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Estás aquí:  Inicio >>  Cuentos, poemas, relatos >>  Apenas un sueño y El regreso, por Angel Balzarino
 
Apenas un sueño y El regreso, por Angel Balzarino
 

Dos cuentos de Angel Balzarino, desde Rafaela, Provincia de Santa Fe, Argentina

Apenas  un  sueño

  

 

          Creyó que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino. Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres años, sólo capaz de efectuar  esos esporádicos  y lacerantes sonidos no sólo para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de tanto tiempo,  de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico  resultó incuestionable.

          No supo cuanto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para efectuar cualquier gesto, mientras dejaba que el chorro de agua tibia la cubriera como una gratificante caricia protectora, hasta aferrar una de las canillas y abrirla, ansiosa y con brusca violencia, esperando que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera la virtud de despejarla. Cerró las canillas cuando ya no pudo  contener el temblor. Será muy rápido. No habrá de causarle más padecimiento del que está soportando ahora. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, la acosaron una vez más  las palabras del doctor Panizza al entregarle el frasco minúsculo, que contenía un líquido levemente marrón,  poniendo de relieve una dosis de caridad y aun ternura debido a la imagen de completa derrota que reflejaban sus ojos desencajados, la creciente curva del cuerpo, la ropa arrugada y bastante sucia que parecía llevar por simple costumbre. No puede seguir así,  Aurora. Se lo digo como amigo, más que como médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal vez ya es hora de buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un gesto o pronunciar una palabra -había llegado a un punto en que parecía incapaz de cualquier reacción,  por obra del agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía-, le colocó un frasco en una mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo mantener fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted.  Y desde entonces, obligada a enfrentar el dilema más intrincado, se debatió en completa orfandad entre el desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un instante de tregua.

          Abandonó el baño sin vestirse, no por la premura impuesta por el desgarrante clamor, sino por el desdén sobre todo lo referido a su arreglo personal,  pues ya estaba libre de cualquier mirada indiscreta en el ámbito de la casa. Junto a la puerta del dormitorio se detuvo.  Necesitó apoyarse en  el marco, algo mareada y con las piernas incapaces de dar un paso más,  vulnerada por la habitual pero cada vez más intolerable visión ofrecida por él:  los brazos moviéndose en gestos distorsionados; la cabeza aplastada en la almohada; un hilo de saliva escurriéndose por la boca desdentada; el quejido monocorde quebrado, de tanto en tanto,  por  gritos agudos y lacerantes. Sí. Tal vez soy la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia del doctor Panizza,  no lograba desechar los escrúpulos que la maniataban,  sobre todo porque se había impuesto el propósito  de preservar  -sin el frenesí de la pasión y  tratando de eludir los estragos de la enfermedad-  a través de una caricia, algún beso fugaz o la mera compañía,  un hálito del amor que habían compartido durante cuarenta y tres años.

          Pero ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral. Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza. Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él,  pues la cama había dejado de ser el preciado territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi alucinada vigilia, al hombre que,  apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder a cualquiera de sus requerimientos.

          La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó vislumbrar una luz esclarecedora.  Decidida, dio unos pasos hasta  la pequeña mesa atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de utilizarlos. Sin vacilar  aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí.  Apenas un sueño. Profundo.  Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el líquido en un vaso. Después,  sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado,  temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hasta la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y  jadeante entre las cobijas desordenadas.

          Por fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y   bebió el líquido marrón. De un solo trago.

 

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 "El regreso"

 

 

 

          No lograba definir si era alivio o intranquilidad, alegría o un invencible temor, el sentimiento que prevalecía ahora, hundido en el asiento, atisbando a través de la ventanilla el monótono paisaje formado por la hilera de árboles, algunas vacas dispersas y el campo casi infinito.  Sin interés ni curiosidad, más bien como una manera de comprobar  el  avance  del   tren que, después de un año y medio, lo llevaba de regreso a su pueblo.  Es por ella.  Únicamente. Le resultaba claro el motivo que lo mantenía tenso, a la expectativa.  Tal vez cree que la explosión me dejó inútil como hombre.  Que ya nunca más podré... En vano pretendía desalojar la idea impuesta en los últimos meses.  Obsesiva.  Implacable.  Convertida en un enigma cuya revelación podría conferirle una renovada dosis de esperanza o, por el contrario, iba a precipitarlo en un estado de soledad y negrura ya inmodificable.  Sólo al llegar a la estación lo sabré.

 

 

      (-¡Nuestra próxima misión será volar el puente de Fitz Roy!        

      Al dictar la orden, la voz  del capitán  Zárate  resonó  tan  cortante  y

gélida como el viento que azotaba el patio del cuartel, donde  él y los otros soldados que integraban el regimiento permanecían en silencio, rígidamente alineados. Como una simple manada.  Sin importar lo que pensamos o queremos. Obligados a cumplir directivas.  Mientras el capitán daba detalles de la operación, lo  asaltó  otra  vez la ola de furor e indignación         experimentada al recibir la cédula que no sólo significaba un llamado a luchar estoica y generosamente para defender parte del territorio de la patria, sino también alejarse de cuanto constituía lo  más preciado e importante: sus padres, el trabajo, los amigos, ella. Gladys. Durante los primeros días en las islas, repetir el nombre querido  consiguió darle la ilusoria y casi resignada sensación de  tenerla cerca; después, debido sin duda al tenaz aislamiento,       ni la fuerza del recuerdo, recibir  alguna carta de tanto en tanto, lograron ser un consuelo y, mucho menos, aplacar la  urgente  necesidad de abrazarla, de  gozar la fragancia de su piel, de poseerla largamente. ¿Cuándo podré tenerla otra vez?  ¿Cuándo? 

          -¡Todos listos!  Dentro de media hora iniciaremos la operación.)                       

 

           El  sol   declinaba   cuando   la   marcha  del  tren  se  hizo   cada  vez más lenta y pudo observar, semejante a una tarjeta postal que iba adquiriendo  progresiva nitidez,  la fisonomía del pueblo. Todo igual. Menos yo.  Golpeado  por la comprobación del cambio sufrido en el curso de los meses de ausencia, no sólo en su cuerpo sino especialmente en el modo de ver el acontecer de la vida, pleno de escepticismo y desaliento, como si un cúmulo de años se hubiera desplomado de improviso sobre él.

        Muy pronto se vio sustraído de esa especie de letargo.  Primero, por la presencia de hombres, mujeres y niños apiñados en el andén, y después, al ingresar el tren en la estación, por los rostros sonrientes y las voces repitiendo su nombre y los brazos levantados en saludo de bienvenida.  Parecen dispuestos a iniciar una fiesta.  Como si yo tuviera ánimo o motivo para celebrar algo.

   Antes de que el tren se detuviera, algunos ascendieron al vagón.  Tumultuosos.  Voces y risas en bullicio casi ensordecedor.  Impacientes por abrazarlo.  Y sin poder hacer nada para detener la desordenada avalancha, simplemente los esperó.

 

 

      (No quiero hacer esto.  No. Se mordió los labios para reprimir un grito de protesta y rechazo al verse obligado a participar en la nueva misión.  Aunque el capitán Zárate recalcó que resultaba muy riesgosa, no era por miedo.  Se trataba de otra cosa: bronca, desolación, impotencia.  Casi los mismos sentimientos que lo asaltaron cuando partió del pueblo para intervenir en una contienda absurda, casi demencial.  Los enemigos usurparon nuestras tierras.  No podemos permitir semejante ofensa.  Hay que echarlos como perros.  Sin la menor compasión.  Las arengas enalteciendo el honor, la dignidad, el coraje para luchar por una noble causa, no lograron despertarle algo de fervor o interés. Estamos  aquí para matar o morir.  Lo único claro. Irrefutable. Y como tantas otras veces, mientras se deslizaba junto a sus compañeros por el sendero escarpado de piedras y arbustos hacia el objetivo asignado, procuró evadirse de esa odiada realidad   evocando hechos agradables:  el baile de los sábados en el pueblo,  los partidos de fútbol con los amigos, las horas pasadas junto  a Gladys.

          Hasta que sobrevino el horror. Bruscamente. Cuando  alguien pisó una mina. El estruendo de la explosión se confundió con los gritos de alarma y dolor. Desarticulados,  los cuerpos saltaron envueltos en una espesa nube gris.)

 

 

          No tuvo tiempo para reponerse de  la  sorpresa  ni  esbozar una tímida protesta.  Incontables brazos lo levantaron, convertido de pronto en leve bolsa de plumas. Abiertamente confabulados en otorgarle al hecho de regresar al pueblo  un carácter jubiloso, pleno de luz, que le permitiera no sólo empezar a relegar el espanto de la contienda  en la que había participado, sino también recuperar el calor y la alegría por encontrarse de nuevo en su hogar, lo bajaron del vagón.  Mientras cruzaban el andén, deslizó la mirada sobre las personas agolpadas.  Inquieto. En denodada búsqueda del rostro querido. No. No ha llegado todavía.  Después,  cuando lo colocaron en el palco de madera levantado en un rincón de la plaza,  siguió   escrutando cada figura que se le acercaba para saludarlo. A la expectativa. Impaciente.  Poco a poco comprendió que era más débil la esperanza de verla.  Es inútil.  Seguramente decidió no venir.

  

  (No pudo definir cuánto tiempo pasó sumido en una especie de nebulosa -allí, en el cuarto blanco y saturado por el olor a remedios y alcohol, rígido en la cama, manipulado por médicos y enfermeras en curaciones dolorosas-, antes de sentir el creciente peso de la impotencia y el desamparo.  Por la ausencia de rostros familiares, por la tortura de verse envuelto todavía en el fragor de la explosión, por el futuro que presentía sombrío y desalentador.  Tal vez deberé acostumbrarme a esto.  Para siempre.

  La llegada de los esperados visitantes tampoco le otorgó cierto aliento.  El capitán Zárate. Cordial. Elogiando el coraje que había demostrado en la tarea encomendada. Optimista sobre su pronta rehabilitación.  Vino por compromiso. Una obligación pesada, pero ineludible.  No encontró otra explicación para justificar las palabras demasiado obvias, la sonrisa con que pretendió despejar cualquier síntoma de malestar o preocupación, la negativa a informarle sobre el estado en que habían quedado sus compañeros de partida, la impaciencia por alejarse cuanto antes de allí.  Algo semejante ocurrió con los otros visitantes.  Como si nunca se hubiera producido aquella explosión.  Como si no fuera por eso que estoy aquí, con el cuerpo destrozado.  Su madre, sólo capaz de hilvanar escasas palabras, vencida por el llanto que no pudo definir  si era un desahogo por abrazarlo después de tantos meses o la desesperada reacción al verlo postrado en la cama.  Los viejos amigos -el Cholo, Rodrigo, el negro Fernández-, confabulados en hacer bromas y evocar momentos festivos,  con el propósito de reanimarlo y relegar cualquier sombra funesta.  Pareciera que no hay motivo para preocuparme.  Y estoy  aquí simplemente gozando unos días de descanso.

          Sólo la actitud de Gladys fue distinta. Tensa. Reflejando claros signos de nerviosidad.  La sonrisa apenas un mueca.  El largo tiempo de espera para besarla, abrazarla,  tenerla a su lado para salvarse de la soledad, se derrumbó en la mayor frustración. No puede disimular.  Es corno si nunca hubiéramos  tenido algo en común. Completamente extraños. Sin huella de los incontables gestos de amor, de los sueños que habían pensado concretar juntos.  El beso fugaz y  el roce de la mano que no llegó a ser caricia parecieron expresar no la alegría  del reencuentro, sino más bien el saludo por  una despedida final. Sin duda cree que nunca podré desempeñarme como hombre. Convertido en simple muñeco. Sin movimiento ni deseo. Inútil.)

 

 

         No.  Ya no  vendrá. Poco a poco desistió de recuperarla, de que su regreso al pueblo podría acercarlos, de revivir un tiempo pleno de promesas y luminosidad. Ahora represento una carga demasiado grande. Y no debe tener fuerzas ni ganas de llevar a su lado. Golpeado por la ausencia de ella, participó como mero testigo del acto en que los habitantes del pueblo le otorgaron el carácter de figura principal. Oyendo sin interés la voz estentórea del presidente  comunal al darle la bienvenida y expresar el gusto de tenerlo allí y el orgullo de toda la gente por la destacada labor cumplida en las lejanas tierras del sur en defensa de la soberanía nacional.  Recibiendo indiferente la medalla de oro, el reloj y tantos otros objetos convertidos en testimonio de cariño, reconocimiento, admiración.  Sin verse contagiado por el júbilo desbordante que todos expresaban a través de aplausos y gritos y la incesante repetición de su nombre.

          Hubiera querido manifestar el repudio por todo eso.  Revelar abiertamente que ya nada tendría sentido ni valor para él, ahora que ella no iba a estar más a su lado y debería permanecer para siempre en un sillón de ruedas, cercenadas las piernas por la explosión de una mina.

 

 

 

 

 

   MS

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