abrió franca, la intercambió con la del amigo ocasional quien, en voz baja, pero no tanto como para que no se oyera, comentó: -¡En la mera madre! De repente ocurrió lo insólito. El giro, a todas luces ya el vencedor, se ensartó en la navaja contraria en uno de los movimientos convulsivos del otro gallo y se desplomó sin vida. Un ¡Ah!, colectivo, seguido de un silencio espeso, silencio de lodo amasado con sangre y polvo, cubrió la escena. La muda expectación fue rota por Isauro al emitir su grito más salvaje. Su gallo se encontraba aún en los últimos espasmos. -¡Gané! –afirmó Isauro y lanzó al aire otra roncada. -No coma ansias, mi amigo. Hace falta ver si su gallo contesta, porque, para mí, que también está muerto. ¡Ande, párelo! A ver... -¡Gané! –repitió Isauro encarando al gallero. Su gesto no dejaba duda acerca de su decisión. -Se lo repito –dijo el gallero con tranquilidad, pero con igual firmeza-. Está por verse. ¡Su gallo también está muerto, y bien muerto! ¿No lo ve? -Mi gallo todavía no esta muerto. ¡Mi gallo soy yo! ¿O no es así? –preguntó volviéndose hacia uno y otro lado. -¡De todos modos me parece que está por verse! –contestó el gallero sin achicarse. A un tiempo echaron mano a sus respectivos gallos. La última luz de la tarde se reflejaba en aquel camino polvoriento, sembrado de amapolas de sangre, y brillaba de modo siniestro en el acero de las navajas todavía firmemente atadas al espolón de los gallos. Los hombres se movían con lentitud y de costado, la diestra armada y el zarape enrollado en el otro brazo para detener los golpes. Se atacaban a saltos, como antes lo hicieran los gallos y, como ellos, buscaban la oportunidad para herir y no la de salvar sus vidas. En verdad, los gallos no habían muerto.
(c) Roberto Olivera Unda
SOBRE EL AUTOR: Roberto Olivera Unda ha escrito 12 novelas, 6 libros de cuento, y 14 ensayos de más de 10 p.p. Ha publicado 1 novela (1953), 2 libros de cuento (1955 y 1956), y 11 ensayos (de 1990 al 2002). En 1953-54 asistió al Centro Mexicano de Escritores. En 1964 el cuento "Los gallos" fue publicado en Europa en 5 idiomas por la Revista "Cuadernos de París". En 1983 participó en el Encuentro de Escritores celebrado en Cuautla, Mor. y en ese mismo año leyó textos inéditos suyos en el Palacio de Bellas Artes de México, D.F. En 1987 la Escuela Preparatoria Emiliano Zapata le otorgó el premio CADES (Ciencia, Arte, Desarrollo humano) por Arte. Desde hace más de 20 años dirige un taller literario en la Casa de la Cultura de Cuautla, lugar donde reside ---------------------------------------
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