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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  La casa de la bruma por Nora Tamagno
 
La casa de la bruma por Nora Tamagno
 

Desde Rosario, Provincia de Santa Fe

Aún hoy no sé qué circunstancias y qué intrincados caminos de la vida me llevaron a ellas. Recorro los vericuetos de mi memoria y trato de recrear aquel momento, pero todo se me desvanece en una bruma engañosa y traicionera y las imágenes se me confunden, superponiéndose borrosas como si aquello hubiera sucedido en el preciso límite del sueño. Fue un encuentro que a primera vista podría haber aparecido como casual, aunque analizando la situación, y con el transcurrir del tiempo y lo que luego relataré, concluyo, que fue algo diagramado quien sabe por qué voluntad, pero que de casual no tuvo nada. En la primera ocasión, se me presentó como una silueta difusa que se fue aclarando hasta definir su apariencia humana. Era una mujer muy vieja, con pómulos agudos, mejillas hundidas y ojos embutidos en el fondo de profundas cuencas violáceas desde donde miraban con la mirada velada de los ancianos o de los ciegos. Me estudiaba como adivinándome, recreándome a su antojo. Era diminuta, exigua y se desplazaba a pasos cortos, con andadura de  fantasma, como un ser de otra galaxia, de tránsito en ésta, como suele decirse. Parecía incorpórea, casi flotaba en el aire con sus vestiduras transparentes como una espuma celeste, envolviéndola. La voz era apenas audible, un hilo a punto de cortarse, un susurro casi, tan apagada que debí esforzarme para captar lo que decía. Su presencia me sobrecogió ni bien se hubo manifestado ante mi vista, enmarcada por la abertura de la puerta de su casa, como una imagen religiosa. Varias veces me miró entre sorprendida y curiosa, con el índice apoyado en la barbilla, rebuscando en su mente, sugiriendo desde su significativo mutismo que ya nos habíamos visto antes. ¿Me estaba esperando? La visión de esa mujer tan singular, hizo que desaparecieran como por hechizo las calles y las casas simples de ese barrio al que nunca había visitado antes; desaparecieron también los transeúntes y sólo quedamos ella y yo como únicas protagonistas en ese extraño escenario. Sólo nosotras dos en un ámbito onírico e irreal. Desde afuera, y como la puerta de la casa estaba entreabierta, pude ver que se trataba de una construcción antigua, con habitaciones sin confines, paredes de color indefinido y puertas y más puertas que se abrían una tras otra, comunicándose entre sí y que llevaban quién sabe adónde. La anciana procedía con cautela, midiendo sus movimientos y vaciló antes de soltar una vocecita menuda como una alondra. Muchas veces llevó la mano huesuda y morena a su boca expectante. “Vas a volver” dijo después de tanta contemplación, sin mover el dedo de la barbilla. Como no le encontré sentido a esa frase inconexa, me resultó más fácil pensar que la vieja estaba loca. En un afán por desembarazarme de su presencia, me di media vuelta y casi bruscamente, me escabullí por una maraña de calles desarticuladas, caminando sin rumbo por un largo rato, alucinada por ese acontecimiento tan inesperado como desconcertante, hasta que me encontré inmersa en la realidad, en el medio de una vorágine de gente, un ir y venir de autos haciendo sonar las bocinas .

Volví a mi casa y me hundí en la cama. Me sentía cobijada entre las sábanas, pero la cabeza no podía dejar de evocar lo ocurrido, tratando de encontrar razón a un episodio que aunque en apariencia nimio, me había inquietado. Me resultó difícil conciliar el sueño. Imágenes confusas y vertiginosas giraban dentro de mi cabeza alborotada. Fui percibiendo con claridad, uno a uno los sonidos de la noche hasta que el cansancio me venció y pude dormir profundamente. A la mañana, me costó despertar. Un cansancio pertinaz me azotaba el cuerpo. Procuré restarle trascendencia  al episodio del día anterior y me sumergí de nuevo en la rutina. Pasaron varios días y cuando ya estaba casi segura de que todo había sido producto de mi imaginación, en sueños regresé a la casa de la anciana, a la bruma… deambulé en penumbras, errática, confusa, acudiendo al llamado de una pequeña voz que se había transformado en una letanía. "Volverás" me había advertido la vieja con un tono tan sentencioso que no admitía titubeos. Al otro día, regresé, pero despierta. Golpeé la puerta discretamente, tan discretamente que mi mano casi ni rozó la madera. Apenas flameó en el aire como un pabellón. La puerta se abrió y tras ella, emergió la mujer que había conocido, ingrávida, de una transparencia casi vitral y en un ritual previsto, volvió a sorprenderse, volvió a llevar su mano morena y huesuda a la boca trémula. Con un gesto imperceptible, me indicó que la siguiera por los interminables pasillos que yo ya había entrevisto. Parecía que allí no entraba jamás el sol, ni la luz de la luna y que el tiempo era un tiempo diferente al de los calendarios. Fui tras sus pasos en riguroso silencio, con cautela, sin preguntar nada y sin salir del asombro. Cuando me había convencido de que el recorrido no terminaría jamás y quedaría atrapada en ese laberinto inexpugnable, arribamos a una última habitación despojada, sin muebles, ni ventanas, ni cortinas, ni olores, ni colores, con un techo tan alto que bien podría haber sido la antesala del más allá. De espaldas a la pared, en un rincón, con los ojos velados por esa película blanca que ya había visto en la otra, estaba sentada en el suelo, mirando a la nada o a lo que yo no veía, otra anciana morena, menuda y silenciosa como la primera, pero mucho, muchísimo más vieja. También estaba cubierta por una túnica leve y tenía al cuello una gruesa cadena de metal, con eslabones apretados de la que pendía un colgante bruñido con una piedra pulida y convexa de azul intenso. Al ver ese adorno, tuve el pálpito de que era el único medio por el que la anciana seguía anclada a la vida. “Es ella”, dijo la mujer que me había recibido, y ambas se miraron con entendimiento. Inexplicablemente, sentí una sensación que jamás había experimentado y se me erizó la piel La más vieja me tomó la mano entre las suyas y aunque el contacto fue leve, me dio la certeza de que algo invisible se adueñaba de mí. Un latigazo me recorrió la espalda, vértebra a vértebra y aunque pensé que me derribaría, estoica, permanecí de pie. Sentí desconfianza, angustia, inseguridad... Hubiera bastado un empujón para derribar a esa mujer que tan frágil se mostraba,  pero hubiera sido inútil  porque no se trataba de una amenaza concreta. Me sentía prisionera sin que nada me amarrara. En los dédalos de mi mente, me obsesionaba descifrar qué fuerzas desconocidas e irresistibles me habían convocado a ese lugar ignoto. Hablamos poco, lo imprescindible porque las palabras eran innecesarias. En realidad, no sabía qué decir. Dos ojos no me alcanzaban para mirar y comprender cuanto me rodeaba. No podía dejar de escudriñar a las mujeres, a su piel oscura y seca, los pómulos angulosos, la ropa flotando como humo sobre esos cuerpos que parecerían haber conocido el fenómeno de la desmaterialización. “Volverás” dijeron al unísono con vocecitas de cascabeles milenarios, y esa palabra me martilló los oídos y se fue prolongando en un eco sordo. Sin darme cuenta cómo, otra vez, igual que la primera, me encontré caminando a la deriva por el mundo habitado por la gente común, entre las frenadas de los autos y las voces de los transeúntes.

Aunque no podía evitar pensar en las dos viejas, me propuse tomar distancia de esa situación. Probablemente se tratara de dos locas místicas y yo, estaba perdiendo el tiempo devanándome los sesos tratando de encontrarle algún sentido a algo descabellado e irracional. De alguna manera,  opté por preservar mi buen estado síquico. Me entregué a mis actividades con más ahínco. Trabajé hasta agotar mis fuerzas para caer rendida a la noche y no pensar. Llegaba exhausta al fin del día, pero eso no era un obstáculo para que en mis sueños, regresara una y otra vez a la casa de la bruma, obedeciendo al llamado persistente. Las dos viejas sonreían de lado, acaballadas en la cornisa de mi razón.

Un día, me miré al espejo y vi que una maraña de canas, se proponía derrotar al rojo intenso de mi pelo. Pensé que era demasiado pronto. Mi madre y mi padre habían mantenido hasta la vejez su cabello oscuro. Quizá, el ritmo de vida tan acelerado... quizá algún gen remoto...

Pasaron algunas semanas de absoluta tranquilidad, pero un día tuve la necesidad imperiosa de regresar a aquella casa y lo hice casi corriendo. Atravesé las calles adoquinadas con la idea fija de llegar. Dejé atrás el sol y encontré la niebla. Cuando arribé jadeante, golpeé la puerta con ambos puños, tratando de dominar el temblor de las manos. Otra vez la misma ceremonia, el mismo gesto de muda sorpresa, el mismo recorrido por los pasillos y el encuentro final, con la segunda anciana, en el último cuarto, esperándome, con la misma apariencia de deidad milenaria, un ser a mitad de camino entre este mundo y el más allá. Viéndola tan delicada,  uno imaginaba que una brusca ráfaga de viento podría hacerla volar como a una hoja de otoño o transformarla en polvo como sucede con las momias cuando son arrancadas de su medio. Volví a mirar la gruesa cadena de oro antiguo y en ese instante, tuve la certeza de que efectivamente, era eso lo que la amarraba a la vida, como un barco se aferra a un muelle en el puerto. Hubiera querido olerla y tocarla para convencerme de que de verdad existía, de que no era una ficción elucubrada por mi mente. Estaba sentada en el suelo, la espalda erguida, la mirada fija en un punto. Pensé que no me había visto, por eso tosí para que notara  mi presencia, pero ella siguió cautiva en su silente universo, haciéndome sentir de más y cuando ya estaba por volver sobre mis pasos, inesperadamente, con su voz menuda, susurró “para que pueda soltar amarras, deberás quedarte” y volvió a caer en el mutismo indescifrable en el que la había encontrado al llegar. Esa frase, terminó de confirmarme que la mujer desvariaba.

Un latido impiadoso me comenzó a percutir las sienes y como una alienada, me lancé a la calle. Deambulé con la mirada fija, obsesionada por evadirme de esa situación delirante. Llegué a mi casa, abrí la puerta y encendí la lámpara del escritorio. Me miré las manos y las noté más secas que de costumbre. Y más oscuras. Me fui a dormir, y aunque aquella noche las viejas no me molestaron con sus reclamos durante el sueño, al día siguiente, acudí puntual a la casa de las dos como a una cita impostergable. Caía la tarde de abril. Las calles, los árboles, el cielo, brillaban patinados en oro. Llegué como en estado de trance. Otra vez el llamado a la puerta, otra vez la certeza de que me esperaban, otra vez los pasillos y al final, en el último cuarto, sentada entre almohadones, respirando con imperceptible ansiedad, pero en el mismo obstinado silencio, me esperaba. Con una inclinación de cabeza a modo de saludo, extendió la mano con la palma hacia arriba, en un gesto de súplica. Fue sólo por una fracción de segundo que mi mano tomó contacto con su piel. Una vibración intensa me sacudió, provocándome otra vez escalofríos. Pareció iniciar una muda plegaria. Quizá fue mi imaginación, pero cuando una brusca ráfaga de viento se coló por la puerta, sucedió lo increíble. Esa pequeña, anciana mujer, se fue trasmutando como por hechizo. La piel se volvió tersa y luminosa, los ojos se aclararon y el pelo ceniciento enrojeció hasta igualar los reflejos del fuego. Pensé que echaría a volar, pero no. Quedó allí de pie, erguida, inmóvil como un bloque de cemento, la mirada perdida en el espacio. No puedo asegurar que eso haya ocurrido. Quizá sólo lo haya imaginado. Retrocedí caminando de espaldas y me encontré en la calle, más desconcertada que nunca, desandando el camino. Me desorientaba a cada paso y no daba con el rumbo, me extraviaba al doblar cada esquina. No tenía referencias, caminaba como transitando una pesadilla y tenía miedo de quedar anclada en esa dimensión por toda la eternidad. Me aterraba al pensar que en cada una de esas calles, podía quedar un fragmento de mi yo atomizado. Resolví apartarme definitivamente de esa historia, tomar distancia, no volver nunca a esa casa, ni a ese barrio, desoír por siempre los persistentes llamados. Tenía miedo. Me espantaba perder la identidad

Pero un día, la intriga pudo más y necesité regresar. El tiempo había transcurrido. No sé si mucho o poco, si lento o brutal. Sólo sé que yo había ido perdiendo consistencia y sustancia, me sentía leve como un barrilete de papel de seda, como una mariposa nocturna, como un último aliento. Una fuerza irresistible me impulsaba a volver. Necesitaba saber qué había sido de las dos mujeres, develar el significado de su irrupción en mi vida y me lancé a las calles a una hora insólita. Como nunca antes, llegué al amanecer. El aire era tibio, pero el cielo aún oscuro se veía como de escarcha. Las calles estaban desiertas. Con sólo levantar la mano, la puerta se abrió y enmarcada como un icono religioso, con un aura resplandeciente, la mujer que siempre me recibía me miró con fingida inocencia y en el consabido susurro, sin vestigios de dolor ni de pena, sin alterar la expresión ni mover los labios, musitó “murió entonces....” No encontré nada adecuado para comentar, porque las frases de rigor que suelen decirse en esas situaciones, me parecían vulgares y quedé inmóvil, envarada, intentando compaginar mis emociones. Entonces, ella avanzó hacía mí como suspendida en el aire, sostenida por hilos invisibles y con movimientos remisos, levantó sus brazos morenos y me puso al cuello el collar de oro viejo, el de la piedra azul que lanzaba sugestivos destellos. Lo sentí tan pesado como la culpa. La vieja me miró con particular fascinación y yo sentí que sus ojos, antes velados, me consumían y me hacían acceder a su interioridad, no por mi voluntad, sino por la suya... No atiné a nada. En ese instante, las sombras se agitaron como siluetas fantasmagóricas y una fuerza poderosa disipó a la anciana hasta borrarla de mi vista. Soplaba un viento sibilante y el horizonte se volvió súbitamente naranja. La figura de la casa comenzó a desdibujarse y a mecerse, tornándose una silueta difusa como una visión espectral. La puerta volvió a abrirse rechinando en una invitación para que yo la transpusiera. Tuve una sensación de vértigo de sólo pensar que bastaba avanzar muy poco para caer al abismo. Me estremecí. Mis miedos se me subieron a la cara, me dominaron los músculos y me alteraron el ritmo del corazón. Debí recubrirme de un coraje mentiroso para no desfallecer. Sabía que en el terreno de lo desconocido, los humanos nos convertimos en vulnerables e inseguros. Las piernas me pesaban. Avancé con paso lento como si mil años se me hubieran alojado en el cuerpo. Avancé titubeando aunque algo me advertía que debía echar a correr. A medida que recorría las habitaciones, el caminar se me hacía más difícil y la respiración más ardua. Abatida, apoyé mi mano, sobre un gran armario y se abrió la puerta. Tras ella, la luna de un espejo envejecido me devolvió la figura de una anciana inmaterial, cubierta de gasas. Un grito brutal que me subió desde las entrañas fue ahogado por una mano morena y huesuda que no era la mía. 

 

(c) Nora Tamagno

 
 
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