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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  Mosca en la oreja, cuento de Reinaldo Edmundo Marchant
 
Mosca en la oreja, cuento de Reinaldo Edmundo Marchant
 

Desde Santiago de Chile

...Mantener una mosca en la oreja tiene, ciertamente, algunos inconvenientes: el ruido del revoloteo del bichito no deja escuchar bien y la cabeza, por inercia, se anda trayendo ladeada, en la mismísima postura que la ponen los mendigos. He ahí una razón del porqué Dorotea recibió varias veces caridad ajena. Lo que no le venía mal, según afirmaba...

Dorotea Maximiliana de las Mercedes era la peor de las chicas: tenía nombres feos, hablaba poco, no le gustaba el amor fortuito, solía engullir tazones de harina tostada con agua mineral y, como si fuera escaso el material descrito, habitaba en una de sus orejas una mosca.

Cualquiera exclamaría ¡aaah!, al enterarse de que alguien tuviera una mosca en la oreja, cualquiera, no importa su color. Empero allí, donde sucedió el chascarrillo, la costumbre de acostumbrarse a la costumbre, es más fuerte. E incluso en ocasiones el gentío tendía a añorar terriblemente la carencia de anormales, que son las criaturas más perfectas, pues ayudan a dilucidar los enigmas. Es decir, los seres normales dicen lo que les han enseñado los seres anormales, que son los cuerdos.

Mantener una mosca en la oreja tiene, ciertamente, algunos inconvenientes: el ruido del revoloteo del bichito no deja escuchar bien y la cabeza, por inercia, se anda trayendo ladeada, en la mismísima postura que la ponen los mendigos. He ahí una razón del porqué Dorotea recibió varias veces caridad ajena. Lo que no le venía mal, según afirmaba.

Se debe ser majadero en una cosa: no importa que habite en una oreja una mosca, lo realmente importante es que ésta sepa comportarse en el habitáculo humano. Si el moscón es tranquilo, excelente. El problema aparece cuando el bichito es de corazón alegre y alma festiva, porque entonces va de lado a lado, se asoma para ver y conocer todo, se planta a bailar hasta la estridencia, como la que causan las micros y los gorjeos de los pájaros. Aquello a la larga extenúa. Es bueno decirlo para que las moscas que lean esto lo sepan de una vez por todas. Deben respetar la intimidad ajena.

Sin embargo, la mosquita referida no poseía conciencia y hacíale pasar sucesivos fiascos a Dorotea: alejaba a los muchachos que querían enamorarla, probaba primero que ella las comidas, simulaba lavarse los dientes, atraía con las alas el hollín de los cigarros porque le gustaba fumar y, por las noches, sola en la pieza y en la cama con Dorotea, salía de la cuenca de la orejuela, apoyaba la diminuta testa en la almohada, abrazaba con las alitas el cuerpo de la feliz desdichada y, de este modo, unidas, dormían.

A la mañana siguiente, se arreglaba sin pérdida de tiempo la situación: la muchacha se levantaba, tomaba un baño, mejoraba el aspecto de su cutis echándose pastas que parecían cenizas, se vestía y ¡zas!, la mosca entraba a su oreja. Luego tomaba un bolso (y la mosca tomaba su oreja) y salían.

En la calle, la vecindad ya no le preguntaba cómo estaba ella, sino por la mosca, y así fue que aprendió a decir: lo más bien, gracias. Al escuchar aquello, el moscón casi se deshacía de vanidad y le pestañeaban los innumerables ojuelos. Algunos llegaron a asegurar que hasta carraspeaba. Sin duda que lo hizo.

En el villorrio hubo mochuelos que llegaron a interesarse por Dorotea, mas cambiaban de opinión rápidamente: la culpa era de la mosca, quien salía a echarlos, a asustarlos con sus demenciales revoloteos, se interponía en el preciso momento de los besos corriendo de allá para acá a través de los labios de la muchacha. Después, el bicho se amurraba por luengos días, apostado indistintamente en ambas orejas, meditabundo, como preparando una nulidad de matrimonio.

En aquella tensión psicológica se hallaba cuando apareció en el lugar un muchacho de buen porte, vestido a la usanza burócrata pero de carácter indudablemente extravertido, extravagante y estrambótico. Reía en todo momento. Era mequetrefe de una oficina de partes de una municipalidad y como percibía tan poco salario no tenía más remedio que reír sempiternamente. Diría luego que apenas vio a la mosca pernoctando en la oreja, de inmediato se enamoró de Dorotea. Le gustaba lo esotérico.

A la muchacha, en realidad, no le agradaba físicamente, pues poseía un rostro disparejo que apresuradamente le valió un apodo: Cara de Lija. Ello no le importó al joven, lo habían tildado de manera peor. Fue honesto desde un principio con Dorotea. Le gustaba y se atrevía a decir que ya la amaba. La mujer le respondió que su amor no dependía de lo que personalmente deseara, que todos sus sentimientos estaban en manos de la mosca. Entiendo, contestó Cara de lija. Y le aclaró que no era celoso, que donde amaba uno podían amar dos y remató diciendo que era socialista. En fin, hablaron de cosas cuerdas e importantes.

La mosca se mantuvo alerta y esperó, serenamente.

Los muchachos comenzaron a verse a diario y, de tanto verse, sus corazones empezaron a reclamarse, a acostumbrarse a la costumbre. Se les veía salir todas las tardes, rumbo a Las Gordas, un vetusto bar donde zampaban una comida muy especial: arroz con pollo; los jueves pantrucas, los viernes albóndigas y así, hasta llegar al domingo. Los lunes y martes no zampaban nada, porque el Cara de Lija aducía ser miembro de una secta que esos días practicaba ayuno.

Mucho más pronto de lo esperado, el joven trabó amistad con la mosca, la cual incluso salía de su cuchitril, se posaba en sus manos, le recibía migas de pan, azúcar y hasta jugo de cebolla. Con semejante disposición conquistó el corazón del bichito y, llegado el instante de plegar sus labios contra los de la joven, la mosca no se interpuso ni reclamó. Se deseaban el bien al unísono.

Lo único poco claro, surgía a eso de la medianoche, cuando Cara de Lija pedía permiso y, arrinconado en la pared, invocaba al diablo con un lenguaje indescifrable. Cumplía con un ritual de su secta y sin querer le generaba pánico a la muchacha y a la mosca. Pero muy luego aquello se transformó en una costumbre y hasta en un motivo para alegrar la tediosa existencia: ya vas a invocar al Malulo, espetaba Dorotea y la mosca revoloteaba de júbilo.

Dorotea amaba a los niños y cada tarde aguardaba la llegada del joven para pasear a una sobrina en una carretilla de construcción. Aunque era muy cegatona, su padre jamás la dejó usar lentes de aumento, esgrimiendo un razonamiento que merece todo el respeto del mundo: le decía que a las mujeres con estos adminículos los hombres las engañaban con más facilidad porque demostraban ver menos… La joven, en su simplicidad, le hacía caso.

La relación entre los tres no pudo ser mejor. La mosca, quizá con mejor caletre, pensó que alguien sobraba: ¡ella! Quien quiere, el bien desea, seguramente se dijo. Y preparó su alejamiento. Al despuntar la mañana emergió tristemente de la oreja, miró por última vez a la muchacha y, sin hablarle ni besarla, emprendió vuelo. Nadie la vio salir y volar con destino determinado.

Contenta como jamás pudo estar, Dorotea paseaba en la carretilla de construcción a su sobrina, en espera de que llegara el joven. Apenas lo vio, le narró detalladamente el alejamiento de la mosca; Cara de Lija la escuchó igual que un papanatas, boquiabierto. ¡No puede ser!, murmuró. Y sin rendir explicación alguna, estupefacto, desilusionado, destrozado, se distanció de la muchacha, repitiendo lo mismo (¡No puede ser!, ¡No puede ser!, ¡No puede ser!), hasta perderse bajo aquel panorama difuso, estival, pero tan cierto como las larvas y los zapatos enterrados en los patios.

(c) Reinaldo Edmundo Marchant

Sobre el autor: Reinaldo Edmundo Marchant es escritor y es Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile- Ver espacio de autor

 

 

 
 
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