La escritora.
“... porque hasta el último hálito de vida
voy a aferrarme a la conciencia.”
Leticia Ricárdez (México)
La voz estalla en huecos de conciencia
con un gesto de espiga reclamándole al siglo sus silencios culpables.
La voz se eleva triste, sin ritmo de panfleto admonitorio
ni cadencia de muerte multiplicando coágulos
ni palabras convulsas.
La voz busca engendrarse
con semen de fogatas pulsando en la vigilia,
en el cántaro azul de una esperanza ejercida a mansalva.
La voz quiere ser clara como el agua en la lluvia o la luz en la aurora.
La voz quiere ser largamente pura.
Pero ella no suscribe al disimulo,
renuncia a los secretos, abdica a los disfraces, reniega de mordazas.
Entonces ya no puede consentir los dolores encrespados,
admitir los vendajes que ciegan las pupilas,
omitir la denuncia.
Entonces se apasiona,
entonces se derrama como un bálsamo tibio
entre todas las llagas rigurosas, entre todo el agravio,
entre todos los odios que invaden la intemperie cuando la vida exhibe
sus colmillos de eclipses y penumbras,
inventa algunas treguas tutelares,
alguna fe propicia que le encienda horizontes a pesar del espanto,
algún síntoma breve de escasas indulgencias malheridas,
un resto de plegaria agazapada
que funde otra liturgia...
Pero en el fondo sabe
que algo viene creciendo a través de la pena
que, más allá de la quietud del viento, el hambre anda en jaurías,
que tiene el corazón de pie en las coordenadas del más hondo cansancio,
que tiene el corazón sobre la furia.
Libro “Desde otras voces”
La mujer de los rezos
En vísperas del luto irrevocable,
cuando no hay más que desgarrar tinieblas,
cuando la sangre es un aliento inmóvil
y las lenguas de arena fugitiva
impacientan los miedos.
Cuando se quiebran voces amarillas
con la furia desnuda del silencio
y hay rumor de pestillos oxidados
y distancias
y fiebres
y gemidos
y garras de ceniza
han trazado una raya en los espejos,
su figura de gárgola raída
vigila los umbrales
a la luz mortecina de las velas
que consumen recuerdos
y eleva sus endechas desdentadas
desde el ritual nocturno de los rezos.
Es ella:
la que aguarda en los rincones,
la que custodia el llanto y el destierro,
la que conoce el gesto,
la consigna,
la pregunta final...
y la respuesta;
la que asedia los párpados exángües
por la orilla del velo,
la que conoce el tiempo y la liturgia,
los rostros primordiales del que espera
junto al perfil menguante de la luna
y cuyo nombre no ha de revelarse
hasta que callen todas las trompetas
y ardan negros jinetes en el cielo;
la que exhuma jirones balbuceantes
para construir antiguos talismanes
que protejan las huellas...
Porque es preciso el viaje
y el abismo
y el río que se oculta en la memoria
y el resplandor lejano de fogatas
en los ojos vacíos del barquero.
Es ella,
la nodriza,
la que mece
el último destino de los sueños,
la pálida hilandera de esta trama
donde la vida sólo es el reverso;
la testigo implacable del llamado,
la que,
de tanto acompañar ausencias,
es una sombra más entre las sombras...
una tallada máscara de arcilla
cobijando el asombro de los muertos.
Poesía inédita (nueva edición de “Mi voz a la deriva”)
Bogando ausencias
Más allá...
más allá...
proa al poniente...
A salvo de las aguas traicioneras,
de la furia salvaje,
alucinada,
de la fuerza golpeando sobre el fango
como indómitos potros sediciosos
liderando manadas,
tensando cada músculo de espuma,
engendrando,
en la huella de sus cascos,
un trueno subterráneo,
amenazante
-sin cabestros capaces de humillarlos
a la conformidad de las amarras-
que cabalgan,
bravíos,
por el cauce,
excitados a muerte sus ijares
con espuelas de rabia.
Es necesario andar,
hombre y distancia,
por las viejas alturas de la costa
donde buscan refugio los silencios
de migración amarga.
Es necesario huir
bogando ausencias,
cargando,
mansamente,
el bagaje de miedo en las espaldas
y guardar,
por los sueños de la sangre,
la memoria furtiva de un recodo,
un harapo de luna entre los sauces,
la osadía de un trino en la llovizna,
la sombra de una garza...
mientras el llanto ardiente,
amordazado,
mastica el desarraigo en las entrañas.
Más allá...
más allá...
sobre las grupas
salpicadas de greñas sudorosas
y lenguas erizadas,
asediados de oleajes invasores,
trepando soledades vulnerables,
en tanto
bufa el belfo persistente
contra la ruina gris de la barranca.
Poesía inédita (nueva edición de “Mi voz a la deriva”)
Canción sin cuna
Una aspereza tibia
de membranas sedientas y agraviadas
erizan las caricias
en la ciega intemperie de tus manos.
Ésas
con las que hiñes las harinas,
con las que anudas hebras minuciosas
y racimos de harapos.
Ésas que rozan las espaldas anchas
cuando tu hombre recuerda la ternura
y habitan las guaridas del relámpago.
El frío fija su estilete agudo
sobre el refugio de tu amor descalzo
como si aún no fuera suficiente
el bramido del río
desmadrado,
la substancia extenuada de la yerba,
los rituales del hambre,
el desamparo...
Como si aún no fuera suficiente
mecer antiguas nanas de mendrugos
sin reproche furtivo o cuestionario
o habitar las comarcas de la lluvia
cuando combate,
vertical y aguda,
la pobreza del rancho.
Como si aún no fuera suficiente
sentir que hay otra vida deteniendo
las lejanas compuertas de la sangre
que recorre
por sendas incesantes,
tu estirpe de rocío,
tu memoria,
tu arcilla amarga,
tu dolor tallado...
Desde un tiempo de sombras y temores,
desde un tiempo de cielo agazapado,
peregrinas los días,
las arenas,
las huellas de la luz en el ocaso
y entonas
con murmullos desgreñados
toda la latitud de la esperanza
amamantando un sueño
a pura luna
en el légamo azul de tu regazo.
Maternidad costera,
dura y honda,
útero de silencio y madrugada:
por el talle anegado de las islas
va tu canción,
sin cuna,
navegando.
Poesía inédita (nueva edición de “Mi voz a la deriva”)
Andamios en el viento.
Yo edifiqué este amor.
Con fragmentos de oscuras inocencias,
con torpes esqueletos de caricias,
con harapos de sueños,
con astillas de heridas sin cerrojos,
con retazos de olvidos,
con silencios,
con este terco corazón obrero
enhebrando
una a una
las miradas
hasta llegar al beso.
Yo edifiqué este amor.
Me desollé las manos
y el alma
para hacerlo.
Desgarré la agonía de mis pieles
en el seco perfil de tus misterios,
en tu salvaje lluvia de raíces,
en tu escasa ternura,
en la eterna aspereza de tus miedos,
en el rencor marchito de tu zarza,
en la estirpe indomable de tus fuegos.
Yo edifiqué este amor.
Establecí mi sumisión descalza
como piedra y cimiento,
lo parí con la fuerza de la tierra
en la orilla de enero,
lo afirmé como hiedra a tus murallas
de aguijones sin tiempo...
y lo sostengo
a pura garra y dientes
entre racimos de cuchillos negros.
Libro “El amor sin mordazas”
(c) Norma Segades Manias
|