“¿Dónde habré puesto mis anteojos?”, pensó, desconsolada, Amalia. No podía ver nada sin ellos y necesitaba comprobar si los números escritos en su libreta eran los del teléfono de su hija Sara. Su memoria ya no era la de antes; en otra época ella recordaba ése y muchos otros teléfonos a la perfección. Y sin embargo, cuantas otras cosas podía recordar ahora. Momentos felices de su infancia, personas queridas que ya no estaban, detalles de su niñez que nunca había visto con tanta claridad, sus primeros años de matrimonio con Carlos, el nacimiento de Sara.
Mientras deambulaba por la casa en busca del estuche marrón con sus anteojos, recordó que su marido también solía perderlos y que ella siempre lo regañaba por eso: “ ¿Otra vez a ciegas, Carlos? Eso te pasa por dejarlos siempre tirados. Igual que al resto de tus cosas” Lo reprendía, y lo malcriaba yendo ella misma a buscárselos por toda la casa. “ ¿Qué haría yo sin tus retos?”, le contestaba él sin perder el buen humor ni la sonrisa. “Será un consuelo saberlo para cuándo ya no esté”, le contestaba ella, coqueteando con su propia muerte. Pero el muy ingrato había partido primero, años atrás, sin una palabra de despedida. Se había quedado dormido junto a ella una noche, para no despertar más. Se había ido en calma, con una sonrisa en los labios, tal como había vivido.
Amalia sintió un profundo dolor en el pecho y, temblando, tuvo que sentarse en un banco de la cocina (hasta allí la había llevado la búsqueda de los dichosos anteojos). Le costaba respirar y una sensación de vértigo rebalsó todos sus sentidos. ¿Por qué Carlos la había dejado sola? Ella debió haber partido primero... o él debió esperarla para irse los dos juntos. Respiró profundo, cerró los ojos y el mareo fue cediendo poco a poco hasta abandonarla por completo. Cuando los abrió, otra vez las cosas estaban en su lugar. Pero ¿qué hacía ella en la cocina? No podía recordar que la había llevado hasta allí. Con paso firme, Amalia se dirigió hacia el comedor.
Lo primero que vio sobre la mesa fueron sus anteojos. “¡Qué tonta los dejé allí cuando fui... cuando fui...! “ Bueno, no importaba a qué hubiera ella hasta el comedor, la cuestión era que ahí estaban sus lentes y... ¿quién era esa señora desconocida que charlaba con su nieta, sentada en el sillón del living?
-¡Adriana! –la llamó-. Podés venir un momento por favor.
Y se quedó esperándola, parada junto a la mesa, donde la desconocida no pudiera oír su conversación.
-Adriana, yo quiero hablar por teléfono con mi hija Sara. Ya tengo los anteojos pero no sé dónde puse la libreta. Ya sabés que la muchacha siempre me esconde las cosas.
-¡Pero Mamela! Si tu hija Sara es la que está allá sentada.
-¿Esa señora...?
-¡Sí!
Amalia estudió detenidamente a la desconocida con los anteojos puestos
-No –dijo por fin-. Se llamará igual pero no es ella. Yo quiero hablar con mi hija Sara. Marcá el teléfono de su casa y dame con ella.
-¡Pero Mamela! ¡Tu hija Sara, mi mamá, está ahí sentada! Vino a visitarte recién. ¿No te acordás?
¿Por qué todos se empeñaban en mentirle y en tratarla como a una tonta? Ella conocía muy bien a su hija, y la que estaba allí sentada no lo era. Sara tenía el pelo castaño, ensortijado, y lustroso como la seda, no era corto ni pelirrojo como el de aquella extraña. Tampoco usaba anteojos de aumento, siempre había tenido una vista excelente. Y era rellenita, no tan delgada. Además, Sara no vivía en la capital sino en la provincia, y antes de hacerse una escapada para visitarla, siempre la llamaba por teléfono. Su nieta vivía con ella porque quería estar cerca de la Facultad, pero a veces estaba tan ocupada estudiando que no tenía tiempo de cumplir con sus recados y por eso la engañaba. Igual que Angelina, la muchacha, para que ella no insistiera, no reclamara. Pero Amalia no era tonta, y si sabía muy bien quién era su nieta, su orgullo, su mayor alegría, con la misma precisión conocía cada rasgo, cada expresión de la cara de su hija.
Amalia se acercó al sillón donde la desconocida la miraba risueña y la enfrentó:
-Usted se llamará igual que mi hija, señora, pero no es ella –y dirigiéndose a su nieta-. ¡Quiero hablar con Sara!
De pronto, el temblor volvió a invadirla, tuvo que sentarse y las cosas empezaron a desdibujarse a su alrededor. ¿A qué lugar la habían traído? Ese no era su living, ni sus muebles, tampoco los cuadros le decían nada. ¿Dónde estaba? ¿Por qué la habían traído allí sin consultarla?
-Quiero ir a mi casa –dijo en un susurro agitado.
¿Por qué su nieta y esa desconocida la miraban ahora como si fuera un bicho raro?
-Esta es tu casa, Mamela –dijo su nieta.
-Quiero ir a mi casa –se emperró Amalia.
Bueno, si ellas no pensaban llevarla, bien podía irse sola. Toda su vida había sido una mujer independiente. Carlos solía burlarla por eso: “siempre supe que harías lo que quisieras, y aunque mis amigos me cargaban por eso nunca me importó. Pero estoy tan acostumbrado a oír tus retos que cuando salís los extraño.” Al último, Amalia ya no salía, se quedaba en el cuarto de Carlos, o en el de al lado, atenta a sus llamados de enfermo, dispuesta a cuidarlo hasta último momento; en la casa grande que habían construido juntos, cuando Sara todavía era una niña.
-Me voy. Esta no es mi casa.
Tomó su abrigo (para poder encontrarlo, ahora lo dejaba a mano en el perchero) y también la bolsa de las compras colgada en el gancho contiguo. Palpó el bolsillo de su tapado para comprobar que plata no tenía. Vagamente recordó que ahora su nieta llevaba las cuentas y le daba los billetes diarios que ella necesitaba. Su nieta decía que ella perdía la plata si se la daba toda junta. Pero Amalia sabía que eso no era cierto. Había descubierto que la Angelita le robaba. Si tenía plata en la cartera y la dejaba guardada en el ropero, al otro día la plata no estaba. Y ¿quién había entrado en su cuarto? ¡Su muchacha! Amalia lo sabía, pero no podía acusarla; a excepción de los robos, Angelita era una empleada modelo, su amiga, la mujer que la cuidaba desde hacía treinta años. Desde la época en que Carlos y su hija Sara todavía vivían en la casa. Su casa...
-Tengo que salir –les dijo a modo de despedida-. Tengo que ir a mi casa y hablarle por teléfono a mi hija Sara.
Y salió muy apurada; temerosa de que su nieta y esa señora se lo impidieran. Llamó el ascensor y bajó.
Ya en la calle se topó con el portero. El pobre hombre quería convencerla de que no se fuera. ¡Vaya a saber por qué! A lo mejor quería una buena propina, pero Amalia no tenía la plata. Ahora todo lo manejaba su nieta.
Caminó por la calle a paso vivo. Todavía conservaba la agilidad, pese a sus años. Rió para sí misma. ¡A veces hasta a su nieta le costaba alcanzarla! Aunque en otros momentos su cuerpo adquiría el ritmo de una tortuga y era un triunfo mover cada pie, cada pierna...
Amalia llegó a la esquina y se detuvo desconcertada. Los autos circulaban a toda velocidad, las luces la mareaban; personas desconocidas pasaban por su lado ignorándola. La invadió un gran cansancio y de pronto ya no supo por qué estaba allí ni hacia dónde se dirigía. Buscó con la vista algo sólido en que apoyarse, y caminó hacia el edificio más cercano. Parada de espaldas contra la pared, contempló el ir y venir de la gente, los autos, las luces que se prendían y se apagaban. Anochecía. “Señor, estoy vencida”, pensó con dolor. Y una plegaria de la infancia brotó de sus labios resecos: “Nada te turbe. Nada te espante. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.” Pero ella estaba asustada y sola en un lugar desconocido. Quiso llorar y no pudo. Ya no tenía más lágrimas; las había derramado todas a la muerte de su marido. Entonces elevó la mirada al cielo y suplicó: “Jesús misericordioso, apiádate de mí porque estoy perdida.”
De pronto sintió que alguien le tocaba el brazo. Se volvió y reconoció la cara de su nieta. Asió ese brazo con desesperación de náufraga y como viniendo de lejos, oyó su voz que le decía.
-Vamos a casa, Mamela. Tu hija Sara te espera.
(c) María Brandán Aráoz
De “Cuentos para tiempos de crisis”, Editorial San Pablo |