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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  Cuento: Imágenes rotas en un espejo por Sergio Gaut vel Hartman
 
Cuento: Imágenes rotas en un espejo por Sergio Gaut vel Hartman
 

... Durante veinte años fregó y refregó las manchas que se adherían a los mármoles y maderas, a los vidrios y cortinas. Manchas. Cada una de las manchas representaba un error o un dolor. Sólo ella las veía, pero eso no era un obstáculo para que pasara las horas en blanco con un trapo en la mano, afanándose por borrarlas...

De lejos, mientras se aproximan, mientras la ve acercarse, la boca se le llena de palabras ácidas y palabras erizadas de espinas y palabras vencidas, putrefactas o rancias. Están en una galería comercial, el sitio neutral por excelencia. Por eso se detiene, y sin preocuparse por terceras miradas, gira la cabeza hacia un costado y escupe una savia marrón, un jarabe espeso, contaminado por incontables esquirlas del pasado. Durante apenas un segundo, como si algo luminoso hubiese estallado dejando una lluvia de escamas en aire, imagina que no es ella. No es ella, se dice; no puede ser ella. Las alimañas no viven tanto tiempo. La providencia, o el azar o el destino, al que le gusta zarandear a las personas, o lo que sea que regula las idas y venidas de los organismos que infestan el planeta, no puede haber omitido un detalle como éste, trivial y decisivo.

Descubre la herida que no cierra agazapada entre los pliegues de su cuerpo, supurando el viejo y gastado licor; entonces disimula, metida en su disfraz. Había una vez una mujer que pensaba distinto. Había una vez una mujer que pensaba distinto y no se sentía satisfecha protestando y lamentándose por lo mal que estaban las cosas. Había una vez una mujer que pensaba distinto y en alas de ese pensamiento cruzó el ancho mar de la apatía y arribó a las costas de la lucha y se enredó entre las malezas de la acción. Pudo haber ganado y perdió. Había una vez una mujer que pensaba distinto y le tocó perder. Los vencedores no eran gentiles ni galantes y la trataron muy mal. Ella adivinó que eso podía suceder y sucedió; no creyó que sucedería de un modo tan perverso, pero sucedió del modo más perverso. Había una vez una mujer que pensaba distinto y ese pensamiento la llevó a ser borrada del mundo de los vivos, aunque no tan borrada como para que una mañana, mientras el sol aleteaba entre las nubes, un mago muy famoso lograse reconstruirla a partir de dos o tres veladas líneas, apenas un nombre y un apellido escritos en un cuaderno. El mago muy famoso encontró las líneas adheridas al papel y venció la tozudez del grafito moviendo las manos del modo adecuado. Había una vez una mujer que pensaba distinto y volvió de entre los muertos.

Pero el mago muy famoso, cumplida la misión, se alejó para siempre de su vida. Ahora es ahora.

Vencido el pudor, anulada la turbación, se obliga a caminar. La otra no se ha detenido y no parece reconocerla. Las separa un abismo, veinte metros de puro espacio sideral. Ahora ya no quedan dudas. La otra, tal como siempre lo había imaginado, no pertenece a nuestra especie; es un invasor solapado y cruel, el brazo despiadado de un poder extraño. El pasado llega resoplando y la arrolla. Veinte metros es lo mismo que veinte años. Veinte segundos miden veinte parsecs o algo así, una distancia cruel y definitiva. El dolor se extiende por su rostro, con la forma sorda y consistente de una inmensa mano helada dispuesta a estrujarlo, aplastarlo, arrastrarlo a un territorio de puro sufrimiento, un sufrimiento derramado en todas direcciones. Siente que se le entumecen los labios y la nariz y las orejas, se le cristaliza la lengua. El dolor trepa por sus brazos y se apodera del cuerpo, sube y palpita, más vivo que la soledad y la pena, llega hasta el nudo gordiano y lo desata, aumentando el agobio; es como tener encima un peso muerto adicional, el peso de los cuerpos de aquellos que compartieron su destino.

Está, por un momento, de regreso en aquel lugar. Las voces de los perros son más dulces que los ladridos de los humanos. Parpadea. Está de regreso de aquel lugar. Está aquí. La otra la ha visto y la ha reconocido. No. La ha visto y no la reconoció. No tendría cómo, ni por qué. Los días sin sol y las noches sin luna se acumulan y comprimen hasta caber en el bolsillo de una camisa. Las trayectorias han caído prisioneras de los campos gravitatorios y los mundos errantes cumplen su ruta inexorable. Bien mirada, mirada a los ojos, es y no es la carcelera, tanto como ella es y no es la prisionera. Han pasado veinte años. Cuando transcurren veinte años los hechos dejan de ser lo que fueron. Visto a la luz oscura del pasado, todo es y no es al mismo tiempo. Imposible conservarse idéntico a sí mismo cuando se fue una larva que reptaba por los túneles vacíos en busca del aire libre. Pero he vivido con eso veinte años, se dice, he sido eso veinte años, refregando los recuerdos de ese sitio y de esa gente contra la piel curtida por la espera.

Las trayectorias. Ahora son pasos, unos pocos pasos. Van a cruzarse como dos trenes en la noche, como dos luciérnagas mirándose al espejo. Definitivamente, el pasado ha sido liberado de su encierro por unos minutos corrosivos, esos que roen los barrotes de la cárcel invisible. En un momento, en un único momento de pura anomalía y equilibrio, estarán a la par, una junto a la otra, como no han estado nunca, como nunca volverán a estar. Ahora.

Ya ocurrió. Ninguna de las dos vuelve la cabeza. El pasado ha vuelto a apropiarse de sí mismo. La memoria, esa cruel señora, ha jugado sus dados una vez más y una vez más ha obtenido la máxima puntuación y el derecho a lanzarlos de nuevo. Así funciona para los que escriben las reglas.

De lejos, mientras se acercaba, deseó que no fuera. Un agudo dolor en el pecho traza una curva oscura. El rincón que guardaba el secreto exhala un intolerable suspiro y un enjambre de abejas triangulares, cada una de ellas portadora de una dosis letal de veneno, se despliega formando una temible cuadrilla. De lejos, mientras se acercaba, había querido que no fuera: que los monstruos del pasado no lograran escapar de los lugares en los que estaban encerrados. Pero al tenerla junto a sí, cruzándose como trenes en la noche, como dos luciérnagas mirándose al espejo, supo que no podía ser de otro modo; antes o después el viejo cofre se abriría y los monstruos comprimidos y plegados recobrarían su forma original. No quise hacerlo, clama una voz sofocada por el miedo; pero lo hiciste, replican otras voces, colgando de sus cabellos, de los lóbulos de sus orejas, de sus pezones. Son voces de metal, de acero y plomo. Es como tener que soportar un peso muerto, el peso de los cuerpos de aquellos que resistieron hasta que ya no pudieron resistir.

¿En qué consiste? ¿Esa es la pregunta? Como lectores, ¿desean conocer la naturaleza del pecado, la densidad del daño, la configuración de los golpes y quejidos? No he venido para eso, amigos.

Son voces de metal, de acero y plomo. La mujer, suponiendo que lo fuera, suponiendo que alguna vez lo haya sido, escondió entre los ritos de los quehaceres cotidianos los ritos de la vejación y los estragos. Crió a sus hijos, paridos limpiamente. Cuidó su casa y a su compañero, un hombre simple que nada sabe de pasados oscuros. Durante veinte años fregó y refregó las manchas que se adherían a los mármoles y maderas, a los vidrios y cortinas. Manchas. Cada una de las manchas representaba un error o un dolor. Sólo ella las veía, pero eso no era un obstáculo para que pasara las horas en blanco con un trapo en la mano, afanándose por borrarlas.

Cuando se cruzan, cuando la figura de la que había sido su prisionera pasa a su lado, todas las manchas brotan como nervios, y crecen y se anudan hasta cubrir la totalidad del campo visual. Durante apenas un segundo, como si algo denso y pegajoso hubiese estallado por el aire en una lluvia de gotas de aceite, imagina que no es ella. No es ella, se dice; no puede ser ella. Las víctimas no sobreviven tanto tiempo. El destino, que suele jugar con los dados cargados, remata a los débiles, y no porque lo merezcan, sino porque las idas y venidas de las criaturas que medran sobre la tierra no le importan, lo consideran una peculiaridad menor, trivial y anodina. La fatalidad, o el azar y la fortuna, hacen girar las ruedas y permiten que resbalen en el cieno formado por la lluvia de aceite. Así funcionan las cosas.

La ha dejado atrás. Sea o no la mujer que conoció hace veinte años, en el campo de prisioneros. Sea o no la enemiga de otros tiempos, el mecanismo se ha puesto en marcha. El pasado ha pisoteado al presente, dejándolo reducido a una pasta de futuro. Con esa pasta podrá, a partir de ahora, construirse cualquier forma, cualquier cuerpo; muros, caminos, pasadizos, cofres y botellas. La mujer se está alejando. Las separan veinte metros que son como veinte años. Son veinte metros de puro espacio sideral. Ahora ya no quedan dudas: el recuerdo ha pasado gimiendo y crepitando como una fritura. Veinte metros es lo mismo que veinte años. Veinte segundos son una distancia cruel y decisiva. El dolor se extiende por su espalda, ahora que los ojos son libres de mirar o no mirarla. Pero los fantasmas de mañana se levantan y crecen, como ampollas en la piel recién herida. Sabe que no volverá a verla jamás; también sabe que le costará mirar a sus hijos a los ojos, que cada vez que abra un cajón hallará una serpiente, que cada vez que limpie una mancha que se desliza por las paredes aparecerán dos manchas, tenues como el aire y ferrosas como la huella de las orugas de los tanques sobre la piedra del camino. Así serán las cosas.

El dolor se expande por su rostro, con la aspereza de una mano helada que disfruta abusando del poder, y aplasta sus facciones y empuja, precipitándola a un abismo de puro sufrimiento. Siente que los labios se le hinchan, se le quiebra la nariz y las orejas se desprenden de su sitio. El dolor trepa por sus piernas y se apodera del cuerpo, palpita, más agudo que la punta de la aguja que usaba para coser la boca de los prisioneros. Ya no siente la soledad ni teme la pena que llega abusando de la debilidad del momento. Se ha quedado sola. La culpa y la muerte retroceden. Sólo quedan una multitud de imágenes quebradas en un espejo sano y eso, lector, no tiene arreglo.

(c) Sergio Gaut vel Hartman

 

 

 

 

 

 
 
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