Ambrosio estaba en el campo desde que papá y mi tía eran chicos. Con los años se había convertido en un gaucho cansado y bastante estrafalario. El nuevo encargado decía que estaba loco, que tenía visiones raras, sobre todo esas noches en que volvía del boliche algo pasadito de vino. Papá y su hermana Felisa nunca permitieron que se lo despidiera. El gaucho Ambrosio era parte de nuestra familia. Yo no simpatizaba con ese encargado tan pueblerino, tan de ir en camioneta, y adoraba a Ambrosio con sus rarezas. Sin embargo, comencé a preocuparme cuando empezó con sus visiones raras. Daba miedo escuchar sus cuentos. El mismo gaucho estaba aterrorizado.
-Las luces malas me andan atrás -me decía-. Cada vez que salgo solo de noche, y de a caballo, me atrapan en la tranquera. Vienen, de repente, me enceguecen de todos lados y caigo como tronco del Pintado. Quedo inmóvil en el suelo y ya no puedo levantarme. Despierto cuando amanece, ¡sin un rasguño!
En el pueblo, las malas lenguas echaban la culpa de sus visiones a las borracheras del gaucho, y más de uno pasaba riéndose en su propia cara. Eso fue antes del verano de 1991.
En febrero de ese año me instalé por todo el mes en el campito de la familia de mi padre. Mis hermanos mayores preparaban exámenes para la facultad y mis padres trabajaban, así que sólo estábamos mi tía Felisa, mi primo Nacho y yo.
Él tiene diez años y yo quince, aunque todo el mundo me da dieciséis.
Con Nacho nos levantábamos al amanecer para acompañar a Ambrosio a apartar los animales. Durante toda la recorrida no se habla, se galopa fuerte y se grita mucho para traer algunas vacas y separar otras de los terneros. A la vuelta, él siempre nos invita a matear en la puerta de su rancho, cerca de la güachera.
Ese verano Ambrosio estaba muy asustado. Las luces raras lo perseguían, no se las podía sacar de encima. Nacho escuchaba sus historias fascinado.
-Será cierto lo que dice? Yo nunca vi nada. |
-Son chocheras de viejo. ¡Pobre Ambrosio! Desde que murió la mujer y se le fue el hijo ya no volvió a ser el mismo de antes.
-Parece raro que haga siempre el mismo cuento. ¿Y si hubiera algo de cierto?
Nacho todavía es chico y vive pensando en seres de otro planeta, OVNIS y esas fantasías. Para convencerlo de que las luces eran puros inventos del gaucho, le propuse:
-Esta noche salimos de cabalgata. Ida y vuelta del pueblo. El mismo recorrido de Ambrosio.
Era una noche especial para la escapada porque mi tía tenía su reunión de la Cooperativa. Hasta le pedimos el Pintado a Ambrosio y ensillamos a Violeta, que estará preñada pero igual galopa como fiera.
Serían las nueve. Salimos bien provistos, con linternas y cantimploras de agua. En la negrura sin luna, los ojos se nos acostumbraron y terminamos guiándonos por las estrellas
Los caballos se orientaban como de día. Apenas corría viento y el calor se hacía insoportable. Decidimos galopar un trecho largo hasta pasar la tranquera. A esa altura ya ninguno de los dos se acordaba del motivo de la salida.
Cuando llegamos al pueblo y al dar la vuelta a la plaza, Graciano, el dueño del boliche, se arrimó a saludarnos.
-¿Qué andan haciendo, muchachos? Salieron con la fresca. ¡Cómo se nota que la patrona no está en las casas!
En los pueblos todo se sabe, seguramente ya habían visto pasar el jeep de mi tía rumbo a la Cooperativa.
Emprendimos la vuelta para el campito.
-Viste Nacho. Viste que no pasa nada.
Seguimos al galope un largo rato. Llegábamos a la tranquera cuando los caballos se detuvieron de golpe. Violeta bajó las orejas y el Pintado escarbó nervioso con los cascos. Hasta nosotros llegó un rumor. Ninguna luz, sólo ese rumor, como si alguno estuviera en la oscuridad, esperándonos. Nos pegamos un susto bárbaro. Taconeamos a los caballos y emprendimos la vuelta a toda carrera. Ahí se encendieron las luces y el vehículo empezó a perseguirnos a toda velocidad. Ni queríamos darnos vuelta. Pura carrera; rezos por dentro y maldiciones por fuera. El auto nos pasó y se paró adelante, encegueciendo con sus faros. Casi nos caemos de los caballos, como el pobre Ambrosio, pero en lugar de un sopor, nos agarró una risa... Era mi tía, que apenas nos vio pensó en hacemos la broma. Y de paso escarmentarnos por habernos escapado. ¡Justo esa noche se fue a suspender la reunión de la Cooperativa!
Pasaron tres días muy tranquilos. Al amanecer salíamos con Ambrosio; después de almorzar, una zambullida en el tanque australiano; a la tarde otra vez cabalgatas, solos o con mi tía Felisa. También fueron días tranquilos para el pobre Ambrosio. Lo habíamos convencido: las luces raras se habían disparado lejos, ya no andaban cerca del campito. Igual no convenía desafiarlas saliendo de noche para el lado del pueblo. Y mi tía lo mantuvo tan ocupado arreglando bebederos, que al llegar la noche el gaucho ni pensaba en cabalgar hasta el boliche.
El viernes siguiente era su cumpleaños. Todo el día anterior pensamos con Nacho qué le regalábamos. Al final mi tía encontró un buen cuchillo con vaina de cuero, que había pertenecido a la colección del abuelo, y nos lo dio. El gaucho era tan fiel que se lo merecía. El viernes a la mañana fuimos a su rancho, a desearle feliz cumpleaños y entregarle su regalo. La puerta estaba entornada, pululaban las moscas y del Ambrosio ¡ni noticias! Corrimos al palenque: el Pintado no estaba. Silbamos y apareció; tenía la cruz muy lastimada.
Seguramente por eso Ambrosio no se lo había llevado.
-Vamos a preguntarle al encargado. A lo mejor él sabe algo -propuso Nacho.
Y fuimos a la casa del pueblerino de camioneta. Nos recibió en la puerta vestido como un señorito y con la afeitada moderna.
-Buscamos a Ambrosio. ¿No sabe por dónde anda? Parece que no hubiera dormido en la casa -le dije.
-Se habrá caído desmayado al volver del boliche. Ese viejo borracho no sirve para nada.
Lo enfrenté furioso.
-Ambrosio trabaja duro desde que mi papá era chico. Usted no lo conoce como nosotros.
-Entonces sabrán de sobra por dónde anda. ¿No, chicos?
Nos fuimos saludando por lo bajo.
A pie hasta la tranquera, rastreando el camino como locos, llegamos al tambo a preguntar. El tambero no lo había visto esa mañana. En eso apareció la mujer que escuchaba por la ventana de la cocina.
-Anoche se fue para el pueblo. Yo lo vi pasar tarde con la yegua. ¿Por qué no preguntan allá?
Le dimos las gracias pero estábamos demasiado cansados como para ir caminando hasta el pueblo. A lo mejor Felisa nos llevaba en el jeep para no cabalgar a mediodía todo ese largo trecho.
Apenas pisamos el almacén, una vecina nos dio la noticia.
-Al Ambrosio lo llevaron al hospital.
Daba pena verlo al gaucho encogido bajo las sábanas. De lejos, la cabeza parecía un cacho de tierra desparramado en la cama. Ambrosio tenía los ojos cerrados. Un agricultor lo había encontrado tirado en una zanja y había pasado la noche en el hospital, delirando, consumido por la fiebre.
Mi tía fue a hablar con el médico mientras nosotros le hacíamos compañía. Al rato, Ambrosio entreabrió los ojos y susurró unas palabras.
-Las luces malas... matan. En la zanja no me muevo; tampoco la yegüita. -Y el cuerpo enclenque empezó a convulsionarse.
Asustados, llamamos a una enfermera.
Ambrosio pasó su cumpleaños internado. Después de hablar con los médicos se decidió que lo tendrían unos días más, hasta que se restableciera.
Felisa salió con los ojos nublados de lágrimas.
-¡Pobre hombre! Tiene el hígado deshecho, y sufre tanto con esas visiones. Habrá que internarlo en una buena institución.
Sí, el accidente nos afectó a todos. Hasta el encargado vino, a la tardecita, a preguntar por la salud de Ambrosio. Felisa apreció el gesto, y Nacho y yo pensamos si no habríamos sido un poco injustos con el pueblerino. Horas después, un nuevo suceso nos conmovió. A Violeta le había llegado el momento de parir, pero el potrillo estaba mal ubicado y no
nacía. Hubo que traer de urgencia al veterinario. Pasaban las horas y el potrillo no salía. Al atardecer, Violeta tuvo una cría deforme y descerebrada. La yegua sobrevivió mal algunas horas, la infección interna era grande y algo le obstruía la tráquea. No podía tomar agua y se desesperaba. La cabeza metida dentro del bebedero y el agua que no le pasaba. Al final le metieron la punta de la manguera y pareció que se aliviaba. Violeta murió dos horas después, con un ronquido raro.
Mi tía estaba muy mal, era una de las yeguas más nobles de la tropilla. Felisa apenas comió, y se fue a acostar temprano. Nosotros nos tumbamos en el sillón de la galería espantando los mosquitos a las cachetadas. Pensábamos con tristeza en el animal muerto, en su extraña cría y en el bueno de Ambrosio internado en el hospital. Nacho propuso que fuéramos a bañarnos al tanque australiano. Total quedaba muy cerca de la casa. ¡Hacía tanto calor!
El agua era fresquita de no creer. Se levantó una brisa suave y, de vez en cuando, los relinchos y mugidos interrumpían la conversación de los grillos. Dos perros famélicos de los que siempre rondan por la casa grande, nos habían seguido y husmeaban alrededor del tanque. Me puse a hacer la plancha tratando de reconocer las estrellas. En eso. Nacho me tironea del brazo y casi me hunde.
-¡Mira!
Un resplandor alargado cruzó el cielo y se perdió en una zanja. Busqué una explicación lógica.
-Será un meteorito o un satélite. O un simple fogonazo de tormenta.
Salimos del agua a ponernos las zapatillas. Los perros famélicos corrían detrás de un cuis. Y de golpe el cielo se dividió en oscuridad y luz, dos cintas anaranjadas, llameantes, cruzaron el horizonte y se perdieron entre los árboles.
Recordé las visiones raras de Ambrosio. ¡Imposible! El fenómeno tendría una explicación, y no pensaba irme de allí sin encontrarla. Le propuse a Nacho que fuéramos a la zanja a investigar. Llamamos a los perros y, con linternas en la mano, seguimos la huella que se perdía entre el pasto. No había nada. Caminamos más allá, hacia la tranquera. Mi primo quería volver. Yo estaba empecinado. No sé cómo tropezó Nacho, lanzó un grito y cayó de cabeza en la zanja. Cuando le tendí el brazo noté que se había quedado inmóvil, como dormido. Pensé que a causa del dolor en el tobillo, o a la forma en que se había caído, no podía caminar. Lo arrastré y, como pude, lo llevé al hombro hasta la casa. Nacho volaba de fiebre.
Fue el viernes de la mala suerte. Recién a las cinco de la mañana, mi primo se sentó en la cama y nos miró a Felisa y a mí con los ojos desorbitados.
-Las luces raras matan. En la zanja... no me podía mover.
-¡Cálmate, hijo! Es la fiebre.
Pero Nacho insistía: "era como estar muerto". Después se quedó dormido. Cuando despertó no se acordaba de nada. Le pregunté varias veces qué le había pasado. "No sé –me contestaba-, te juro que no sé." Y se quedaba en silencio.
Él, que no podía estar más de cinco minutos callado.
Tuve que aguantar un reto mayúsculo de mi tía. ¿Por qué habíamos salido justo esa noche? Nacho era chico y sugestionable. La muerte de la yegua, el accidente de Ambrosio, lo habían afectado.
A partir de ese viernes, Nacho tenía una sola obsesión: que yo le repitiera exactamente sus palabras de sonámbulo.
-¿Te das cuenta, Alejo? Me pasó lo mismo que a Ambrosio. Las luces raras existen. Yo no me desmayé por ningún dolor en el tobillo. Recuerdo que al caer a la zanja un calor raro me explotó en la nariz y en los ojos. Después sentí el cuerpo como muerto. J
-¡Olvídate de Ambrosio y esas pavadas! Te estás sugestionando. Eran avisos de la tormenta, nada más.
-¡Si no hubo tormenta!
A la semana siguiente le dieron el alta a Ambrosio. Apenas llegó al rancho. Nacho y yo lo visitamos con su regalo de cumpleaños. El viejo era una estaca con ropa y tenía los ojos vagos. Se le iluminaron cuando le dimos el cuchillo. Se sentó en silencio, a mirarlo y mirarlo, en la puerta de la casa. Nacho quena hablar. Le contó su experiencia con voz emocionada. Antes de que terminara lo interrumpí, molesto.
-¡Basta, Nacho! No quiero oír más pavadas. Yo no vi nada.
El gaucho rompió su mutismo.
-A lo mejor ya estás grande. Alejo. Las luces buscan entre los chicos y los viejos. Aunque a veces atacan a las bestias. ¡Pobre la Violeta!
Y entonces el rostro se le congestionó por el esfuerzo.
Me agarraba de la camisa.
-¡Cuidálo al Nacho! Yo me voy esta semana, y de seguro ya andan necesitando a otro.
La semana pasó volando, y llegó el día de despedimos del querido gaucho. Antes de que mi tía fuera al rancho para llevarlo en el jeep a Buenos Aires, caímos nosotros, con un poncho de regalo para el viaje. Ambrosio se había ido. El tambero llegó después con el mensaje. "Que no nos preocupáramos”, le había dicho. “ Que él en la Capital no quería vivir, y menos encerrado en un asilo. Y tampoco iba a depender de la caridad, cuando tenía un hijo en Entre Ríos y manos todavía fuertes para trabajar."
Felisa estuvo seria durante todo el día. Hasta nosotros, sin saber muy bien por qué, nos sentíamos culpables por la huida del pobre viejo. El mismo encargado parecía descontento. Vino a la nochecita y, con los ojos tristones, le recomendó a la tía un peón nuevo.
Ella le dio las gracias y le contestó con firmeza.
-Por ahora no me va a hacer falta. La semana que viene, viajo a buscar un matrimonio que tengo ya contratado.
El pueblerino forzó una sonrisa y subió a su camioneta.
Casi enseguida, la tía nos propuso echarle un vistazo a la tropilla que había quedado en el bañado.
¡Qué sorpresa nos llevamos! Faltaban dos pura sangre, uno de ellos padrillo, y también una potranca, y su potrillo.
¡No podíamos creer que...!
El encargado no tenía dudas.
-Vea, señora, me pone en un compromiso. A nadie le gusta andar acusando... Pero usted sabe... El Ambrosio se andaba emborrachando mucho, tenía deudas... Un día vino uno de los hijos a pedirle plata. La verdad, no me gustó la pinta. Si usted va a hacer la denuncia y me quiere como testigo...
Felisa le contestó que no, que muchas gracias, pero que por ahora no hacía falta.
Cuando llegamos a la casa grande, Nacho explotó:
-¡Ambrosio no es un ladrón!
Ninguno de los tres podía creer en eso, pero algo raro estaba pasando en el campito y teníamos que averiguarlo.
-No hay más remedio, Nacho -le susurré-, habrá que volver a la zanja.
Esta vez fuimos mejor preparados. Mi primo con su remera verde oscuro y yo con una camisa negra, para confundirnos con la noche y el paisaje. Probamos las linternas antes de salir y montamos a Maruja (una yegua bien avispada) y al Pintado, apenas con unos cueros de oveja. La idea era rodear por detrás la casa del encargado, ir tranquilamente al paso, ocultos en medio de la arboleda.
Habríamos andado mitad de camino, cuando vimos que un vehículo sin luces pasaba la tranquera. Frenó poco antes de llegar a la casa del pueblerino, y bajaron dos hombres. Prendieron y apagaron los focos de sus linternas varias veces.
No podíamos exponernos más, si avanzábamos a caballo seríamos descubiertos. Cruzando la arboleda quedaban los restos de la estancia vieja. Atamos los caballos cerca de la construcción abandonada. Seguimos a pie, y gateando por los matorrales fuimos a escondemos entre las chilcas. A los dos hombres se les había unido otro. Las voces eran susurros, pero el viento estaba a nuestro favor.
-¿Cómo anduvo la cosa? -decía la voz del encargado.
-Bien. Aunque haría falta otro padrillo, y que usted nos ahuyente al peón del campo vecino. Mañana se trabaja por ese lado.
-No es problema. A ése lo invito al boliche. Para el padrillo tienen que esperar. Hoy hubo lío. ¿Qué pasó con el hijo de la patrona? Cayó en la zanja y se descompuso.
-No hubo más remedio que tirar un trapo con cloroformo. El pibe se metió justo donde estaban escondidas las armas, y mi compañero tuvo miedo de que...
-Eso no fue lo convenido. El otro pibe podría haber sospechado.
-Mi compañero fue muy cuidadoso, hasta los asustó aldos con linternas y antorchas. ¿No oyó lo de las luces raras?
Los dos hombres rieron. El tercero interrumpió muy enojado.
-Ya dije que con eso yo no tuve nada que ver. Una vez asusté al viejo con los focos directo a la cara. Después no. Esa noche yo también vi un relámpago extraño y después fue como un incendio que se nos venía encima.
Y de las chilcas surgió una sombra encorvada que se les vino encima. El aparecido apresó al encargado de atrás, y la hoja del cuchillo apoyó todo el filo en su garganta. Los otros quedaron inmóviles, sin atinar a nada.
-Usted se viene conmigo, a explicarle a la señora Felisa el robo de los caballos. Que yo seré un gaucho cansado y borracho, pero no estúpido, ni ladrón -la voz de Ambrosio resonó como un latigazo.
Los compinches dieron un paso adelante. Entonces la punta del cuchillo arañó el cuero blanco del pueblerino.
-¡No se acerquen! Que este loco me mata -gritó el encargado.
Tampoco pudieron dar otro paso. El jeep venía derechito hacia ellos con los faros altos. Y bajó mi tía, con su revólver 38 en la mano. Fue suficiente para que saliéramos de nuestro escondite.
Esta vez hubo denuncia, aunque no fue Ambrosio el acusado, sino el testigo, y nosotros lo ayudamos. Tampoco hizo falta mucha investigación porque el encargado y sus compinches cantaron enseguida. Y parece que tenían malos antecedentes en la policía. Además de robar caballos de nuestra tropilla, y en otros campos vecinos, saqueaban casas de fin de semana.
Al día siguiente, Ambrosio partió a Entre Ríos a buscar al hijo, a la señora y a los nietos. Felisa los había contratado como nuevos encargados.
Febrero llegaba a su fin con un calor de todos los diablos. El último día de vacaciones le propuse a Nacho repetir nuestra zambullida nocturna en el tanque australiano. Ya no había peligro, los ladrones de caballos estaban a buen resguardo.
Nos hundíamos en el agua fresca y aguantábamos la respiración un largo rato, hasta enfriar bien el cuerpo. Subíamos a la superficie renovados. Recién a medianoche pareció que el viento se había despabilado. Nacho y yo caminamos despacio hacia la tranquera. Con los cuerpos mojados y el andar, el aire tibio nos refrescaba más. Al acercamos a la zanja se oyó el relincho, como un aviso. Luego fueron los cascos frenéticos de la tropilla que pasó en estampida. Una oscuridad más negra tapó la luna. Sentí que perdía las fuerzas y caí al suelo. Alcancé a ver dos llamaradas de luz que cruzaron a lo largo el horizonte. Supe que eran ellas: las luces raras. El firmamento se incendiaba. Me hundí en el pasto, ciego, inmóvil, sin saber dónde estaba Nacho. No podía levantar los brazos, ni abrir los ojos porque los párpados no me obedecían. Todo mi cuerpo era un bloque pesado, y mi conciencia lo sobrevolaba. Trataba de despertarme, y no podía. Pensé: "así es la muerte". Las luces raras me estaban matando.
Cuando abrí los ojos, una luz distinta me dio en plena cara. Amanecía. Nacho estaba a mi lado. Volvimos a la casa grande. Sin un rasguño.
Nosotros nunca más supimos de ellas, pero hay quien dice que las luces volvieron este año a Baradero.
(c) María Brandán Aráoz 
Del libro “Luces raras y otros misterios”, Editorial El Ateneo |