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Últimos refugios por Araceli Otamendi
 

“Esta madrugada es la primera del mundo. Este color de rosa que se amarillea y pasa al blanco ardiente, nunca se posó así en el semblante con que, por el oeste, el caserío encara lleno de ojos de vidrio el silencio que viene en luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que fuere, será otra cosa, y lo que yo vea será visto por ojos recompuestos, llenos de una nueva visión”.

Fernando Pessoa

"Esta madrugada es la primera del mundo. Este color de rosa que se amarillea y pasa al blanco ardiente, nunca se posó así en el semblante con que, por el oeste, el caserío encara lleno de ojos de vidrio el silencio que viene en luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que fuere, será otra cosa, y lo que yo vea será visto por ojos recompuestos, llenos de una nueva visión".

Fernando Pessoa

 

 

Era como rescribir a mediados de la tarde, la monotonía de la noche. Apresar las palabras, desenredar los silencios. Tal vez era como el vuelo del pájaro bajo el sol o uno de los últimos refugios. Todo eso era la infancia de mis hijos. Pero hay un recuerdo que viene a mi memoria una y otra vez, sobre todo porque no está tan lejos, ahora que ellos han ingresado a esa difícil etapa llamada adolescencia.

Durante varios veranos pasamos las vacaciones en una playa llamada "Mar del sur" ubicada a unos dieciséis kilómetros de Miramar. Para dar una idea, Miramar está ubicada a unos treinta kilómetros de Mar del Plata, ciudad balnearia más conocida y también más concurrida que Mar del Sur. Mar del Plata es una ciudad con puerto, casino, muchos balnearios y con infraestructura de ciudad. Mar del Sur en cambio no alcanza a tener un pueblo: nada más que una avenida principal con algunos comercios. En Mar del Sur el campo se junta con la playa y el mar. A pocas cuadras de la avenida, si se camina o se va en bicicleta o en auto, se puede admirar el campo sembrado, ver caballos, vacas u ovejas. También hay una zona de acantilados que es lindo recorrer y escapar de ella cuando el mar crece rápido y ya no se puede caminar por ahí. Y un hotel viejísimo, que alberga muchas historias desde su inicio hasta la actualidad. En este hotel, hasta hace dos años, durante algunos veranos, se organizaban recitales y bailes con música de los años setenta y viejos tocadiscos "winco" que los dueños, jóvenes en esa época, arrimaban para producir un efecto especial. Aparecía en el recital la cantante Bárbara, integrante del famoso dúo "Bárbara y Dick" para cantar las canciones de esos años. El recital duraba algunas horas y mucha gente joven participaba y se terminaba bailando en la calle. Hay muchas otras cosas que podría contar de Mar del sur pero empecé este relato porque volvió a mi memoria el recuerdo de mis hijos durante los días de lluvia que nos tocaban en esas vacaciones. Agotados los juegos de mesa: el truco, la generala, la escoba de quince, el chin-chon, la televisión, los libros y los papeles y lápices para dibujar y pintar, salíamos a caminar bajo la lluvia. Recalábamos entonces en un lugar que les encantaba: el almacén de ramos generales. En ese lugar, atendido por los mismos dueños de siempre, ellos encontraban cosas fascinantes. En apariencia era un simple almacén de campo donde vendían sogas, alambres, faroles de querosén y de gas, artículos de ferretería, baldes de plástico, cuchillos, ropa de campo como bombachas, alpargatas, zapatillas y muchas cosas más. También había cañas de pescar, mediomundos, anzuelos, y lo que se llama souvenirs: caracoles, collares de caracoles, cajas adornadas con éstos, estrellas de mar secas, corales blancos y rojos, hipocampos secos, figuras de plástico con una sustancia para conocer la humedad ambiental. Si el color es rosa, seguramente llueve o el tiempo está muy húmedo. Si es azul, está seco. Entre tanta cantidad de cosas para mirar y tocar, mis hijos encontraban la mayor diversión preguntando los precios. Porque ninguno de los objetos que estaba ahí tenía el precio a simple vista y los dueños tampoco lo recordaban. Entonces la pregunta del precio de cualquier artículo que ellos no pensaban comprar divertía a los dos niños como un juego. Sabía que los dueños del almacén, un matrimonio ya bastante grande y el hijo de unos cuarenta años o más revisarían las listas de precios hasta el cansancio. Siempre y cuando esas listas aparecieran por algún lugar. Casi siempre había dos o tres donde los precios no coincidían, porque seguramente habían sido confeccionadas por personas distintas. Acordar un precio era entonces una deliberación entre tres. Nada les gustaba más a mis hijos que esta búsqueda que estas tres personas emprendían ante su requerimiento, tan distinta a lo que ellos estaban acostumbrados a ver en la megaciudad donde nacieron y viven: Buenos Aires. Los dueños de este almacén de ramos generales nunca se fastidiaron e incluso participaban de las historias que mis hijos les contaban. Terminábamos comprando una caña para pescar mojarritas desde un puente, en el río que desemboca en el mar. El puente parece salido de un cuadro de Monet y sólo faltan los nenúfares, el resto parece pintado. Desde el mismo puente se puede ver el mar con las olas dejando su encaje de espuma en la playa. Otra de las cosas que comprábamos eran pelotas de plástico, nunca viene mal tener otra más, ya que muchas se pincharon o algún perro les clavó los dientes por jugar. O tal vez un mazo de cartas, porque siempre jugando, alguna se pierde. Confieso que tal vez, además de la mucha cantidad de cosas que el almacén de ramos generales albergaba y que a primera vista parecían siempre las mismas, seguramente el lugar escondía algunos secretos que yo no alcanzaba a descifrar pero los niños sí. Tal vez era el olor de la madera vieja del piso, o de las sogas o el yute. Tal vez el brillo del cobre de los faroles de querosén. No lo sé. Pero bastaba ver las caritas de ellos, iluminadas con una sonrisa cada vez que entraban ahí, los ojos se les encendían al ver tantas cosas tan distintas a las que veían en la ciudad, para saber que ellos sí conocían el secreto del lugar. Eso me recordaba a cuando me pedían antes de dormir que les contara siempre los mismos cuentos. Ellos los sabían, sí, pero querían escucharlos de nuevo. Eran los mismos relatos que más de cien veces les había leído. Porque tal vez la de ellos era una mirada nueva del mundo donde tal vez están las mismas cosas. Pueden ser muchas de esas cosas lo que los hacía volver ahí los días de lluvia y puede ser también que fueran las voces de los dueños que parecían escapados del tiempo y pertenecían más a la eternidad que tienen las mismas cosas, siempre distintas.

© Araceli Otamendi – 2003

 
 
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