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Aunque hacía mucho tiempo lo había desalojado de mi vida y de mi memoria, su recuerdo se manifestó de pronto, primero con la sutileza de la brisa, sin ruido ni alardes, después... después, fue adquiriendo consistencia, entidad, corporizándose, bueno, el después lo narraré con detenimiento más adelante. Una mañana, mientras cumplía con las tareas de la casa, tuve como un vértigo, un fugaz presentimiento de que alguien llegaría de manera inesperada, una percepción extraña y difícil de explicar. Siempre me he considerado una persona sensata, aunque en ese terreno, no es fácil sentar bases claras ni precisas. Comprendo que interpreto la razón de una forma muy particular, que puedo desprender mi intelecto de mi mente igual que una lámina y contemplarlo desde afuera, como si no se tratara de una parte esencial de mi persona. Sé que a muchos, esta afirmación, podría parecerle un síntoma indicativo de locura, pero para mí, es la acabada y definitiva expresión de la realidad. Cualquiera, sin saber de qué se trataba, hubiera podido pensar que todo se debía a un artilugio de mi prodigiosa imaginación para evadirme del agobio cotidiano, un exceso de fantasía, un desborde de ilusiones.
En el pueblo en el que vivo, todo es previsible. Las solemnes campanadas de la iglesia llamando a misa todos los días a la misma hora, los aguados sermones del cura, el vermouth de los hombres a las once en el boliche "El Tropezón", los chistes de Vargas, el dueño, festejados con desproporcionado aspaviento, los comentarios malintencionados de las mujeres barriendo la vereda. Nunca ha sucedido nada fuera de lo común, nada que hubiera podido modificar una mínima porción de las costumbres arcaicas y encarnadas ni provocar asombro, ni sacudir la modorra en la que estaba inmerso desde hacía décadas. Confieso que me había acostumbrado a esa rutina demoledora, porque supe vivir la vida con inteligencia, desde adentro, sin concederle al entorno más que la relativa importancia que podía tener. Nunca un exceso en las relaciones con los vecinos, aunque siempre atenta a sus constantes pedidos y necesidades, una taza de azúcar, tres huevos, pero sin pasarme de la raya. Jamás me he involucrado en sus vidas íntimas ni he levantado juicio contra nadie, pese a que estoy segura de que muchos de ellos, hubieran estado fascinados de inmiscuirse en los privados límites de mi casa.
Ese día, con la firme convicción de que algo distinto ocurriría, me apuré a estirar las sábanas sobre el colchón, esponjando la almohada y cubriendo con el cubrecama sin reparar en detalles. Guardé la ropa mal doblada en el ropero con olor a naftalina, pasé el plumero al descuido y me vestí de domingo, aunque era martes. A las cuatro y quince de la tarde, con el húmedo calor del verano y el canto de las chicharras, me senté en el único banco de la estación, los pies en punta, las piernas apenas inclinadas hacia la derecha y la cartera sobre la falda, aferrada con las dos manos como si hubiera tenido algo más que el pañuelo perfumado con colonia y el último boleto perforado de tren de varios años atrás. De tanto en tanto, como un tic, estiraba el ruedo de la pollera para tapar las rodillas y evitar los comentarios maledicientes. Confieso que, aunque nunca tuve en cuenta la moda, me sentía un poco fuera de lugar con mi vestido antiguo, en contraste con la ropa que usaban las otras mujeres del pueblo y mi corte de pelo tan en desuso. Sin embargo, nadie pareció reparar en mi presencia. Estaba un poco nerviosa, algo inusual en mí, de habitual tranquila. La mirada se me fugaba al horizonte, adivinando la llegada de un tren aún invisible. Cuando arribó, con el familiar estrépito de bufidos y pitadas, estiré el cuello, indagando en el rostro de cada uno de los escasos pasajeros que descendían, pero no encontré a nadie ansioso por verme ni que corriera a mi encuentro. La pequeña multitud desfiló por mi lado con sus miradas ausentes, anhelante por llegar cada cual a destino.
Durante una semana entera, acudí presta y puntual a la estación, con la convicción del primer día, vestida y perfumada, con el prendedor brillando en el lado izquierdo del pecho y la sonrisa hamacándose en mis labios sumidos y artificialmente rosados. Durante una semana entera, regresé derrotada a casa, arrastrando los pies y el desánimo, pero con la seguridad de que mi intuición no fallaría. Lo que no sabía entonces, es que el que esperaba, no vendría en tren. Comprendo que es difícil hacerme entender, pero no imposible.
No sé si la evocación de su presencia me generaba en aquel tiempo, un sentimiento de repulsión y espanto, de una indescriptible sensualidad o un cóctel de ambas cosas simultáneas. Fue conmigo devastador; me atrevería a decir perverso. Una injuria para mi sensibilidad. Esa clase de personas que tiene la aptitud de sacar del otro lo peor. Después de haberlo padecido tantos años, un día, atormentada, había resuelto librarme de él y lo enfrenté para expulsarlo de mi vida, desterrarlo con la intención de que se fuera para siempre, desalojarlo a empujones de mi alma. Condenarlo al exilio, a vivir entre tinieblas. Me había excedido el sufrir cotidiano, el tener la certeza de que cada uno y todos los actos de mi existencia tenían cierta hermandad con el dolor. La decisión había sido meditada durante mucho tiempo. Cuando lo supo, lloró abrumado como sabía llorar cada vez que se sentía perdido, lloró derramando lágrimas que se convirtieron en ríos plateados, pero esa vez, no pudo conmoverme. Sabía que no era una de tantas. Sabía que con él era imposible celebrar acuerdos, porque no tenía palabra, porque era incapaz de asumir una actitud y sostenerla. Carecía de principios claros y de una definida conducta ante la vida. Me había encadenado a un ser que sólo me generaba sufrimiento y lo padecía. Matar o morir, me dije y ya nada podría torcerme el rumbo. En un primer momento, había parecido acatar la extrema decisión porque agachó la cabeza y sin volver a mirarme, se marchó enjugando las lágrimas. Parecía quebrado, vencido, pero yo no lo conocía lo suficiente, quizá nunca lo hubiera creído capaz de una reacción semejante. Cuando nada hacía pensarlo, regresó arremetiendo como una fiera, descontrolado y se me abalanzó derribándome al suelo. Cayó sobre mí con la prepotencia de un alud y me atacó a puñetazos, uno tras otro sin darme respiro. Me encontró desguarnecida, indefensa, ni tiempo me dio a anteponer los brazos para intentar protegerme. Rodábamos como si una fuerza superior nos impulsara, mientras me seguía golpeando con ira sin que yo experimentara ni el más mínimo dolor. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron como dos puñales afilados. Me sacudió el espanto, lo que fluía de sus ojos era la erupción de un volcán y temí sucumbir a esa fuerza irracional. Matar o morir, volví a pensar en esa oportunidad; estiré la mano y no sé cómo, me hice de un abrecartas de bronce que había dejado junto a un libro. Más con miedo que cólera, le asesté un golpe a ciegas, en donde pude y de inmediato sentí un líquido tibio correr por mi mano, mancharme el pecho, inundarme el alma. Los golpes cesaron y él quedó inerte, tendido a mi lado. Yo estaba muy golpeada, sin fuerzas ni voluntad para moverme. Mi cuerpo era una sola grieta por donde buscaba a coletazos, evadírseme la vida. Sí, era mi vida la que buscaba escaparse como un vapor denso y yo la retuve con un esfuerzo sobrehumano. En estado casi de trance, lancé una mirada mortecina en derredor y me estremeció una fúnebre quietud. Como en un altar sacrificial, los dos languidecíamos, pero sólo uno de nosotros, estaba a punto de morir. Un espacio luminoso empezó a desplegarse delante de mí. Parpadeé, los párpados eran como dos cortinados que se negaban a obedecer. "¡Murió! ¡murió!" me repetía como una letanía una voz que no reconocía propia. El espacio luminoso, abarcador, se acercaba y se alejaba alternativamente con una seducción que no me resultaba indiferente. Al fondo de ese escenario casi irreal, se erguía una escalera interminable con escalones que se tornaban difusos. Pensé que amanecía, pero era sólo un espejismo. Por un instante tuve la fugaz sensación de que me evadía de esa penumbra aciaga y caminaba ingrávida por los tejados azules de una ciudad de madrugada. Sentí náuseas, mareos, un sueño devorador y ya no recuerdo más.
Transcurrido el tiempo, mucho o poco, no sé, de aquel suceso tan trágico, había logrado otra vez, conciliar un dormir profundo y sereno, había empezado a disfrutar de cierta paz y estaba reconciliándome con la vida. Todo aquello me había hecho mucho daño, pero había podido sobrevivir y me estaba convenciendo de que podría olvidarlo. Sin embargo, no fue tan simple como supuse. Quizá estaba escrito de que nunca podría librarme de él, probablemente lo haya convocado aquel amor aún intacto en el fondo de mi alma, es posible también que algunas de las voces indomables de mi espíritu, desobedeciendo a la razón, lo hubieran atraído. Hubo pequeñas señales que me negué a considerar. Aquella noche tuve un pálpito, una súbita sensación de que algo amenazaba con apoderarse otra vez de mi integridad. Por precaución nomás, tomé la costumbre de encerrarme. Tranqué puertas y ventanas y no dejé espacio desguarnecido. Me convertí en una prisionera dentro de mi casa: no me importaba. Prefería eso a caer prisionera de otra voluntad. Sin embargo, siempre hay un resquicio lábil, sobre todo para quienes como él están al acecho y acosan a la presa hasta someterla. Siempre hay un espacio, de las aberturas de la casa o de las aberturas del espíritu que es posible violentar. Aquella noche, me pareció oír un rumor de pasos en la escalera. Luego, un callado rumor a los pies de la cama. En un pueril intento por pasar desapercibida, me tapé con las sábanas hasta la cabeza, como cuando era chica y me quedé tensa, con la boca abierta y el pecho en un redoble brutal y desacompasado. Procuré sobreponerme, aunque un sudor frío y desagradable me humedeció íntegra la superficie de la piel. Fue sólo una percepción. Creí que se trataría de una jugarreta de mi mente alterada. Él no podía volver. Era imposible y yo, hasta había logrado desmantelar su recuerdo, enterrándolo en el olvido. Aunque la experiencia indica que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, debo reconocer que el haber advertido esa presencia invisible que no se decidía a manifestarse, me tenía en estado de perpetua zozobra.
Un domingo de pura lluvia, cuando aún no había amanecido, sentí algo como una mano poderosa que me oprimía la boca y la nariz. Creí que los pulmones me estallarían. Los ojos se me abrieron de espanto. Traté de defenderme agitando las manos y lanzando débiles puñetazos a la nada, pero la fuerza era irresistible y caí desvanecida. Desperté al pie de la cama, con el sol dueño de todo, la ropa desordenada, el pelo revuelto y la boca amarga. También había amargura en el corazón, aunque era otra clase de amargura, más intensa quizá y un cansancio de siglos, demoledor. Busqué alguna huella, algún sutil indicio de que alguien me había atacado, pero todo estaba en su sitio y en orden. Sólo mi espíritu denotaba quebranto. Me levanté como pude, mirando recelosa hacia todos lados como si alguien pudiera estar atisbando oculto y avergonzada por lo que pudo haber pasado durante mi inconsciencia, acomodé mi ropa y el pelo desbaratado. Me senté en una silla, perdida la mirada hasta que volvió a sorprenderme la noche que entró a su capricho, sin cumplidos ni reparos y con su indumentaria luctuosa, tiñó de sombras, cada porción del cuarto trocándome en una sombra más. Otra vez la aurora y los aleros con rumor de palomas y batir de alas. La vida de verdad se exhibía allí afuera y se me vino a la mente la idea de que esa vida, tiene un territorio que me está vedado porque intuyo que ya no me pertenece, pero existe. Un hormigueo desagradable aguijoneaba mis piernas. Me lavé la cara, tomé un té lavado, di vueltas en el mismo lugar, sin sentido, con el mismo sin sentido que se había atrevido a modificar mis días.
Empecé a intuir que rondaba, inaprensible, espectral, sin asomo de odio o de venganza, sin asomo tampoco de ternura. Vislumbré que regresaría puntual a exhibir su ominoso silencio. Estoy segura que seguiría siendo ahora tal como cuando estaba a mi lado: indescifrable. Un ser de apariencia normal, pero solo en lo exterior. Jamás pude llegar al fondo de su alma si es que la tenía, jamás pude indagar más que en la superficie. Cuando lo había conocido, me deslumbraron sus ojos, enormes, translúcidos. Me conmovió su ingenua actitud, su casi nada de sonrisa, su frágil apariencia. Me había esmerado por desentrañar qué había adentro de ese ser inescrutable. Había buscado con ahínco algo que me revelara un poco de su intimidad, una clave, un detalle que me confirmara que en su interior albergaba sentimientos. El esfuerzo fue en vano, jamás pude descubrirlo.
No estaba loca, era innegable que era él quien patrullaba con sigilo noche a noche sin osar revelarse, yo lo sabía aún sin verlo. Me sobrecogía saberlo allí, al alcance de mi mano y no poder asirlo. En una ocasión en que escuché un atenuado eco de pasos en la sala, lo llamé casi a gritos, le imploré que me abrazara, me arrojé al piso de rodillas, le garanticé perdón eterno, pero sólo llegué a percibir un silbido que se evadía hacia el sereno. Un viento helado se coló por las rendijas de las ventanas y deshojó un calendario amarillo de quién sabe qué año. Miré en torno de mí: una densa capa de polvo cubría los muebles y comencé a sentirme frágil como una hoja, inconsistente, descarnada. De súbito, tomé una decisión. Así, a esa hora inusual, inoportuna, sin siquiera mudarme de ropa, iría hasta su casa. Estaba casi al final del pueblo, cruzando el paso a nivel, en un paraje arbolado donde el aire que se respiraba era más puro y el silencio compacto. Necesitaba saber qué había sido de ella, si se había vendido, quién la habitaba. Así como una enajenada, me lancé a caminar las calles del pueblo descalza y apenas cubierta por el camisón delgado como un sudario, casi sin tocar la tierra, bajo la luz de la luna, con un concierto de perros nocturnos que se iban avisando de mi presencia. No me lo había propuesto, pero llegué rápido. Antes de que amaneciera, había transpuesto la cerca de madera y me encontré de pie frente a la ventana de su cuarto. Estaba todo cerrado. Con seguridad, adentro dormían. El jardín estaba tal como yo lo había conocido tanto tiempo antes, cuando compartíamos la vida. Los árboles, un poco más frondosos quizá, los mismos malvones se apretaban codo a codo en los maceteros, la hiedra exuberante escalaba hacia las tejas, la regadera de zinc, el rastrillo. Faltaba pintura en las paredes. Me estremeció una profunda nostalgia. Caminé alrededor de la casa hasta que imprevistamente, choqué con un triciclo; ¿criaturas? Suspiré. Me senté bajo el roble añoso y paternal. Creo que me adormecí. Largo rato, estuve inmersa en un letargo poblado de imágenes y recuerdos que se superponían confusos y alucinados. Cuando por fin llegó el día y se levantaron las persianas, un eco de voces y risas llegó hasta mí. Se abrió la puerta y salió un hombre. Tardé en reconocerlo porque tenía la cabeza con algunas canas y un mapa de arrugas discretas se le había dibujado alrededor de los ojos. Tras él, dos chicos de siete, ocho años, no más. Se los veía felices, reían, se tocaban, corrían... Después apareció una mujer con una sonrisa transparente y también jugó con ellos. En un momento, él se apartó del grupo y caminó con lentitud hasta el montecito de durazneros, entonces, presurosa, con el alma en un hilo, me adelanté para sorprenderlo y me planté para cortarle el paso, decidida a estrecharlo entre mis brazos aunque sólo fuera por un segundo, pero fue como si no me hubiera visto. Apartó las ramas, arrancó una fruta y se sentó a comerla en el suelo, absorto en sus pensamientos, distante. Le acaricié con ternura la nuca y apenas hizo un gesto que interpreté de fastidio. Me apreté contra su ancha espalda, le hablé al oído, le toqué las manos y ni se inmutó. Quería transmitirle todo el calor que aún me consumía y que creía apagado, pero él pareció sufrir un golpe de frío glacial, porque se estremeció con la piel erizada. Me daba la impresión de que no reparaba en mí presencia, como si no existiera. Al cabo de unos segundos, se puso de pie, suspiró profundo y arrojando el carozo del durazno, volvió con los suyos. Pasé el día contemplándolos desde lejos, hasta que la noche se los llevó otra vez adentro. De pronto, comprendí: ya nada tenía que hacer en ese sitio. Debía volver a mi ámbito, recuperar el territorio conocido.
Desanduve el camino, penoso y arduo. Caminaba despacio como arrastrando una carga desmesurada. Lloré todo el trayecto sin alardes, un llanto largo y continuo. Llegué a mi casa y me sorprendió verla en tal estado de abandono, como si nadie la habitara. La puerta vencida, la pintura de las paredes descascarada, las malezas habían derrotado a mis amadas plantas de jardín. Ingresé con cautela, recelosa de lo que veía. Adentro, olor a humedad y a olvido. Abrí un postigo que gimió, el vidrio estaba empañado. Tras él, la blanca luz de las estrellas construyó en la superficie la réplica de mi figura. La miré y tuve piedad de mí. Entonces me acerqué hasta tocar el vidrio con la nariz, estaba frío. Mi aliento fue borrando por tramos, la silueta reflejada hasta hacerla desaparecer. El horizonte ondulaba muy lejos. El contorno de la ventana se fue diluyendo y ensanchando más y más. Un espacio luminoso se abrió lentamente frente a mí y subí el primer peldaño de una escalera de la que nunca debí haber bajado.
(c) Nora Tamagno  |
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