Marta llegó cansada. Después de todo un día de trabajo en el estudio, de escuchar quejas de clientes, de buscar soluciones, de someterse a los cambios de humor de su socio, estaba ansiosa por darse un buen baño y comer en agradable compañía. Lo había previsto todo: el paquete de la rotisería, aún caliente en su mano, le prometía a su estómago el desquite merecido.
Fue al bajar del ascensor cuando recordó que era jueves, el único día de la semana en que Ernesto trabajaba hasta tarde en su empresa. Sólo estaría Fernanda. De sólo pensarlo, sintió un nudo de ansiedad en el estómago, pero armándose de valor entró en su casa.
Aunque preveía de antemano la escena, tuvo un sobresalto. La televisión y el equipo de música a todo volumen; restos de un sándwich grasiento, una gaseosa en medio de su charco y papas fritas, yacían diseminados sobre la mesa de madera lustrada, única herencia de su abuela paterna. En el sillón recién tapizado de blanco, los pies de Fernanda, con embarradas zapatillas, acompañaban el ritmo de la música aporreando despiadadamente un almohadón. No la había visto entrar o la ignoró.
Marta tragó con dificultad (ahora el nudo de ansiedad iba y venía en su garganta).
-¿Como estás, querida? -dijo con voz fuerte, como para hacerse oír en medio de los ruidos.
Por toda respuesta, Fernanda puso un dedo sobre sus labios y señaló con otro hacia el televisor. Marta se armó de valor y se acercó.
-Compré un pollo con papas. ¿Comemos?
Fernanda desvió la vista del aparato y la miró con visible disgusto.
-Por mi no te preocupes - dijo con tono despectivo y, sin dignarse a bajar los pies y mucho menos a abandonar el sillón, aclaró-: como papá hoy llega tarde, yo ya comí algo.
-Pero... ¿cómo te vas a arreglar con un sándwich? ¿No querés...?
-Mamá -la interrumpió irritada-. ¿Puedo llevarme el televisor al cuarto? Este programa me interesa.
Marta intuyó que las fuerzas la abandonaban y, antes de caer (en el ridículo), asintió.
Fernanda se fue arrastrando la mesa carrito con el televisor, pasó por su lado sin hacer un solo ademán para besarla, y le comentó como al descuido.
-¡Ah! Dejáme plata para pagar la cuota del gimnasio, y monedas para el colectivo.
Marta la vio irse envuelta en su nube de tristeza. "¿Qué pasó? ¿Qué hice?"-se dijo al borde de las lágrimas, mientras la comida comprada se le enfriaba entre las manos húmedas. "¿Por qué me trata como a una enemiga?" "Antes charlábamos, nos reíamos. Estaba deseando llegar a casa para abrazarla, para compartir todas sus cosas." Ahora, pensar en volver y enfrentarla ( y peor cuando Ernesto no estaba) se le hacía tan difícil, ¡tan triste!
Y de repente el dolor se le convirtió en rabia, en impotencia. " ¿Cómo llegamos a esta situación insostenible. ¿Por qué debo convivir con una enemiga?"
"Tengo miedo de Fernanda." "No, eso es ridículo -pensó enojada-. ¡Si tiene sólo quince años! ¡Y es mi hija!" Pero Marta supo que eso era cierto. Y no sólo temía enfrentarla a solas; cada vez que invitaba gente a su casa, la aterraba pensar en su aparición. Recordó con amargura la última vez. Aquel té de compañeras de colegio, ese reencuentro que prometía ser emocionante, nostálgico y divertido. Ella no la esperaba. Fernanda había dicho que volvería tarde de la casa de una amiga, pero llegó a la mitad de la reunión.
Puede ver la escena, como si volviera a transcurrir en ese instante. Fernanda que saluda sin ganas; que se sienta, muda y enfurruñada, a comer algo. "Qué parecida estás a tu madre -exclama entonces una de sus amigas, con la ingenua intención de elogiarlas a ambas. " ¡Yo parecida a ella! -salta Fernanda, furiosa-. ¡Nada que ver! ¡Ni loca!."
Pero es Marta la que cree enloquecer de tristeza con sólo revivir la herida aún sin cicatrizar, y vuelta a reabrir a lo largo de días, semanas y meses en el último año.
Cómo le cuesta ahora evocar otros momentos felices: los abrazos de Fernanda cuando ella iba a buscarla al colegio, sin faltar un solo día, durante toda la primaria. Fernanda y sus sonrisas sin dientes o con ortodoncia; su mano húmeda asiendo la suya al cruzar la calle, en el colectivo, en el ascensor. Sus llamados en medio de la noche para que ella espantara con caricias sus pesadillas. Hasta sus demandas. ¡Cómo las extraña! "Mamá ¿me leés un cuento? Mamá ¿me explicás...? Mamá ¿puedo ir con vos? Mamá ¿me das otro beso?"
"¡Fernanda, te quiero! ¡No soy tu enemiga! Aunque ya no pueda ser la madre ideal que vos creías; la que todo lo podía; aquella capaz de consolarte de cualquier pérdida. ¡Fernanda, yo también te necesito!" Ella quisiera irrumpir en su cuarto y gritarle cada frase hasta tapar la música desenfrenada y el ruido del televisor.
Pero Marta sabe que no lo hará, que no puede hacerlo. Que es ella la adulta, la guía, la espera; la que sufre mientras trata de encauzar esa corriente impetuosa que a veces la arrastra, y otras tantas se desborda. Aunque ahora sea Marta la que se siente perdida; la que busca y no encuentra la mano de Fernanda.
Sabe que habrá otros días como el de hoy en los que deberá convivir, como pueda, con una extraña. Hasta que pase el tiempo de la adolescencia, y su hija crezca.
(c) María Brandán Aráoz
de Cuentos para tiempos de crisis, Editorial San Pablo |