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La revelación, Nora Tamagno
 

El cuento "La revelación" de Nora Tamagno, fue premiado en uno de los concursos de cuentos que organiza la Editorial de la Universidad Nacional de Rosario.

La revelación

Si algo genera en mí una ira desmedida e irrefrenable, es la mentira. Sé que a cualquier persona honesta,  la mentira le produce repulsión, pero en mí, excede el simple desprecio. Ante una falsedad, pierdo el dominio de mis actos, se me enardece el ánimo y exacerban mis pasiones de forma incontrolable; dejo de apreciar el entorno tal como es, para verlo envuelto en una bruma rojiza. Todo mi ser se subleva contra el mentiroso y debo esforzarme en controlar mis instintos para no arremeter como un toro embravecido. No importa la magnitud, grande o pequeña, cualquier clase de mentira, me desata reacciones que pueden parecer exageradas. Pero existe una razón.

Desde mucho antes de mi nacimiento, tenía ganado mi padre su prestigio en el pueblo y no era sólo por ser el abogado talentoso y eficiente, sino el hombre probo, correcto, leal amigo,  consejero sensato y hábil estratega. Su figura era tan impactante como su personalidad. Tenía una altura considerable, robusto, compacto como un edificio, con un bigote prolijamente recortado y sospechosamente oscuro que se mecía al ritmo de su perpetua sonrisa. Nuestro parecido era notable. Los mismos ojos pardos, las mismas cejas espesas y sombrías. La sonrisa era idéntica como también lo era  el hoyito en el mentón.

          Su maestría para dirimir conflictos y poner paños fríos antes de que el agua  llegara al río, era proverbial y eso no lo había aprendido en ningún lado.  Siempre se le concedía la última palabra y su voz era casi, la voz del profeta, no sólo por sus conocimientos jurídicos que no eran pocos, sino por su natural mesura y don de gentes. Colaborador activo de la parroquia y de todas las instituciones de bien público que reclamaran su ayuda. ¡Puso tantas piedras fundamentales! Papá estaba allí, a un paso del bronce. Su generosidad, lo había hecho  trascender las fronteras del pequeño pueblo en el que vivíamos y así, la gente que acudía a solicitar su colaboración para el hospital, la escuela, la cooperativa agraria o el club social, jamás se iba con las manos vacías. Si bien papá había hecho una fortuna considerable, eso no desmerecía su naturaleza genuinamente dadivosa. Pero, más allá de todo lo que significaba para el pueblo, para mí, era simplemente mi papá. Con él, aprendí a ser yo misma. Él me enseñó los valores que fueron pilares en mi vida y sobre todo, me enseñó el amor a la verdad. La verdad como valor supremo. Desde que lo recuerdo, fuimos el uno para el otro. Formamos una unidad inseparable de la que hasta mamá, quedaba excluida. Entre nosotros no había secretos ni reservas. Habíamos aprendido a descifrar nuestros pensamientos con sólo mirarnos a los ojos.  Nos entregamos mutuamente, transparentes, puros. Él siempre supo que yo sería suya por sobre cualquier otro compromiso y que jamás le fallaría. Y yo tenía la certeza de que ese sentimiento era recíproco. Habíamos celebrado un pacto tan tácito como poderoso y ese pacto conducía nuestros destinos.

Papá tenía su estudio sobre la calle San Martín, la principal y única asfaltada, cerca de la plaza y a una cuadra de  la estación de trenes. Nuestra casa estaba a la vuelta, así es que yo iba y venía sola todas las veces que se me daba la gana. Cuando terminaba el día y se oía el ruido del picaporte en la puerta cancel,  sabía que la jornada de trabajo había terminado y que papá volvía a casa. Entonces, abandonaba lo que estaba haciendo y corría a su encuentro. Era un momento, que no por repetido, carecía de emoción. Todos los días, la misma ceremonia. Me gustaba escalarlo como a una torre. Ya en la cúspide, nos fregábamos las narices como los esquimales y él me convencía de que podía hipnotizarme con el poder de sus ojos inquietantes. Era un ritual mágico. Sus bigotes me recorrían el cuello provocándome escalofríos, como si un diablito diminuto me transitara haciendo travesuras desde la nuca hasta los tobillos. Mamá no era un obstáculo en nuestra relación. Jamás demostró ningún sentimiento que pudiera asociarse  a los celos. Yo creo que nuestro amor, ése que nos tenía ocupados el uno al otro, la liberaba de muchas de las cotidianas tareas  que  preocupan a la mayoría de las madres, por ejemplo, controlar cuadernos, enjugar lágrimas, escuchar pequeñas confidencias y le permitía dedicarse por completo a las actividades que ella consideraba importantes. En casa era una figura de paso, siempre apurada. Se la veía tan distante, tan abstraída en sus pensamientos, que jamás se me ocurrió distraerla con algún reclamo. El costurero de la parroquia le quitaba el sueño, la cooperadora del hogar escuela le robaba gran parte de sus energías, sus amigas de los jueves, le exigían lo suyo. El bien común, en el que evidentemente no estaba comprendido el bien de su familia, era su objetivo último.

Cuando Ángela llegó de un pueblo vecino a trabajar como empleada de papá, no me imaginé que su presencia iba a cambiar nuestras vidas. Aunque era  joven, su figura desabrida no revelaba en absoluto su condición de mujer. Flaca, enjuta, incapaz de despertar otro sentimiento que la conmiseración. Me impresionó como un  ser  anodino, difuso, con la sonrisa apenas esbozada que jamás alcanzó la categoría de risa franca. Ángela se integró de tal forma a su nuevo trabajo, que con el tiempo, se transformó en parte del mobiliario de ese bufete antiguo, tan silenciosa como él  y con el mismo diseño obsoleto. Era buena mecanógrafa. Escribía al tacto con la mirada fija en el texto que copiaba. Sus dedos volaban sobre el teclado y casi no tenía errores. También era buena para los números y  muy diestra para perseguir a los deudores en forma implacable, cosa que venía muy bien, porque a papá, dadas sus características, se le escapaban con frecuencia. Ángela casi no hablaba. Era silenciosa, introvertida, indescifrable,  pero ningún detalle escapaba a sus ojos oscuros y observadores. Decididamente eficiente, responsable, honesta. Con el tiempo, adquirió el olor y el color de los muebles del estudio.  Se diría que, como un hecho previsible, se había integrado a esa geografía y defendía los intereses de su patrón más que  los propios.  En ese ámbito se sentía a sus anchas.  Aunque nunca lo dijo, sospecho que lo sentía suyo. No bien se me cruzó en el camino,  comencé a notar cierta rivalidad -de ella hacia mí, por supuesto- rivalidad que se fue acentuando a medida que el tiempo pasaba y la  convertía en imprescindible. Le encantaba prohibirme tocar tal o cual cosa, ponerme límites, demarcar el territorio. Antes, jamás me había ocurrido nada semejante. A partir de su llegada, las cosas empezaron a cambiar en mi relación con papá. Pero sólo en ese lugar.

Desde que tengo memoria, recuerdo que me divertía investigar  aquel mundo secreto. Revolver cajones, garrapatear en los papeles blancos, sacarle punta a los lápices con la maquinita atornillada al escritorio por el único placer de ver las serpentinas de madera que se desprendían en cada vuelta, ensuciarme los dedos con tinta, poner sellos a diestra y siniestra. Pero desde el arribo de Ángela , ya no pude hacer nada de lo que tanto  me gustaba. Su gesto agrio y silencioso me hacía sentir tan ajena, que aunque no me dijera ni una palabra,  prefería irme a soportar sus mudos desaires. Papá parecía no notarlo y aunque lo increpé varias veces haciéndole notar mi disgusto, él me respondía que debía comprender. “Esto es lo único que ella tiene. ¿No te das cuenta que aquí deja su vida, que es lo único por lo que se siente útil? ”  Yo trataba de encontrar razón en los argumentos de papá,  pero no podía aceptar que esa  mujer se hubiera adueñado de un ámbito que antes me pertenecía. A medida que yo cedía terreno, ella, arteramente avanzaba y ganaba territorio. Frente a Ángela perdimos la espontaneidad. Alguien dijo que los adolescentes son particularmente celosos. Yo estaba en plena adolescencia y no podría negarlo, pero creo que no eran esos sentimientos los que me inquietaban: siempre intuí que bajo la actitud de Ángela, dócil y reservada, se agitaban  sentimientos borrascosos. Poco y nada conocía de su vida y tampoco tenía curiosidad en saber nada de ella. ¿Qué podía tener de particular? La primera vez que la vi, una desapacible mañana de invierno, me acerqué en actitud francamente amigable y  traté de indagar algo, cosas simples, pequeñeces, no por curiosidad sino por cortesía, pero sus respuestas monosilábicas, me hicieron comprender que no tenía ninguna intención de explayarse. Siempre pensé que la suya era una familia de viejos por las escasas referencias que hacía a sus padres ancianos. Nunca mencionó a nadie más.

Un día, por casualidad, me enteré de la existencia de una hermanita.

 Confieso que la noticia me dejó helada. Jamás la había nombrado. Jamás sospeché que en su familia hubiera alguien más que sus padres. Y mucho menos una criatura. Fue papá el que al pasar me comentó:  “Angela  tiene una hermana menor. Vive en el medio del campo” dijo, y agregó – “la vida de esa chiquita debe ser muy aburrida, sé generosa con ella, podrías regalarle los patines que total,  ya no usás” Más que como un deseo, lo interpreté como una orden. Me costó mucho desprenderme de ellos, fue un despojo, pero acaté la voluntad de papá y él mismo se encargó de llevarlos. Solía recorrer los pueblos aledaños por razones laborales y, cuando viajaba hacia la zona de donde Ángela era oriunda, también la llevaba para visitar la familia. Esos patines fueron el inicio de una larga serie de regalos. Cosas muy significativas para mí, pero de las que papá, con sus consejos, lograba hacerme desprender. Siempre apelaba al mismo razonamiento: “contribuí a alegrar los días de una criatura que no tiene nada, vos ya no los usás, sos grande, te queda chico, tenés de todo…”  En fin, a instancias de papá, y sin atreverme a contradecirlo, fui transfiriendo a la desconocida, gran parte de mi patrimonio que, sin ninguna duda, y como toda adolescente, hubiera ansiado conservar. Ángela apenas murmuraba un gracias helado que papá procuraba entibiar aludiendo a su corto genio. Pero yo estaba convencida de que no era así. Desde que llegó a nuestras vidas, percibí en ella un sordo rencor que se fue ahondando a medida que el tiempo pasaba.  No puedo decir por qué ni cómo, ya que jamás tuvo un exabrupto. Simple intuición.  Su hosquedad no era producto de su corto carácter. A mí no podía engañarme.

Papá murió una mañana helada de julio. Las baldosas del patio estaban cubiertas de escarcha y los helechos rígidos, como de cartón… Cuando me lo dijeron, una daga me atravesó  el alma. Me faltó el aire. Perdí la razón y hubiera querido no recuperarla jamás. La casa se llenó de gente, de murmullos, de llantos, de sincera congoja. El presidente de la comuna fue el primero en mandar una corona de flores con una cinta violeta y dorada que pusieron junto al féretro. Después llegaron montones más. El aire se hizo denso, irrespirable. Mamá, serena y sin derramar una lágrima, como si se tratara de un mero acto protocolar, se ocupó de recibir las condolencias e hizo servir oporto,  vainillas y café. Yo no pude despegarme del lado de papá. Mi llanto era silencioso pero continuo, con mocos, hipos y suspiros. Estaba tan inmersa en mi dolor y tan intenso era el fluir de la concurrencia, que no me percaté de la ausencia de Ángela.

De pronto entró, como una tempestad, con una actitud inusual, altiva y desafiante,  arrastrando a una chiquilina confusa,  vestida como para  cumpleaños. Las dos se pararon a mi lado. Ángela, casi rozándome, erguida como una cobra. Miré a la desconocida con incredulidad: esa criatura era yo misma con cinco, quizás seis años menos. Los mismos ojos pardos, las mismas cejas espesas y sombrías, el mismo hoyito en el mentón. Seguramente, ella también se sorprendió con el parecido, porque una expresión de desconcierto  le  cristalizó la mirada. Estaba perpleja.

En un instante, lo comprendí todo y la realidad me desgajó como a un árbol  la tormenta. Dejé de llorar.  Súbitamente, se secaron los ríos de lágrimas y miré a Ángela con los ojos muy abiertos, al tiempo que retrocedía  tomando distancia. Entonces, me sentí envuelta en una bruma rojiza y una náusea incontenible me sacudió espasmódicamente. Arremetí como un toro embravecido. Me abalancé sobre Ángela.  La mordí, le arranqué mechones de pelo. Cayó, y en el suelo, seguí pateándola. Ella no hacía nada por defenderse. Yo también caí. La niñita chillaba como un animal asustado. “Mamá, mamá”, repetía, tapándose los oídos en un vano intento por apartarse del escándalo. La gente no sabía de qué se trataba y procuraba serenarme. “Tiene un ataque de locura,  llamen al médico, traigan tilo”  decían alarmados. Varios brazos me aferraron y Ángela con esfuerzo, logró ponerse de pie. Sin decir ni una palabra, se recompuso y huyó, despeinada y maltrecha,  arrastrando tras de sí, como cuando llegó,  a la chiquilina llorosa. Yo estaba roja, transpirada, palpitante, el vestido desgarrado y sucio por el revolcón, tomando a disgusto el agua que me habían dado para serenarme. Tenía la sensación de que una piedra me había dado de lleno en el medio del pecho. En ese momento, aturdida,  estrellé el vaso contra la pared y me abalancé ahora sobre papá,  sacudida por la ira, el dolor y el despecho. Le arranqué el clavel blanco que le habían puesto y lo pisoteé hasta destrozarlo. A grito pelado, le eché en cara su traición con tanta vehemencia que tuve la fantasía de despertarlo. Nadie comprendía la razón de mi conducta.  Me miraban como a una enajenada.

No fui al cementerio. Me sumí en un mutismo inquebrantable y me negué a compartir mi desazón, incluso con mamá que se mostró increíblemente afectuosa. Y recién ahora, después de tantos años, mirando retrospectivamente a papá en su dimensión humana, he podido reconciliarme con su memoria.-

(c) Nora Tamagno

 

 
 
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