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La ceremonia del glaciar por Ángeles Charlyne
 

...Dejaron que el agua siguiera su curso con el motor detenido y el silencio, les permitió detectar el murmullo con que el hielo se desliza, en los momentos previos.
Fernández y Gómez, no temían la ceremonia del glaciar y la propia, tenían que coincidir y ellos no estaban dispuestos a resignar ni un tiempo ni un espacio. Índigo era el testigo, no elegido, sino decidido por la fantástica ausencia del plural, cuando los sucesos requieren el homenaje de lo singular...

La ceremonia del glaciar

 

 

Las barandas del puente flamearon peligrosamente. El bamboleo aumentó el frío que desprendía el hielo. Fernández, manejó el rumbo del bote. El motor ronroneó. La madrugada espiaba el silencio del glaciar. Expectante, casi tanto como los navegantes del gomón. Gómez le tomó la mano enguantada con la suya, pareció que la piel, ausente transitoria, llegara desde el interior del abrigo. Era difícil la jugada. Fernández no dijo nada a nadie. Se adivinaron con Gómez, en cierta complicidad trabajada sobre territorios fragorosos. El rumor del bote y su estela blanca sobre la helada superficie del lago, daba un paisaje de plata, de indescriptible belleza, que quitaba hasta el aliento.

La pared norte se les antojó una mole indomable, El hielo impone presencia por ausencia de vida. Volaron dos aves solitarias, dispuestas al avistaje. La proximidad de la hora era impredecible. Tanto que nadie, de los escasos moradores de la región, lograban acertar. Fernández y Gómez  apostaron en silencio, entre sí sobre los plazos, los del glaciar y los propios.

El cielo hizo un guiño índigo para el tripulante índigo que, silencioso, veía por primera vez la maravilla blanca, desde ese tono ominoso de piel, que Fernández y Gómez se empeñaban en resguardar. Sabían que él también tenía su tiempo apostado. La vida suele trampear porque es la dueña del casino y sólo admite cierto número a la hora del no va más.

El sonido sordo pareció eludir temores de los tripulantes. Terminaron de flanquear la pared norte y a su frente la imponencia les quitó el aliento, tal vez lo propio que les quedaba.

El arco, ya frágil, invitaba acceder a la caverna luminosa por una luz interior que quebraba según las grietas que se pronunciaban.

Dejaron que el agua siguiera su curso con el motor detenido y el silencio, les permitió detectar el murmullo con que el hielo se desliza, en los momentos previos.

Fernández y Gómez, no temían la ceremonia del glaciar y la propia, tenían que coincidir y ellos no estaban dispuestos a resignar ni un tiempo ni un espacio. Índigo era el testigo, no elegido, sino decidido por la fantástica ausencia del plural, cuando los sucesos requieren el homenaje de lo singular.

La penumbra y las grutas de la caverna proponían un curso absurdo, irresponsable, inexplicable y por lo tanto, sabio, cierto y  certero. Fernández y Gómez, con cuidado, se quitaron las ropas, arriesgando fraguar con temperatura hostil. El índigo, en la cabecera del gomón les sonrió, animosamente, la música de las quebraduras crecía, como el concierto 3 de Rachmaninoff, y ellas, a consumar el ritual del amor, la ofrenda, el servicio, la entrega, el placer, como se dice, en la condición que se puede y en tanto el coral gregoriano, en la sobria gruta del nunca más, llegaron al altar supremo del Dios elegido.

Cuando el estruendo de los primeros derrumbes alertó a los extraños y a los próximos, que el hecho era inmediato, hubo corridas. Eran pocos, afortunadamente, para la historia que nadie puede refrendar.

Lo cierto es que en el interior, la ceremonia nupcial ocurría con el índigo testigo y destinatario, mientras la música amenazaba crecimientos. Cuando el río se abrió camino para desmoronar la historia que vuelve a repetirse, el derrumbe atronó el espacio cordillerano; en el último vestigio que quedaba del puente próximo, flameaba la arcada su penúltima cabriola. Los testigos dijeron que el gomón naranja asomó su trompa, curioso por lo que vendría,  cabeceó asintiendo y retrocediendo, nadie supo de la tripulación, sólo llegó, luego de las turbulencias un manojo de ropas tan blancas, como el ritual del glaciar desmoronado. Otros curiosos afirmaron, que una mancha celeste, índigo, se movió ligera rumbo a la montaña, aunque todos sabían que era necesario atravesar otro curso de agua helada, donde hasta la imaginación naufraga. Se fueron contentos. Esperaron muchos años la repetición del suceso y nadie quiso preocuparse demasiado.

El glaciar es una catedral de hielo y bien vale que una ceremonia se celebre por cuenta y obra de los pasajeros de la utopía.          

 

 

(c)Angeles Charlyne

 

 
 
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