LA TRAJO ELLA
El hombre bueno juntó plata durante mucho tiempo.
Compró un terreno con árboles, cerca de la calle principal.
Le hubiera gustado que fuera frente a la plaza y con vistas al bar pero no pudo.
Niveló la tierra y niveló los gastos.
Pagó primero los materiales, hizo los cimientos, después las paredes hasta la altura debida y puso techo de chapas. Como piso, un alisado rojo con marcas de punzón. Toda su casa creció mirando al sur.
Una vez adentro. escuchó la primera lluvia y encendió la radio. La escuchó. Era inconfundible su voz y su manera de honrar la vida cotidiana.
Después, la noche obrera lo mandó a dormir y se quedó cabeceando un rato sobre la mesa con mantel de hule. Se quedó en esa alegre duermevela que otorgan las manos que están sin piel, hechas retazos.
Tiempo después se puso a construir los muebles. Una vez terminados, empezó a salir a la vereda, a la tardecita, siempre mirando al sur.
Era lo que más le gustaba ahora : ver la línea del horizonte, infinita de ausencias. Por allí nadie pasaba. Era una línea nueva. De ese lado vendría ella seguramente o tal vez bajaría de un cielo de serenata .
Después tuvo frío y, como obedeciendo a un plan, entró a la casa y se puso a escribir. Sobre papeles desparejos garabateó un pentagrama y luego unas notas que acompañaba con los dedos que marcaban el ritmo.
El hombre bueno tenía a un costado de la cama una guitarra que le había regalado el padre, pero nunca se había animado a tocarla desde que él se había muerto.
Después se hizo otra vez la noche y se dejó vencer por el sueño.
Al día siguiente todo fue distinto. Llegó apurado del trabajo y se llevó los papeles a la vereda y juntó las líneas del pentagrama con la del horizonte. Era justo lo que le faltaba.
Le pareció que a lo lejos venía una mujer pero no. Era una mujer que se estaba yendo.
La idea lo asustó un poco, pero ni bien entró a la casa agarró la guitarra y se animó.
Los dedos toscos y la voz ronca hicieron un eco que, aunque ríspido y seco, quedó flotando, en una segunda oportunidad de horizonte poblado.
El ritual pudo repetirse muchas veces más, pero importa relatar aquella tarde en la que , mirando como siempre al sur y al horizonte, las vio venir.
Él estaba afuera con la guitarra que sonaba con las alas del alma, no eran sus manos ya, y el horizonte se poblaba de voces y de risas.
Eran dos sombras, primero.
Después, dos mujeres.
Las dos reían y estaban vestidas de blanco.
Una de ella tenía alas.
Entonces, aunque estaba seguro de que por allí vendría, se sorprendió un poco.
Había algo de eternidad en una de ellas y la otra mujer, con sólo verla, le hacía trizas el miedo de vivir.
Entonces se fue parando lentamente el hombre bueno y ya en pie supo quiénes eran.
Sólo que a ella la tenía en la radio y en los días de lluvia. Era Eladia. Eladia con alas.
Y la otra, esa mujer que sonreía era la que venía a poblar su soledad de hombre, a pesar de todo.
Y si la traía Eladia era seguramente la mujer de su vida, una milonga al viento.
Entonces abrió la puerta y las invitó a pasar.
Las dos se miraron y avanzó solamente una.
Eladia no pasó. Ni se quedó en la radio esa noche.
Y aunque afuera llovía se quedó un instante en el umbral y después empezó a volar, suave y ligera, como saludando.
La otra, la que sonreía, se quedó sentada al lado de la estufa y dejó que el hombre bueno la arropara. Dejó que le quitara los zapatos y que se pusiera a acariciarle los pies.
Es que había venido de tan lejos.
La había ido a buscar Eladia al cielo para él.
Cuando el hombre fue a encender el farol miró en la penumbra el almanaque que estaba colgado al lado del espejo.
Era 31 de agosto.
(c) Silvia Paglietta
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