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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  La fuga, por Araceli Otamendi
 
La fuga, por Araceli Otamendi
 

Pedaleo con ritmo, así me lo impuso Gustavo. Primero un pie, después el otro en un giragira continuo mientras miro la televisión, ahí arriba, casi en el techo.

Pedaleo con ritmo, así me lo impuso Gustavo. Primero un pie, después el otro en un giragira continuo mientras miro la televisión, ahí arriba, casi en el techo. En el film una mujer rubia se besa con un hombre de piel oscura mientras sigo pedaleando y la rueda gira, gira y mis compañeros de ruta, un hombre y una mujer también pedalean con ritmo. A mi izquierda, una mujer cansada lee una revista mientras los pies empujan los pedales. A mi derecha, un hombre lee tranquilamente el diario mientras pedalea. Soy la única que mira en este momento la televisión, no tengo alternativa, nadie conversa. Empujo los pedales una vez y otra, falta poco para la libertad, hasta que Gustavo diga basta. Gustavo es el instructor. Hace pocos días que vengo al gimnasio y Gustavo ya se ha convertido en un déspota: media hora de cinta para el aerobic, dice, después bicicleta. Gustavo tiene cara de ángel pero le gusta dar órdenes. Cuando llegué al gimnasio cometí el error de decir que había sido muy deportista. Para qué. Gustavo se alegró enseguida de que alguien se le presentara así. Me midió con los ojos. Fue antes, mucho tiempo antes de ahora, dije. Sin embargo pareció no escuchar. No voy a volver a tener veinte años, le dije ni tampoco esa flexibilidad. Alzó los hombros restándole importancia a mis palabras. Enseguida empezaron las órdenes y el entrenamiento. Tuve que aclararle que no iba al gimnasio porque quiero bailar “El lago de los cisnes”, sino nada más que porque quiero hacer un poco de ejercicio, dije. Otro día llegó una mujer acompañada de su personal trainer: corrió alegremente por la cinta mientras conversaba con él.  Después se tiró al piso bajo la mirada atenta de su instructor y empezó a hacer abdominales.  En un descanso, cuando me bajé de la bicicleta, el film había terminado y empezaba otro: una pareja joven se bañaba en una pileta de agua cristalina después de emprender un viaje por una ruta desierta.  Observé a la mujer del gimnasio, cómo hacía sin descanso los abdominales y cuando se detuvo  recordé mis épocas de competencias deportivas y la felicité. Ella sonrió agradecida, había bajado de peso y también había endurecido los músculos. Ese día, después de correr, pedalear y hacer una serie de piruetas dosificadas por Gustavo me fui  del gimnasio antes de lo previsto. Al día siguiente mi ida antes de tiempo  mereció la  condena de Gustavo: me había fugado y eso no podía ser, me advirtió. Debería haber hablado antes con él, me hubiera indicado ejercicios más suaves, dijo. Mis visitas al quiosco de la esquina a comprar una bebida fresca recomendada para los deportistas, eran constantes: tomaba dos botellitas de agua con gusto a limón mientras pedaleaba en la bicicleta, después de los abdominales, después de la cinta. En la televisión, casi en el techo, pasan casi siempre los mismos films: mujeres bronceadas ríen complacientes mientras hombres generalmente de piel oscura les hablan con gestos seductores. He llegado a aburrirme de esas escenas, he llegado a aburrirme del gimnasio, de Gustavo y de sus órdenes. Al él no le importan mis palabras, mi negativa a matarme haciendo cabriolas porque no voy a bailar “Las sílfides” ni jamás lo intenté. Mi negativa a someterme a la dictadura de la belleza y mi alegría por correr y adquirir flexibilidad sin matarme le molestan a Gustavo. Otro día llega un alfeñique. Gustavo parece revivir, lo entrena: el alfeñique corre por la cinta, Gustavo le estira los brazos, lo hace colgar de la barra, se dedica con tanta pasión al hombre pequeñito que me recuerda a un film que vi en mi niñez: un alfeñique se preparaba a tal punto con ejercicios físicos que se convertía al final en un hombre  robusto y saludable.

Sigo pedaleando y miro la televisión: ahora las escenas se parecen a un viejo film de Elvis Presley. El alfeñique haciendo abdominales me intriga: ¿hasta cuándo resistirá las órdenes de Gustavo? Ese día el instructor tiene en el gimnasio mucha gente que atender. Yo he llegado tarde, él está ocupado y no puede controlar a todo el mundo. Pedaleo hasta que me canso y me voy. Gustavo tiene razón: lo mío es una fuga, salgo a la calle y respiro.

 

© Araceli Otamendi- Todos los derechos reservados.

 

 
 
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  Copyright 2003 Quaderns Digitals Todos los derechos reservados ISSN 1575-9393
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